15.10. 25 Hoy, santa Teresa. Entonces contemplaremos como somos contemplados
Contemplar significa mirar sabiendo que nos miran. Partiendo de esa intuición, quiero ofrecer un esquema del libro más hondo de Teresa: el Castillo interior o Las Moradas.
Por mayor facilidad, he querido reducir a cinco las siete moradas (estadios) del camino de Teresa de Jesús. Así, unifico la segunda y tercera y después la quinta y sexta, de tal forma que obtengo un esquema de tipo sencillo que puede servirnos de base en las notas que siguen. El primer momento (o Morada Primera = 1M) sirve de encuadre: el alma y Dios están aún separadas y lejanas. El segundo momento (2M y 3M) marca la acción del hombre que quiere amar a Dios en Cristo, ofreciéndole su vida. El tercer momento (4M) traza la gran crisis: el alma por sí misma ya no puede descubrir y amar a Cristo. Por eso es necesario un cuarto momento (5M y 6M), que marca y señala la acción transformante del Cristo, que viene y cambia en amor a los hombres. Sólo así llega el quinto momento (7M), que viene a sellar el encuentro: Dios hombre, el hombre Dios, siendo uno los dos.
| X. Pikaza

ESQUEMA
- a) Estado de caída. El hombre se encuentra perdido sobre el mundo, en actitud de olvido de Dios y lucha interhumana.
- b) Acción. El orante se esfuerza por amar a Dios, en gesto activo, superando así egoísmo y violencia de este mundo.c) Crisis. Al extremo de su acción, el hombre se descubre incapaz de seguir y realizarse: no logra amar a Dios en plenitud, no puede amar perfectamente a sus hermanos.
- b’) Pasión. Dios viene como gran amigo, en Cristo, transformando con su propia acción al hombre que le acoge en actitud pasiva, receptiva. De esta forma, el hombre aprende a ser amado por Dios y por los otros hombres.
- a') Matrimonio. Al fin de su camino, el hombre descubre su existencia como amor de comunión que le vincula a Dios (desposorio espiritual) y a los hermanos, en un gesto de transformación pascual.

Por un lado está el movimiento del hombre, que busca a su Dios (a Jesús) con todas las fuerzas. Por eso supera su vieja actitud de abandono (1M) y se entrega en las manos de Dios (2M y 3M). Por sí mismo no puede llegar hasta el fin (4M); así acaba su camino y ya no tiene otra salida que vivir en esperanza, dejando que Dios mismo le transforme (5M y 6M) para el día de las bodas.

Por otro lado está el movimiento de Dios, que sólo viene a mostrarse activamente en los momentos finales (5M y 6M), pero que se hallaba presente en el principio, como llamada a conversión, como deseo de vida y plenitud para los hombres. Este es un Dios de libertad y en libertad deja que el hombre e busque y se realice sobre el mundo. Pero, al mismo tiempo, es Dios de amor que va expresando su presencia de manera cada vez más fuerte, hasta lograr que el hombre venga a transformarse entre sus manos (7M).
Los dos movimientos confluyen en un espacio y tiempo de encuentro, marcado por el centro del esquema (4M). Aquí se juntan los caminos: el proceso del hombre que, rompiendo el cerco de egoísmo de este mundo, viene a confiarse en manos de Dios por Jesucristo; y el proceso de Dios que, en Jesucristo, va mostrando su su presencia más intensa entre los hombres. Por eso, este camino doble viene a interpretarse como expresión de matrimonio. Teresa quiere superar el cerco de egoísmo-lucha de este mundo (1M) para conseguir su plenitud en el amor de Cristo esposo (7M); por eso se aventura, va rompiendo todo lo que oprime su existencia hasta encontrarse libre para darse así a su esposo (4M). Por su parte, el Dios de Jesucristo se ha encarnado en nuestra historia porque quiere amar al hombre de manera intensa, libre, creadora; por eso le aguarda en el camino (4M) y le transforma con el beso de su gracia. Pero dejemos ya el esquema general y precisemos los momentos y rasgos de este encuentro.
- Perdidos en el mundo

La primera morada (1M) sirve de punto de contraste y referencia para todo el del camino. No es aún grado de amor, ni espacio positivo de oración. Más que morada de la casa de Dios (cf. Jn 14, 2), es «pre-morada»: el ámbito del mundo en el que viven los cristianos nominales, dominados por las luchas de la vida y los principios de egoísmo de la historia. Los que están en ese estado son cristianos. Ciertamente, valoran la existencia de Dios; de alguna forma aceptan y respetan su grandeza; intentan no pecar, pero no buscan ni cultivan de manera consecuente su misterio. También aceptan a los hombres, sus hermanos, y rechazan de algún modo una violencia generalizada; pero no se ocupan de ellos ni les aman de manera intensa. En este primer plano resulta más saliente la carencia de amor hacia los otros. La falta de oración, de encuentro con Jesús, se traduce en una forma de existencia conflictiva donde se destacan los siguientes elementos:
a) influye sobre todo el peso de la hacienda, esto es, el afán desmesurado de los bienes que convierten al hombre en un esclavo de las fuerzas de la tierra;
- b) de esa base económica proviene la conflictividad social que se refleja en el afán de los negocios y el deseo de vencer y superar a los demás en los diversos campos de la vida;
- c) todo culmina en un intento de auto-seguridad: deseo de fundar la vida sobre bases propias de riqueza, honor, prestigio.
El hombre vive así perdido sobre el mundo y por eso necesita el estímulo constante de placeres que le ayuden a vencer el miedo; tiene miedo de la vida y por tanto apela a diversiones que le ofrecen un olvido; está inseguro y necesita apoyarse en los honores de la tierra. Tales son, ordenados un poco esquemáticamente, los términos clave que expresan la vida del hombre perdido en el mundo, conforme a Teresa: está embebido en contentos, desavenencias, honras y pretensiones (IM 2, 12); está manipulado por las honras, haciendas y negocios (IM 2, 14); le traen y le llevan los negocios, las baraterías y contentos de la tierra (cf. 2M 1, 2). La lógica del mundo le domina, le desvía, no le deja situarse ante su auténtica verdad y su grandeza.
Sin entrar al fondo del problema, quiero señalar ya que Teresa es muy aguda al indicar los pecados de matiz social que impiden encontrarse al hombre y Cristo. Sin embargo, ella, que luego ha de poner todo el acento de la contemplación en el despliegue del amor a Cristo, en clave de unión matrimonial, apenas se ha fijado en los pecados de carácter, erótico-sexual. Alude en general a «pasatiempos y contentos» (cf. 2M 1, 2) que podrían estar relacionados con el tema, pero luego no sigue en esa línea. Tenemos la impresión de que Teresa, especialista en el amor contemplativo, no se ha visto obligada a resaltar los riesgos de un amor que sólo queda en erotismo.
El riesgo que ella ha visto es más profundo: es la falta radical de amor que, en relación con Dios, se expresa como abandono de la vida de oración; el hombre queda cerrado así en las fuerzas e intereses de este mundo. En relación al prójimo, esa falta de amor se configura como existencia conflictiva: vida de batalla por la hacienda y los negocios (dinero y poder). Para superar ese nivel de conflicto y cautiverio (el hombre esclavo de sí mismo), ha formulado Teresa su proceso de oración como despliegue sistemático de amor en su vertiente de apertura a Dios y hacia los hombres (cf. IM 2, 17).
El camino del amor implicará por tanto una ruptura. Hay un primer nivel de negación: para encontrar a Cristo es necesario superar el plano de deseos e inquietudes de la tierra. El hombre ha de volverse fuerte y libre, capaz de dar a Cristo y a los hombres, sus hermanos, la energía de su amor más hondo. Y con esto pasamos al momento siguiente del encuentro.
Amor activo. Camino de hombre
Corresponde a la morada segunda y tercera de Teresa (2M y 3M). El hombre quiere buscar a Dios y darle la riqueza de su amor, en Cristo, su mesías salvador sobre la tierra. Al mismo tiempo, por el mismo movimiento, ama y se entrega a los hermanos, en proceso fuerte de purificación y vencimiento. Este camino tiene dos momentos principales: uno de entrega inicial, donde se ofrece a Dios sólo un esfuerzo limitado de amor (2M), y otro de entrega total, donde el amante ofrece el todo (3M). Pero en ambos casos es el hombre el que realiza su camino y se prepara para amar, conforme a su propia vocación humana.
Hay, como decimos, un momento de entrega inicial. El alma busca a Dios con un deseo fuerte de encontrarle. Por eso debe superar las servidumbres viejas, el afán desordenado de negocios, haciendas y contentos. Así va desplegando una potencia superior de entrega y purificación que, sin embargo, resulta insuficiente (2M).
Es insuficiente porque el hombre no se entrega hasta el final. Siente la batalla de los viejos deseos de este mundo y muchas veces cede y se doblega en el intento. De esa forma, su camino se presenta como lucha interna. El enemigo no se encuentra fuera. Está ya dentro: son los principios de este mundo que le acosan y le hostigan, que le vencen y le debilitan muchas veces. La vida acaba siendo división, ruptura interna.
Esa división sólo se puede superar si el hombre asume ya la entrega total (3M), con una «determinada determinación» de buscar a Dios y amarle siempre y por encima de todas las cosas. El orante se decide en radicalidad: quiere superar todos los otros amores de la tierra, haciendo el compromiso de ofrecer a Dios toda su vida, por el Cristo. El orante se decide también en cuanto al tiempo: realiza una entrega de amor y quiere mantenerla firme hasta el final de su existencia.

l hombre se entrega totalmente, pero lo hace todavía de una forma humana. Ciertamente, valora la grandeza de Dios y quiere darle todo lo que tiene, pero se comporta como un hombre de este mundo, con sus capacidades y sus fuerzas. Es como una novia que, intentando hacerse amable para el novio, le va dando todo lo que tiene: joyas, dotes, virtudes y valores. Le da todo, pero todavía no se pone de manera receptiva entre sus manos. Quiere amar, pero aún no sabe lo más grande: no se deja amar dejando que el otro le transforme con su amor y su mirada.
Agudamente, Teresa de Jesús ha ido marcando las imperfecciones de este amor activo. El alma quiere a Dios; pero en el fondo «le quiere a su manera»; intenta sujetarle a sus razones, formas y medidas. El orante tiene discreción (3M 2, 7), no quiere que el amor de Dios le haga cambiar de modo de pensar y comportarse. El orante tiene su razón en sí (3M 2,1): sirve a Dios, pero lo hace a partir de los dictados de su propio juicio, voluntad y pensamiento.
Jocosamente afirmará Teresa que este tipo de personas tienen mucho seso (3M 2, 8): se sienten seguras de su amor y quieren que Dios se someta a sus conceptos y caprichos. Por eso van cargadas de miserias (3M 2, 9), pues entienden el amor como ejercicio activo, entrega personal, y no han llegado a comprender el gran misterio de la gracia que consiste en dejar que Dios nos ame y nos transforme a su manera.
Este momento del amor activo (2M y 3M) es necesario, pero sigue siendo insuficiente. No basta que el amigo quiera prepararse y luego ofrezca sus dones a la amiga; es necesario que escuche la llamada de la amiga, dejando que ella le ame y cambie su existencia. También el hombre ha de entregarse a Dios en Cristo, ofreciéndole sus bienes y trabajos; pero, al fin, ha de ofrecerle algo más grande, su propia voluntad y su persona, dejando que Dios mismo le transforme por su gracia.
En este plano del amor intenso, pero simplemente activo, puede esconderse el más fuerte egoísmo, como indica 1 Cor 13, 1-3. Quizá elevo las más bellas oraciones, quizá entrego mi cuerpo hasta las llamas, dando todos mis bienes por los otros... Pero en todo estoy buscándome a mí mismo. Es mi propio amor lo que pretendo, es mi oración la que despliego, en un camino de egoísmo espiritual que es peligroso, destructivo.
Estamos en el centro del misterio cristiano, allí donde Pablo nos habla de la ley y de la gracia. Ley es todo lo que yo realizo con mi esfuerzo, como objeto de mi propia opción y resultado de mis obras. De esa forma puedo convertir el amor mismo en ley, buscándome a mí mismo en el momento de la entrega: asegurando así mi propia perfección (seguridad) en una especie de ofrenda que en el fondo es masoquista. Por eso, el verdadero amor sólo se puede cultivar en ámbito de gracia: allí donde supero el propio esfuerzo y vengo a situarme en manos del amor de Dios (y de los hombres). En otras palabras: tengo que dejarme querer, aprender a ser amado. Y con esto hemos entrado ya en la crisis.
Crisis de amor. Sin crisis no hay camino
Este es el momento de la cuarta morada (4M), que nos lleva hasta el lugar de cruce de caminos, allí donde la acción del hombre que se entrega se vincula ya a la acción de Dios que viene y nos transforma. Hasta aquí era primordial la acción del hombre (eso que Juan de la Cruz ha titulado noche activa); ahora destaca el momento de pasión, en el que Dios mismo me cambia con su gracia (esta es ya noche pasiva).
Hasta aquí actuaba más «el natural», es decir, la propia naturaleza humana en búsqueda de Dios. Ahora predomina el aspecto de la gracia: el Dios de Jesucristo sale a nuestro encuentro y nos renueva (purifica, transforma) con la misma luz-calor de su mirada. Hasta ahora parecía que el hombre iba sacando el agua del misterio con su esfuerzo del profundo pozo de la vida; ahora es el agua de Dios la que se expande y brota por sí misma, inundando, recreando nuestra vida (cf. 4M 2, 3-10).
Hasta ahora pretendíamos tener nuestro contento: la misma acción virtuosa, el mismo gesto de la entrega, suscitaba un tipo de satisfacción interior. Así nos complacían nuestra propia bondad, nuestras virtudes. Pues bien, de ahora en adelante sólo nos importa el gusto de Dios: aquel sabor más alto que Dios mismo nos ofrece en su presencia (cf. 4M 1, 4-14). Esto significa que se ha dado un cambio de nivel, como si hubiera cambiado el mismo centro y eje de la vida: girábamos antes en torno a nuestra vida personal, de un modo egoísta. Ahora, en cambio, descubrimosal otros, nos dejamos descubrir por él, de manera queempezamos a vivir«enamorados», poseídos por el amor,
pero de un modo personal, en liberad acompañada.Así ponemos en manos del amor (del amigo) nuestra propia existencia y nos disponemos a caminar con él, dejando ya que ese camino alumbre la verdad de mi existencia.
Este es un camino de muerte. Estar enamorado significa colocarse en manos de otro y ofrecerle la existencia, para compartirla con él. Soy como gusano de seda que edifica con esfuerzo su casita (cf. 2M y 3M), y así muere dentro de ella, para renacer ya convertido en mariposa. Así debo morir en el camino: he de borrar mi propio amor que era egoísta; he de romper las ataduras que me amarran a las cosas de la tierra, en actitud de fuerte penitencia (5M 4, 3-7). Sólo de esa forma puedo colocarme en manos de Dios, para renacer de una manera que yo mismo ni siquiera sospechaba (cf. 5M 4, 6-7).
Camino de Dios, morir de amor para vivir
Se vinculan así enamoramiento y muerte: muero porque estoy enamorado, porque pongo mi existencia en manos de aquel que me ha entregado en el camino su existencia. A través de este ejercicio de pasividad, el alma «queda como boba» para el mundo, permitiendo que Dios mismo imprima en ella su sabiduría (5M 1, 4). El alma queda encandilada ante la luz de Dios, de forma que todas sus potencias (memoria, fantasía, entendimiento) vienen a «engolfarse» y desfallecen, pues el mismo Dios actúa a través de ellas (cf. 5M 1,4-5).
El amor es un encuentro transformante: Dios se adueña de mi ser, de tal manera que ahora estoy en él y vivo ya para los otros (cf. 5M 3, 7). El mismo encuentro con Jesús me ha liberado del antiguo egoísmo de la vida y ahora puedo vivir en transparencia, abierto a los hermanos. Así descubro que Dios se ha apoderado de mi vida, se ha empoderado en mi vida, convirtiéndola en servicio de amor hacia los otros (cf. 5M 3,9-11). De esa forma, aquello que podía parecer pasividad quietista (vivo en Dios, me olvido de los otros) se convierte en principio de una intensa actividad de amor gratuito, dirigido hacia los otros: empiezo a amarles ya con el amor con que Dios ama.
A lo largo de la sexta morada (6M), Teresa va indicando algunos rasgos de este amor, interpretado ya en nivel de desposorio: el hombre y Dios se encuentran vinculados por el Cristo; se han dado una palabra de amor y se preparan para el matrimonio, en una especie de ejercicio radical de aprendizaje. En este plano, el amor es todavía intermitente: Dios «embiste» sólo a veces, en camino que está lleno de sorpresas. Por eso, el hombre pierde entonces su sentido en una especie de salida de sí o arrobamiento: la presencia de Dios que llama al alma la despierta, la suspende, de manera que a veces ya no puede dominarse; por eso pierde pie y parece volar como perdida, «embobada» en lo divino (cf. 6M 2- 5).
Como he indicado ya, este es un camino de amor y de muerte. En el proceso de su encuentro con Dios, el hombre se comporta como un enamorado: muchas veces ya no duerme, se olvida de comer, pierde el sentido. Por eso va como alterado, enajenado, soñando entre las cosas: mira sin ver, actúa como autómata, ignorando a veces lo que hace. Sólo una cosa ocupa su interés: la llamada de Dios y su presencia.
Por eso olvida las restantes cosas y vive solamente atento a la mirada, la voz y la caricia del amado. Quien no sepa ver las cosas, pensará que esa persona está perdida: ha enloquecido y no comprende lo que hace. Pues bien, en contra de eso, Teresa de Jesús nos va mostrando la grandeza y perfección que el hombre alcanza en ese estado: «pierde el seso», olvida su razón y no le importan las antiguas discreciones (cf. 3M); sale fuera de sí mismo y deja que el amor de Dios en Cristo venga a recrearle, en camino de pasividad y de enamoramiento. Esta pasividad es posible porque el hombre ha descubierto a Dios en Cristo. Teresa ha tenido que asentarse bien en ese fundamento: los que dejan a Dios-hombre y buscan el amor en el vacío de un Dios supraterreno, sin carne, sin cuerpo (pura trascendencia, logos puro) se equivocan y se pierden (cf. 6M 7-9). El amor está encarnado, y en la carne de Jesús venimos a encontrarle. De esa forma, este camino de contemplación ha de entenderse como proceso de unión y comunión con Dios por Cristo.
Matrimonio de amor. Contemplar es amar, dejar que nos miren
Esta es la séptima morada (7M), que Teresa de Jesús ha presentado como meta del camino, en matrimonio espiritual (7M 1, 2-6) o pacto en que Jesús se ha vinculado para siempre con los hombres. Pues bien, al llegar a este final, cuando la unión de Dios y el hombre se ha sellado con firmeza para siempre, descubrimos que ese mismo Dios presenta rasgos diferentes o, mejor, complementarios.
Por un lado, Dios se muestra como esposo, como amigo que ha entregado su vida por los hombres. Por eso, la oración contemplativa es una especie de diálogo entre iguales: Dios asume por Cristo nuestra carne (vida humana), para hablarnos así de carne a carne, de humanidad a humanidad, de amigo a amigo. Dios resulta de tal modo trascendente que puede silenciar su trascendencia; renuncia ya al dominio, a la ventaja que le da ser creador y viene a hacerse sencillamente amigo. En este campo de amistad, donde Jesús y el hombre pueden dialogar ya cara a cara, ha situado Teresa el gran misterio del amor contemplativo. Ambos a dos se miran y contemplan, ocupado cada uno de las cosas que al otro le interesan (cf. 7M 2, ls).
La vida es ya amistad, intercambio de amor, de voluntades: Teresa está ocupada ya en las cosas de Dios; Cristo se ocupa de las cosas de Teresa. En este matrimonio ya no existe jerarquía entre los sexos (cf. Gal 3, 28). Dios ha renunciado a su «poder» divino, para hacerse algo que es mucho más valioso: amigo de los hombres. Los hombres renuncian a su propia voluntad impositiva y egoísta (cf. 2M y 3M), para dejarse así cambiar y transformar en el amor de lo divino. La verdad del mundo y de la historia viene a presentarse, de esa forma, como iniciación al matrimonio: aprendemos a vivir en gratuidad de amor, para que el mismo amor de Dios venga a vivir ya con nosotros, en nosotros.
Al llegar aquí, Teresa de Jesús ha destacado otro símbolo de amor. Dios se porta como madre que nos da su propia vida; de sus pechos abundantes recibimos leche, el gran amor de la existencia (7M 2, 7). Esta imagen resulta absolutamente significativa. La tradición bíblica, asumida luego por la iglesia, ha destacado el carácter paternal (paterno) del misterio: Dios se manifiesta como Padre trascendente que nos crea y nos dirige (por su ley) en la existencia.
Pero la misma tradición bíblico-cristiana ha interpretado luego a Dios con símbolos maternos: como seno del que brota y nace toda vida; como amor en que nosotros existimos, encontrando así refugio a todos nuestros males. Lógicamente, Teresa de Jesús ha resaltado el carácter femenino, materno, de ese Dios a quien presenta como «fuente» radical de vida (pecho en que venimos a mamar y alimentarnos).
De esta forma se vinculan, en clave simbólica profunda, las dos líneas del misterio y de la contemplación cristiana. Por una parte, debemos destacar al Dios-esposo: es Dios amigo, distinto de nosotros; por eso nos unimos con él en matrimonio, conservando cada uno su propia independencia, el valor de su persona. Si uno absorbiera al otro, cesaría el amor, acabaría el matrimonio. De esta forma se destaca eso que podríamos llamar la mística de la diferencia. Pero, al mismo tiempo, hallamos al Dios-madre: es como mar del que proviene nuestra vida, y nuestra vida como gota pequeña que otra vez ha de volver al mar inmenso. En esta línea se destaca eso que podríamos llamar la «mística de la identificación», que introduce al hombre en Dios, para ofrecerle allí el descanso, la verdad definitiva.
Hay un tercer símbolo que engloba, en cierto modo, los dos anteriores: Dios aparece como Trinidad, familia, en la que el hombre viene a introducirse, habitando así en el mismo misterio intradivino (cf. 7M 1, 7; 2, 9). Jesús, que aparecía como esposo/amigo, ofrece al hombre su propia familia intradivina, de manera que el orante se introduce dentro de ella como nuevo miembro de «la casa». El mismo Dios que aparecía como «madre sustentante» se presenta así como «lugar de comunión», espacio donde el mismo encuentro intradivino se expansiona hacia los hombres, como indica el texto base de Jn 17, 20-21, que Teresa tiene al fondo de todo este discurso.
Sólo en esta perspectiva se comprende lo que implica contemplar para Teresa. No es perderse en Dios perdiendo así la propia identidad humana. Tampoco es superar la historia de este mundo para introducirse, sin imágenes ni formas ni figuras, en el puro silencio intradivino. En ese aspecto, debemos superar toda visión de un misticismo trascendente (sin historia humana, sin figuras personales) para concentrarnos plenamente en el amor de Jesucristo. Son contemplativos los cristianos que despliegan de manera consecuente la exigencia y gracia del amor a Jesucristo, para traducirla así en urgencia de amor hacia los hombres. Ellos se saben inmersos en el mar de gracia de Dios que les sostiene y alimenta como madre, pudiendo así nacer a la existencia verdadera, en actitud de amor abierta hacia los hombres. Con hondura que resulta todavía nueva y sorprendente, Teresa de Jesús ha interpretado ese camino de amor contemplativo en clave de amor interhumano (7M 4). Así confluyen y se juntan los oficios de María (amor a Dios) y Marta (servicio a los hermanos).
Procediendo de su fuente maternal (Dios como madre de pechos abundantes), el amor contemplativo se traduce en forma de unión matrimonial y solidaridad fraterna. Estos son los modelos que Teresa ha conocido y que presenta al final de su camino: el modelo de amor de los esposos, que ahora son una expresión y sacramento del amor en que se encuentran vinculados los hombres entre sí y el mismo Dios con todos ellos, por medio de Jesús, que es el amigo universal, escatológico; el modelo del amor fraterno, simbolizado ya en el gran misterio trinitario de la familia de Dios que se ha expandido hacia los hombres.
El contemplativo es, según esto, un hombre de comunión interhumana que traduce la hondura de su amor a Dios en clave de amor a los hermanos: hombre que sabe amar y ser amado, traduciendo la aventura de su encuentro religioso en aventura siempre nueva y siempre creadora de amor hacia los hombres. Este amor interhumano viene a interpretarse en clave de servicios (como sabe Mt 25, 31-46 y 7M 4, 5-9); pero se trata de un servicio que no puede cerrarse en las necesidades materiales (agua, pan, vivienda), sino que ha de asumir al hombre entero, con todos sus problemas afectivos, sociales, culturales. En este aspecto, y destacando el carácter circular (inclusivo) del discurso de Teresa de Jesús, debiéramos volver de nuevo a la primera morada (1M). Los hombres se encontraban allí en campo de lucha, enfrentados, divididos por la hacienda, honra y contentos de este mundo. Pues bien, desde el final de ese camino, pudiéramos decir: será contemplativo quien consiga invertir aquel estado, viviendo ya en amor, en servicio a los demás y gozo compartido entre todos los hermanos.
Para seguir leyendo, además de las Moradas
Arintero, Unidad y grados de la vida espiritual según Las Moradas de Santa Teresa. San Esteban, Salamanca 1923.
- Caballero, El camino de la libertad, V. La contemplación. Edicep, Valencia 1979.
- Castro, Cristología teresiana. Ed. Espiritualidad, Madrid 1978
- Herraiz, La oración, historia de amistad. Ed. Espiritualidad, Madrid 1982.
- Johnston, El ciervo vulnerado. El misticismo cristiano hoy. Paulinas, Madrid 1986