Legido /3. La iglesia no es factor de orden y estabilidad, sino una nueva "raza" de hombres

-- Se trata de crear la Iglesia en medio de un campo, que está pasando del sometimiento medieval de los agricultores pobres al nuevo sometimiento industrial de agricultores/obreros...
-- Muchos pobres no quieren evangelio, sino sólo que se eleve su nivel de vida, quieren poder para así triunfar e imponerse sobre otros más pobres… Pero eso que ellos quieren no es evangelio, ni aunque lo piensen y digan algunos en la iglesia...
-- La Iglesia no es factor de orden y estabilidad (sacralizar lo que hay), ni es (simple) fuerza de propulsión socializante (en la línea de algunos partidos políticos), sino nueva creación, camino o comunión con Dios que funda la comunidad fraternal entre los hombres y rompe toda división en el mundo.
-- Hay que fundar nuevamente la Iglesia, como Pablo, en el don y misterio del Padre, que envía a su Hijo Jesús por amor, para reunir en su Espíritu a los hombres, en comunión de vida
-- (La pequeña fraternidad de la Iglesia histórica…) aspira a lo imposible. Su tarea no puede ser sólo la crítica social desde la reserva escatológica, ni la creación de una sociedad sin clases en el reino de la libertad. Está destinada a crear una nueva raza de hombres... que congregue a la humanidad en la familia de la Nueva Humanidad, y que recreen el cosmos en la justicia, la libertad y la paz de la nueva creación.
-- Dios es precisamente divino al negarse a ser Dominador. Es Dios dándolo todo, dándose del todo...
(Éstas son algunas frases y pensamientos que comento en lo que sigue. Verá quien lea la hondura desgarrada y creadora del proyecto de recreación eclesial de Marcelino). Buen día con él, a todos sus amigos, a todos lo que han (hemos) soñado con él en la nueva Iglesia.
Imagen: consumido en Dios, en su fuego interno.
Asentados en la crisis
No sé si fue como acabo de indicar, pero así lo sentí, cuando volví de nuevo a Salamanca, para reintegrarme en la Pontificia (1989), pero sin impartir materias de estricta teología, sino sólo temas filosófico-religiosos, con algunas materias bíblicas. Mis contactos con Marcelino empezaron a ser por entonces mucho más pausados, de menor intensidad. Él seguía siendo quien era. Mantenía en sus ojos la luz de la esperanza, la dignidad de un trabajo realizado (y casi fracasado).
Una parte significativa del clero joven de Salamanca y del conjunto de Castilla y León se sentía vinculado a su movimiento al servicio de una Iglesia rural, encarnada en la vida del pueblo, comunitaria. Sus Ejercicios Espirituales para presbíteros en Villagarcía de Campos fueron quizá la mejor referencia de vida cristiana durante muchos años… pero el proyecto originario de reforma de la Iglesia en el Cubo de Don Sancho parecía fracasado.
Ciertamente, de los Ejercicios de Marcelino nacieron libros y folletos fotocopiados que han circulado generosamente entre el clero (y fuera del clero), como signo de un cristianismo vital, centrado en la experiencia de un Dios Padre que ha querido que los hombres compartan la vida de su Hijo Jesucristo, en el Espíritu, en comunicación intensa de fe y de celebración eucarística, en medio de un campo, que está pasando del sometimiento medieval de los agricultores pobres al nuevo sometimiento industrial de agricultores/obreros, tanto en su tierra como en el suburbio de las grandes ciudades de España o de Europa.
Marcelino había querido anunciar e iniciar el camino del Reino de Dios en el campo de Castilla y León, y su intento abrió un Camino de Luz, como el de Jesús en Galilea (cf. Mt 4, 15-16), pero ese camino parecía vacilante y condenado, ante las exigencias implacables del nuevo Dinero (Mamona), que Jesús había condenado (Mt 6, 24).
A mí misma me han dicho personas salidas del Cubo que el paso de Marcelino por el pueblo fue una desgracia, porque alumbró esperanzas que no pueden cumplirse, porque quiso “educar” a la gente para el pueblo (¡en la escuela que él creó!) cuando lo que había que haber hecho es sacar a los jóvenes del pueblo, llevándoles a la capital provincia (o a las capitales del entorno), para que triunfaran allí, estudiaran buenas carreras y pudieran vivir mejor al modo capitalista, dejando para siempre al pueblo condenado, con unos cuantos “inútiles” bajo el mando de los nuevos dominadores rurales.
Esa crítica muestra la dificultad que ha tenido el admitir un mensaje y camino como el de Marcelino, en pleno siglo XX (y más ya en el XXI).
Así parece sentirlo y decirlo también una parte del clero de Castilla y León, que admira a Marcelino, por su austeridad, su sacrificio, su entrega total, su testimonio de vida…, pero que piensa que, en el fondo, quizá hubiera sido mejor que no hubiera vivido, porque ideales como los suyos son imposibles, porque la Iglesia tiene que aceptar el orden político y económico que existe, sin proponer utopías de comunismo místico y de administración eclesial libertaria, que en el fondo llevan a la desintegración de la misma Iglesia.
Recuerdo que un día le dije a Marcelino que su ideal era imposible, que no se puede luchar contra los poderes reales, que no se puede cambiar la vida concreta de los pueblos pobres con el evangelio. Ciertamente, me respondió, “muchos pobres no quieren evangelio, sino sólo que se eleve su nivel de vida, quieren poder para así triunfar e imponerse sobre otros más pobres… Pero eso, añadió, lo que ellos quieren no es evangelio, ni aunque lo piensen y digan algunos en la iglesia”. El evangelio se expresaba, a su juicio, en un tipo de comunión de trinitaria, abierta desde los más pobres a toda la Iglesia. La salvación de Cristo no viene desde arriba, sino desde los hambrientos y los pobres, los expulsados de todos los sistemas.
Dos amores, los pobres emigrantes y la Iglesia de Pablo
Como he dicho, Marcelino había dejado la enseñanza de Filosofía en la Universidad de Salamanca, para pasar sus mejores años de estudio e inserción (descubrimiento) eclesial en Munich, Alemania (entre el 1967 y el 1972). Allí aprendió la exégesis de los mejores profesores de Alemania, pudiendo compartir su sabiduría con las élites universitarias germanas. Pero, al mismo tiempo, compartió la pobreza y descubrió la opresión de los pobres de muchas naciones, que se habían reunido allí, buscando algo de pan para sus familias. Estas fueron sus dos “tareas” complementarias.
(a) Por una parte, él encontró en Múnich, la iglesia de los pobres, de los trabajadores extranjeros que habían tenido que dejar sus comunidades humanas de origen, para vivir como “siervos del Capital”, en barracones y habitaciones insalubres, a fin de enviar dinero a sus países de origen (para que pudieran comer sus familias), contribuyendo, al mismo tiempo, a la elevación económica del llamado “milagro alemán”. De esa forma descubrió la miseria de un tipo de progreso económico, que arrancaba a los pobres de sus tierras, quitándoles lo mejor que habían tenido (su tradición, sus comunidades), poniéndoles al servicio del sistema, corriendo, al mismo tiempo, el riesgo de ser manejados por los políticos de turno.
(b) Por otra parte, él leyó a San Pablo, como un privilegiado de la cultura, en algunas de las mejores bibliotecas teológicas del mundo, para preparar su tesis en Teología, que no defendió en Múnich (pues no quiso quedar allí como profesor), sino en la Univ. Pontificia de Salamanca, el 20.1.1972, con el título: La Iglesia, familia de Dios en el mundo: un estudio de eclesiología paulina. Era un trabajo en dos tomos, con un total de 1646 páginas. (Hay un ejemplar en UPSA con la sigla UP/VZ/Tesis/192). Marcelino publicó después un “compendio” poco manejable de la tesis (La Iglesia del Señor, 1978), del que me ocuparé, pero no presentó en la UPSA los ejemplares prescritos del “abstract” o de la tesis entera, para la obtención oficial del título de Doctor. Como vengo diciendo, quiso ser cura de pueblo, no profesor de universidad eclesiástica.
Marcelino leyó a San Pablo (y estudió todo lo que se puede estudiar sobre su vida y pensamiento), como ningún otro, que yo sepa (al menos en lengua castellana) lo hizo en ese tiempo y después. De esa forma vivió en dos mundos: el de la emigración del mundo pobre a las nuevas ciudades ricas de Alemania, y el de la vida y proyecto de evangelio de San Pablo, empeñado en fundar la “casa de Dios” sobre la tierra. Esos dos “amores” (los pobres emigrantes y el Jesús de la Iglesia de Pablo) marcaron de un modo indeleble su vida.
No se puede decir cual fue primero o más importantes, pero es claro que el estudio de Pablo fue para él motivo y fuente de conversión por el Reino, de forma que terminado el estudio (y tras haber escrito lo mejor que se ha escrito sobre Pablo), él abandonó su primera finalidad (convertir su estudio en Tesis Doctoral y entrar con ella bajo el brazo en la gran carrera intelectual de la Iglesia)... para llevar el proyecto de Pablo en la vida de una zona pobres de Salamanca y Castilla.
Los que convivieron con él en aquel tiempo (como José Sánchez, obispo de Sigüenza, o Carlos Díaz, profesor de Universidad Complutense…) recuerdan su pasión por el estudio, con días, semanas y meses enteros de biblioteca, leyendo prácticamente todo lo que entonces se escribía y se sabía sobre Pablo, básicamente en Alemán, aunque también en Inglés y Francés.
Pero su estudio, su gran trabajo intelectual, no le sirvió para seguir en la cadena universitaria, para convertirse en un buen profesor de la Universidad de Múnich o de la pontificia de Salamanca, sino que, con esa formación, él optó por ser cura de pueblo y animador (apóstol) de vida cristiana en el Cubo, como él quiso y decidió, de manera que su misma vida vino a presentarse como “profecía” (parábola) del Dios trinitario, que no se encarnó en una Universidad de Iglesia, ni en un gran episcopado, sino en un campesino pobre de la pobre Galilea.
Quiso dejar la enseñanza, pero no quemar sus trabajos de investigación para venir al Cubo, sino que buscó la forma de publicarlos, no para demostrar a los demás lo que sabía, sino para que los demás supieran lo que él había estudiado, como muestran los artículos de investigación que preparó después, de vuelta a Salamanca, para la revista de la Universidad Pontificia: La iglesia entre la comunión y la tentación. Análisis exegético en torno a Ef. 2, 5-7 (Salm 18 [1971] 205-2032); Perspectivas sobre la comprensión paulina de la historia salvífica (1893-1972) (Salm 22 [1975] 5-24); Interpretaciones de la Eclesiología Paulina y su contexto histórico (1830-1965) (Salm 22 [1975] 417-455). Así lo muestra, sobre todo, enorme estudio (La Iglesia del Señor) del que me ocuparé muy pronto.
Esos trabajos muestran lo que fue y significó su estudio de San Pablo, en medio de los pobres del suburbio de Múnich, un estudio que le permitió entender y revivir la teología paulina (su visión trinitaria) desde la perspectiva del apostolado, dentro de eso que pudiéramos presentar como “economía” salvadora de la Trinidad, según la cual el Dios en sí (Trinidad inmanente) se despliega en forma de camino salvador para los hombres (Trinidad económica). En esa línea, él no quiso enseñar sobre la Trinidad, sino ser con su vida un “mensaje trinitario”, traduciendo así el misterio de Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu, en fuente de conversión y comunión en medio del mundo pobre de la vera de Portugal, en Salamanca.
Pablo no escribió un tratado, sino cartas de animación para las iglesias que iba creando. Pablo no enseño en una escuela rabínica de Jerusalén ni de Damasco o de Tarso, sino que quiso traducir la Vida mesiánica de Dios en fuente de vida para los gentiles, en un mundo amenazado por el pecado.
Éste fue el punto de partida y el sentido de la opción de Marcelino, la expresión más alta de su pensamiento, reviviendo el camino y mensaje de Pablo desde los últimos del mundo, para retomar de esa manera el camino de la historia trinitaria, de forma kerigmática y escatológica (a modo de mensaje y de vida, en la “raya” del fin de los tiempos), reviviendo la marcha del anuncio salvador de Cristo, en la nueva situación de un mundo dominado por el Imperio del Dinero, que arroja fuera a los pobres, los utiliza y los compra con puro dinero, para tenerlos de esa forma esclavizados.
Una iglesia de la Trinidad, dos citas básicas
Marcelino venía de una larga experiencia universitaria, centrada en la enseñanza de Platón, en la Universidad Civil de Salamanca. Pero la búsqueda de Jesús le había llevado de Salamanca hasta Múnich, que era por entonces del centro de la nueva cultura teológica que parecía recrearse tras el Vaticano II, en línea de vuelta a los orígenes, queriendo volver básicamente a la Biblia y a la primera experiencia de la Iglesia, para que ella pudiera reformarse de nuevo.
Dominaba por entonces una teología de la “historia de la salvación”, entendida como exigencia de una nueva y más honda historia de la Iglesia, que debía así recrearse desde su origen, en la línea de Pablo, en una perspectiva vinculada con los estudios bíblicos del protestantismo clásico, que debía ser recreado por la Iglesia católica, en un camino humilde de encarnación eclesial. Marcelino quiso situarse así en el centro de la nueva tarea de la Iglesia, que seguía siendo la misma que la tarea de Pablo. En esa línea se entienden las conclusiones de uno de los trabajos ya citados:
“(1) Pablo no presenta en sus cartas una «historia completa» de la salvación. Tan sólo encontramos unos cuantos jalones de la acción escatológica de Dios, en buena parte sin contacto, que remiten a la totalidad del acontecimiento salvador, cuya unidad viene dada en último término por el plan de Dios.
(2) La evolución de la escatología está estrechamente unida con la evolución de la cristología y la eclesiología. Jesús Cristo, el Crucificado y el Resucitado, está visto cada vez más como Señor y Cabeza de La iglesia y del cosmos. Su presencia por el Espíritu se acentúa cada vez más.
(3) Esta evolución tiene lugar en el paso del contexto de la apocalíptica judía al entusiasmo helenístico. Al perderse la espera de la parusía inmediata y tener que afrontar la obra misionera en la ecumene, se acentúa la escatología presente, pero siempre en el horizonte de la escatología futura.
(4) En este cambio de la perspectiva escatológica, cambia también. La implicación de los distintos instantes del tiempo de salvación. Poco a poco se va viendo el presente, como cumplimiento e innovación (anulación) del pasado, y como fundamento y anticipo provisional del futuro” (Perspectivas, 23-24).
Según eso, la misma historia de la salvación, mirada en su raíz, viene a presentarse como revelación de Trinidad, a través de la acción de Dios Padre, realizada en/por Cristo, y presente en la Iglesia por el Espíritu Santo. Ésta es la Trinidad en sí (en el misterio de Dios), pero ella se expresa totalmente en el Dios para nosotros, que es Padre, el Hijo y es Espíritu santo en la “economía” de la historia de la salvación, en la Iglesia, de manera que las tres “personas” (o momentos de manifestación y “ser” de lo divino) son inseparables. Según eso, los cristianos no hemos de ser “estudiosos” de la Trinidad, sino practicantes del misterio trinitarios, introduciendo nueva vida en la Vida del Hijo Jesús, entregado hasta la Cruz por todos, en manos de Dios Padre.
En esa línea, la misma interpretación “trinitaria” de la salvación, es decir, de la identidad cristiana, tomaba para Marcelino un sentido y fondo social, a través de la iglesia, pues la visión del Dios que actúa (Dios trinitario) es inseparable de su presencia en la historia, a través de la encarnación del Hijo, que se proclama y expande en el mundo por medio del Espíritu. Por eso, la misma experiencia trinitaria (tal como la formula Pablo) tiene que traducirse y se traduce en un cambio de la Iglesia.
Así lo pensó Marcelino, sintiendo que Dios no le llamaba a la enseñanza universitaria, dentro de un sistema eclesial que intentaba reproducir su poder sobre los fieles, sino a la vida concreta entre los últimos del mundo. De esa forma interpretó él entonces la acción del Espíritu en la historia. No se trataba pues de conocer la Trinidad en un plano de teoría, sino de expresar el misterio trinitario (es decir, del Padre, en el Hijo, por la comunión del Espíritu) en la vida de la Iglesia, como indican unas veladas e intensas palabras que aparecen también al fin (como conclusión) de otro de los trabajos de síntesis arriba citados:
“Se levantan voces para advertir que, el camino de la Iglesia no es ser factor de orden y de estabilidad (sacralizar lo que hay), ni es (simple) fuerza de propulsión socializante (en la línea de algunos partidos políticos), sino nueva creación, camino o comunión con Dios que funda la comunidad fraternal entre los hombres y rompe toda división en el mundo» a la espera del Señor…” (en contra de toda forma de toma de poder social de la Iglesia, que sería una vuelta a la vieja cristiandad…)…
La conciencia triunfante de estar viviendo una primavera de la iglesia se atestigua de muchas formas. Su prestigio y autoridad como Madre y maestra parece alcanzar a todos los hombres de buena voluntad (Mater et Magistra, 1981; Pacem in terris, 1963), sin embargo Juan XXIII vio la necesidad de ponerse al día en su misión y servicio a los hombres. Cuando convoca el concilio ecuménico, apareció de modo inesperado la conciencia de pueblo caminante, vivida por los militantes más encarnados entre los pobres y (más) tematizados (influidos) por la eclesiología bíblica protestante…” (Interpretaciones, 453-454).
Estas palabras finales son a mi juicio muy importantes en la vida de Marcelino, y ellas enmarcan el principio y alcance no sólo del estudio teórico sobre Pablo (al que quiere entender como han hecho los mejores exegetas protestantes), sino también de su compromiso eclesial católico, queriendo llevar el mensaje y camino de Pablo (la experiencia de Jesús) al campo pobre de Salamanca, dentro de la Iglesia Católica (¡su Iglesia!), como he dicho ya. El pobre campo charro fue su Universidad, el Cubo de don Santo su Cátedra de teología paulina y trinitaria, pues los grandes y sabios no entienden a Dios (no se le entiende en la Universidad), sino los pequeños y pobres, como él solía decir, citando a Mt 11, 25-27.
Se trataba de entender a Pablo, para retomar su movimiento eclesial
M. Legido condensó su largo estudio sobre Pablo en un libro titulado: La Iglesia en el mundo. Un estudio de eclesiología paulina, Univ. Pontificia, Salamanca 1978, una investigación magistral, en el mejor sentido de la palabra, una obra extensa de 634 págs., con 432 de notas (en letra pequeña) y 22 de bibliografía, que recoge más de siglo y medio de investigación paulina (del 1822 al 1972). Ésta es una obra que, en lenguaje coloquial, yo no llamaría “des-aforada”, pues se situaba fuera (por encima) del foro de los estudios convencionales.
Era y sigue siendo una obra “exagerada, excesiva”, donde las notas y comentarios bibliográficos ocupan más de dos tercios del texto, con investigación rigurosísima de los textos y los temas, con ampliaciones o excursos particulares sobre los motivos más conflictivos y, finalmente, con esquemas o compendios histórico-teológicos que resulta imposible resumir en unas páginas. Más que un libro unitario, con un análisis convencional de los temas, comprensible a la primera en los círculos universitarios de la Iglesia de entonces, ésta era y sigue siendo una enciclopedia de la investigación y teología paulina, en el comienzo de la Iglesia, pensada y escrito para los pocos especialistas capaces de moverse con soltura y libertad por su intrincada y durísima (pero muy precisa) arquitectura interna, un programa o proyecto de reforma paulina de la Iglesia.
Por eso fue y sigue siendo una investigación que ha tenido muy pocos lectores críticos, en el verdadero sentido de la palabra y aún menos seguidores, pues el seguimiento implicaba colaborar con Marcelino en la recreación de esa Iglesia. Ciertamente, es una obra admirada y citada por casi todos, pero muy poco leída, y especialmente ignorada por la mayoría, en un país como España (y en una cultura como la de lengua castellana, dada a la facilidad y a la propaganda de los grupos mediáticos intra- y extra-eclesiales).
Marcelino condensó en esta obra el resultado de más de cuatro años de investigación temática, avalada por su conocimiento previo de la cultura griega y por su capacidad de análisis, como pensador totalmente novedoso, en la línea de Pablo, capaz de recrear, desde su fondo judío y desde su contexto helenista el evangelio de Cristo para los nuevos gentiles. Esta visión de Pablo (que recoge y reformula ciento cincuenta años de estudios sobre Pablo) retoma y mejora los estudios básicos de A. Schweitzer sobre la vida de Jesús, desde un fondo temático.
Esa comparación sigue siendo pertinente, pues acabada su investigación sobre la historia de Jesús, A. Schweitzer dejó su cátedra de teología de Estrasburgo y fue como misionero/médico al centro de África, para actualizar la tarea sanadora de su Maestro. De un modo semejante, acabada su investigación sobre Pablo, M. Legido renunció a sus posibles cátedras universitarias, y quiso recrear como el Apóstol la misión del evangelio, fundando y animando las comunidades cristianas pobres de la Castilla profunda, en la raya de Portugal.
Ésta son las tres palabras clave de su estudio: (a) Oikos/Casa: la comunión de la Iglesia, como espacio de vida compartida que se abre, por Dios Padre, a todos los hijos del mundo. (b) Oikodome: la edificación de la Iglesia, por obra de Cristo, el gran “arquitecto”, la piedra rechazada. (c) Oikonomia: La realización de la Iglesia, por obra del Espíritu. Legido interpreta así la Iglesia de Pablo como hogar cálido y abierto, la nueva y definitiva “casa universal” de los hijos de Dios, entendidos como familia fundada en el Padre Dios, reunida por Cristo y unificada en comunión por el Espíritu Santo.
Ciertamente, Legido valora y estudia los otros “signos” de la Iglesia como Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, como Templo del Espíritu Santo y realización escatológica (definitiva) de la Creación. Pero ha dado prioridad al símbolo de la casa que convoca y reúne a todos los hombres, en “familia”, reunida en amor por la Palabra de Cristo y por su Eucaristía. Pues bien, en esa línea, él pensó que su tarea consistía en ayudar a la edificación de ese “hogar” eclesial de Cristo, para todos los hombres, y siguió pensando que su lugar para ello no era una Universidad elitista, sino el campo pobre, de los expulsados y oprimidos.
Fuimos muchos los que quedamos “sorprendidos” por esta obra y por el trasfondo en el que estaba escrita, en el contexto de la “marcha” personal de Marcelino, que había dejado la universidad, para a crear una iglesia trinitaria, con el pueblo pobre del Cubo. Recuerdo, en ese contexto, mis conversaciones sobre esta obra, con Senén Vidal, que llegó poco después, como profesor de Nuevo Testamento, y especialmente de San Pablo en la Universidad Pontificia de Salamanca (en el puesto para el que había sido propuesto Marcelino).
Senén (que venía de investigar en la misma Universidad de Múnich, donde había estudiado unos años antes Marcelino), estudiando además los mismos temas (¡el proyecto cristiano de Pablo!) me dijo que su obra, la de Marcelino era lo mejor que se había escrito sobre el tema en España, el trabajo más minucioso y crítico de todos los posibles, pero que tenía, quizá, tres limitaciones.
(a) Daba la impresión de poner en el mismo plano las cartas de la cautividad (Col, Ef) y las que eran indudablemente auténticas de Pablo.
(b) Imponía sobre el conjunto de Pablo un esquema teológico de fondo, de tipo trinitario, de alcance sistemático, que no era propiamente paulino, sino de alguno de sus discípulos.
(c) No había realizado un análisis crítico de los textos, yendo así de los temas a los textos, y no de los textos a los temas.
A diferencia de Marcelino, Senén defendió en la Universidad Pontificia de Salamanca su tesis sobre Pablo (La Resurrección de Jesús en las Cartas de Pablo. Estudio de las tradiciones, año 1979), publicándola después como libro (BEB 50, Sígueme, Salamanca 1982), siendo ya profesor de la Facultad de Teología de la misma Universidad, pero sólo por cuatro años (1980-1984). Ambos venían de la misma escuela “crítica” y de la misma Universidad de Múnich, teniendo en parte los mismos maestros, y leyendo los mismos libros, siendo así los dos mejores estudiosos hispanos de Pablo, pero con una importante diferencia.
-- Senén Vidal (1941-2016) ha sido un “paulinista” de la “izquierda textual crítica”, alguien que ha diseccionado como cirujano las cartas y los textos, distinguiendo etapa y dividiendo casi cada una de las cartas de Pablo en tres o más cartas anteriores, encontrando después añadiduras y glosas. Ciertamente, él supo ofrecernos una visión coherente de la misión paulina (El proyecto mesiánico de Pablo, Sígueme, Salamanca 2005), pero una visión que en el fondo resultaba muy mesiánica, pero poco teológica. No era un hombre de síntesis “dogmática” en el buen sentido de la palabra. Yo mismo le pedí para la colección de GLNT un comentario sobre Col-Efe, que él me escribió por amistad (Colosenses y Efesios, Verbo Divino, Estella 2013), pero no logré que redactara una síntesis teológico-eclesial de las cartas.
Para entender su obra hay que leer sus dos libros principales: Las Cartas Originales de Pablo (Trotta, Madrid 1996) y Las Cartas Auténticas de Pablo (Mensajero, Bilbao 2012). He sido gran amigo suyo y he colaborado en su obra-homenaje (publicada en Estudio Teológico Agustiniano, Valladolid 2017), y creo que tenía cierta parte de razón en su juicio sobre Marcelino, pero creo que ambos puntos de vista no se oponen, como seguiré indicando. A diferencia de M. Legido, que se hallaba enfermo desde hace varios años, sin poder investigar ya sobre San Pablo, S. Vidal ha muerto de repente (11.4.16).
-- Marcelino Legido (que era seis años mayor que Senén Vidal, ha muerto unos meses más tarde: 23. 7. 16), aunque llevaba, como he dicho, varios años sin investigar ni publicar. A diferencia de Vidal, él ha sido, si se me permite la palabra un “paulinista” de la “izquierda radical”, en línea de recreación eclesial. La palabra “izquierda” es un término totalmente inapropiado), pero que nos permite situarnos ante el tema, aunque quizá podría decirse mejor que él ha sido un protestante bíblico de la iglesia católica. Un protestante en el sentido original de la palabra, como los profetas de Israel que denunciaban con su vida los pecados del pueblo.
Basándose en Pablo, Marcelino ha protestado con su vida, contra un tipo de exégesis ontologista de fondo católico y contra una eclesiología del poder jerárquico, pero no para destruir la Iglesia Católica, sino para fundarla nuevamente en Pablo, en el don y misterio del Padre, que envía a su Hijo Jesús por amor, para reunir en su Espíritu a los hombres, en forma de comunión de vida y de misterio. Por eso ha partido del “misterio”, expresado en los grandes himnos de Colosenses y Efesios que, unidos al de Flp 2, ofrecen la mejor visión personal y eclesial, cósmica y teológica de la revelación de Cristo y de la vida de la iglesia.
Sigo con la comparación anterior. Aunque tuvo que dejar la Universidad Pontificia por motivos “administrativos” de poder (el año 1984), Senén Vidal siguió siendo un “profesor” en el sentido radical de la palabra, un erudito que siguió escribiendo libros y libros de lectura y exégesis bíblica, para seguir edificando la Iglesia desde el pensamiento y la palabra escrita. Por el contrario, Marcelino Legido dejó no sólo la Universidad, sino la palabra de la investigación escrita y de la docencia “de libro”, pues él quiso que su libro compartido fuera la misma comunidad cristiana del Cubo de Don Sancho, para traducir y recrear allí el proyecto misionero (trinitario) de san Pablo.
En la “universidad” del pueblo, Trinidad e Iglesia
Marcelino decidió abandonar no sólo la Universidad sino un tipo de trabajos de investigación técnica, después del “fortissimo” de La Iglesia del Señor (1978). Para cuando recogió y redactó los apuntes y “papeles” de esta obra (con los tres artículos de Salmanticensis ya citados), él se encontraba ya inmerso en plena labor pastoral en El Cubo de Don Sancho, tras haber renunciado a la docencia académica. Eso le impidió redactar de un modo unitario esta obra, introduciendo gran parte de las notas en el texto y logrando así que el conjunto fuera más “legible” para el público en general.
Ciertamente, al cabo de pocos años, impulsado por amigos y lectores, el mismo Marcelino ofreció una redacción más ligera y legible de su obra, para un tipo de público más amplio, con el título Fraternidad en el mundo. Un estudio de Eclesiología Paulina (Sígueme, Salamanca 1982, 434 págs.). Por otra parte, en los tiempos libres, además de traducir libros del alemán, para ganar algún dinero y costear sus gastos (sin cargarlos a la parroquia ni a su función pastoral), Marcelino fue preparando un comentario a la Carta a los Romanos que, por lo que sé, ha dejado sin concluir.
En esa línea, él conservó siempre su agudeza crítica, de buen universitario alemán. En esa línea, conozco bien su “severidad científica” al juzgar algunas obras hispanas sobre Pablo (¡no las de S. Vidal!), a las que él no concedía ningún valor académico ni pastoral. En esa línea, conversé con él alguna vez sobre el comentario de E. Käseman, An die Römer (Tübingen 1980) que él tomaba como el más importante de los últimos decenios, en línea teológico-literaria, especialmente en lo referente al paso (conversión) de la “ira” de Dios en justificación del pecador, por la fe. Pero él no quiso interpretar a Pablo en esa línea académica, como siguió haciendo Senén Vidal tras ser “expulsado” de la Universidad Pontificia de Salamanca. Para él, su interpretación mejor de Pablo era una buena “pastoral paulina” en el Cubo de Don Sancho.
De todas formas, desde un punto de vista crítico, resulta necesario recrear y valorar también esta obra (La Iglesia del Señor) de una forma igualmente académica y universitaria, algo que, como he dicho, todavía no se ha realizado. Si yo siguiera siendo profesor de Universidad pediría a un buen doctorando que escribiera una tesis doctoral sobre este libro, precisando su método y destacando sus aportaciones y sus posibles carencias a los cuarenta años de su publicación (1978-2018).
En ese contexto eso, aun sabiendo que Marcelino no quiso ser investigador de Universidad, para recrear su figura, resulta imprescindible recuperar su legado teológico, sus apunes, sus escritos inéditos, los esquemas de sus conferencias… y “papeles” del Comentario a los Romanos, que él estaba preparando. Aquí no puedo realizar ese trabajo, ni ofrecer una valoración más completa de su libro (La Iglesia del Señor), pero quiero “retomar” de un modo crítico y positivo algunos elementos de su interpretación trinitaria de Pablo, partiendo no sólo de mi lectura de su obra, sino de mis conversaciones con él cuando la estaba preparando:
-- Más que en la justificación por la fe, Marcelino ha puesto en el centro de la teología paulina la revelación trinitaria de Dios, siempre que esa palabra (trinitaria) se tome en sentido extenso, sin proyectar sobre ella el esquema “dogmático” posterior de los concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381), con otras “confesiones” posteriores, como la Atanasiana y la Fides Damasi (he desarrollado el tema en Enquiridion Trinitatis, Salamanca 2005). A su juicio, la Trinidad paulina ha de entenderse en línea de revelación y escatología realizada: El Dios Padre se entrega a sí mismo en plenitud por su Hijo Jesucristo y ratifica esa entrega a través del Espíritu Santo, entendido como vida y comunión de los creyentes, estableciendo así una especie de “clausura” de Dios (no se puede postular un tipo de “cuarta” persona), pues en y con las tres culmina y se cumple la revelación plena del “ser” (=amor) de Dios.
-- M. Legido deja abierto el tema de la relación entre Trinidad Inmanente y Económica. Por un lado confiesa con toda claridad que el Hijo de Dios en el Padre se identifica con el mismo Jesús de la Historia (y el Espíritu Eterno de Dios es el mismo Espíritu Santo en la creación y en la historia de la Iglesia, hasta la culminación cósmica de la misma creación y de la iglesia, como suponen Col y Ef). Pero, al mismo tiempo, Marcelino insiste en la “prioridad” del Hijo Eterno en el seno del Padre. Eso significa que el Hijo pertenece al mismo “ser” del Padre, es decir, a su donación gratuita de amor, lo mismo que el Espíritu, de manera que no es “algo” (Alguien) que surja después, sino que forma parte del despliegue total de lo divino, en el principio de toda creación.
-- En el fondo de esta visión de la Trinidad hay también una prioridad (al menos metodológica) del don sobre el ser, en una línea claramente bíblica que podríamos quizá vincular a la experiencia platónica del bonum diffusivum sui, esto es, del bien/amor que se difunde. Posiblemente, Marcelino se sitúa en la línea de X. Zubiri, El ser sobrenatural: Dios y la deificación en la teología paulina (del año 1939, publicado en Naturaleza, historia, Dios, Ed. Nacional, Madrid 1944), pero no desarrolla filosóficamente el tema, sino que quiere insistir más bien en el principio de la “paternidad” como donación de sí, en línea de experiencia antropológica y teológica. En esa línea puede añadir que el “Bien” platónico se difunde como ser, pero no ama como persona, en contra del Padre de Jesús que ama de un modo personal, no por imposición de su ser, sino por gracia, a través de una “historia trinitaria” que no es un destino impersonal, sino expresión de una voluntad personal de vida.
-- La Trinidad es para Marcelino una experiencia y realidad expresamente cristológica, que está de alguna forma pre-anunciada en las religiones y de un modo especial en el Antiguo Testamento, pero que sólo se puede conocer y experimentar en Cristo. Sólo en el Hijo Jesús se conoce al Padre, en clave de amor mutuo, vinculando así la trascendencia del Padre (en el que todo se funda y consiste) con la historia de Jesús, el Hijo. Que yo sepa, Marcelino no ha tematizado el motivo de esa historia, a pesar de que evoque con frecuencia a O. Cullmann, cuyo pensamiento sitúa al lado del de R. Bultmann, con el que se siente en el fondo más identificado. En esa línea ha de entenderse su visión del “sacrificio”, que no ha de entenderse como algo que el hombre ha de dar a Dios (por obligación o por castigo), sino como el don del mismo Dios que se entrega y da, muriendo en su Hijo Jesús por los hombres.
-- La experiencia cristológica de la Trinidad se asocia de un modo especial con el envío del Hijo, en clave de “Navidad”, pero sabiendo que la encarnación ha de verse, sin duda, en línea de totalidad, vinculado a la vida concreta de Jesús (a su entrega hasta la muerte) y a la confesión pascual, en la que se vinculan, por el Espíritu, en Plenitud el Padre y el Hijo. Marcelino no ha estudiado que yo sepa, con más rigor, el tema del “Jesús histórico”, aunque él conoce y asume plenamente la propuesta neo-bultmanniana de E. Käsemann, con su vuelta a la historia concreta de Jesús, aceptando plenamente los postulados y propuesta de eso que se ha llamado después la “segunda etapa” (quest) de la investigación de Jesús. En esa línea, el Jesús histórico, con su entrega a favor de los pobres y con el don de su vida hasta la muerte, constituye para Marcelino un elemento esencial de la Trinidad inmanente.
-- Por todo esto, según Marcelino, la Trinidad no es un tema de especulación psicológica, lógica u ontológica, ni en la línea de San Agustín y Anselmo, ni en la de Ricardo de San Víctor y Buenaventura, ni en la de Santo Tomás con Hegel o Rahner, sino, al contrario, es un misterio revelado, que se confiesa y celebra, se despliega y realiza en la historia de los hombres. La única “mostración” (no demostración científica) de la Trinidad es la Vida de la Iglesia, y en esa línea se puede añadir que Marcelino quiso edificar la “comunidad el Cubo” como una “célula” (esto es, como un hogar de vida) trinitaria.
De un modo consecuente, a pesar de que él venía de la filosofía (del estudio de Platón), Marcelino ha preferido dejar siempre a un lado la “teología ontológica” de la neo-escolástica, sea de tipo tomista o suareciano, para situar el “misterio de Dios” en un contexto kerigmático (de anuncio) y eclesial (de vida). No le ha importado la “ontología” de Jesús, ni de la Trinidad, pues a su juicio el ser no es “esencia” (algo que existe en y por sí), sino relación de amor, en sentido originario y, al mismo tiempo, histórico, asumiendo y superando, de esa forma, el esquema platónico del pensamiento y de la vida. Sólo en el encuentro personal con Cristo y en la comunión que brota de ese encuentro como Espíritu Santo puede entenderse el sentido de Dios y de la iglesia.
Al llegar aquí debo recordar y recoger el motivo inicial de mi tesis sobre Trinidad y Amor en Ricardo de San Víctor, en la que desarrollaba los tres momentos del amor completo (del amor gozoso) en forma de Paternidad, Filiación y Comunión de ambos, como Espíritu de Vida y de diálogo personal. A pesar de la advertencia de Marcelino, en aquel momento (1965/1966) yo me había atrevido a trazar unas relaciones de tipo “cuasi-ontológico”, identificando el ser con el amor en el siglo XII. Pues bien, ahora debo recoge el impulso y los matices que él me ofreció Marcelino, al decirme que eso “estaba bien”, pero que debía centrarme en el testimonio bíblico, tal como se vive y celebra en la Iglesia.
Eso significaba que la Trinidad no es un “en sí” que pueda “aislarse” en Dios, y su tema no puede plantearse y mucho menos resolverse en línea especulativa, sino sólo en forma de “lectio et actio divina”, esto es, de lectura y de celebración del misterio bíblico en la Iglesia, tal como Marcelino ha hecho en cientos de notas de su Iglesia del Señor. Hubiera sido conveniente estudiar esas notas con más detención, por ejemplo las de pág. 274-5 (nota 61, 62), que vinculan revelación plena de Dios y escatología, y la de pág. 554-5 (nota, 55) donde la nueva familia humana de los recreados en Cristo son familia de Dios, en nueva creación.
Eso significa que lo que podemos llamar Trinidad es algo que sólo se sabe y vive en forma anticipada, en el tiempo de la historia de la salvación, no una realidad “espiritualista”, desvinculada del Crucificado histórico y del Señor escatológico que viene (cf. nota 2, pág 569-571). Por eso, el Espíritu que vincula a los creyentes en la “casa del Padre” no es un pneuma místico más allá del tiempo, sino un acontecimiento y una comunión histórica fundada en el Hijo crucificado (cf. nota 29, pag. 595). Entendida así, la Trinidad es la “obra de Dios” o, mejor dicho, Dios mismo como vida de los hombres, como dicen las páginas finales del texto principal del libro (no de sus notas), cuando dice
(La pequeña fraternidad de la Iglesia histórica…) aspira a lo imposible. Su tarea no puede ser sólo la crítica social desde la reserva escatológica, ni la creación de una sociedad sin clases en el reino de la libertad. Está destinada a crear una nueva raza de hombres nacidos del Padre, hijos, y hermanos de su Hijo, el Señor, en la comunión del Espíritu Santo, que congregue a la humanidad en la familia de la Nueva Humanidad, y que recreen el cosmos en la justicia, la libertad y la paz de la nueva creación. Pero eso es imposible para la obra humana… (pág. 197).
Éste y otros muchos textos del libro, con toda su obra, exigirían un análisis trinitario mucho más profundo, algo que bien merecería una tesis doctoral, como he dicho. Debo recordar así que Marcelino ha sido un pensador “liminar”, alguien que nos ha puesto en el límite, para allí recrear el evangelio, al modo de Pablo, y obrar en consecuencia, creando la Iglesia en forma trinitaria, desde la misma vida de los pobres y excluidos de la tierra, pero en apertura a todos. Él ha sido muy sobrio en ese plano, como buen filólogo (¡eso era él, más que teólogo!), pero en su gran obra ha dejado páginas densas de “notas trinitarias” que bien merecen un estudio posterior.
Misericordia entrañable. Cristianismo como don personal y como liturgia.
Quiero terminar las reflexiones anteriores con un recuerdo al más entrañable de los libros de Marcelino: Misericordia entrañable. Historia de la salvación anunciada a los pobres (Sígueme, Salamanca 1987), con edición condensada del texto, a gran formato y con viñetas de R. Martín y E. Arranz (El evangelio de los pobres, Sígueme, Salamanca 1987, “pirateada” por el Movimiento Cultural Cristiano). Cf. también Luz de los Pueblos (Sígueme, Salamanca 1993)… y otras obras de Marcelino que se han “publicado” y multiplicado a partir de sus conferencias y, en especial, de los ejercicios espirituales que iba dirigiendo año tras año a los presbíteros de Castilla y León en Villagarcía de Campo, lugar donde una vez tuve también el honor de acompañarle.
Pero aquí mi limito a la obra antes ciada (Misericordia entrañable) que es, a mi juicio, permítase la redundancia, la más entrañable de las obras de Marcelino y de su grupo, de los amigos y amigas que se fueron reuniendo en su entorno, en su pueblo (Cubo de don Sancho) y en los pueblos de alrededor (entre ellos Peralejo de Abajo), donde fui más de una vez a visitarles, formando una especie de comunidad de “narradores” y celebrantes de la gran “historia del Reino”, que es la vida de Jesús y su mensaje. Así entendió Marcelino su teología, no como un discurso académico, sino como una parábola del Padre y de su Hijo Mayor, que en amor total se vinculan y reúnen, día tras día, abriendo así un espacio/mesa de amor igualmente total para los restantes hermanos, en el Espíritu Común, que es el Espíritu santo (cf. págs. 35-35).
El mismo Marcelino del texto antes seco, esquemático y duro, prácticamente ilegible de las notas de La Iglesia del Señor, se transforma así en un Jesús/Marcelino poeta y profeta, como el mismo Jesús de Nazaret que hablaba y cantaba en parábolas y en himnos de inmensa hermosura, que sus discípulos iban aprendiendo y compartiendo. De esa nueva forma vino expresarse en este libro (y en sus celebraciones litúrgicas, aunque de otra forma, el mismo Marcelino anterior, filólogo y filósofo, teólogo y exegeta de Pablo, en palabras de inmensa hermosura que evocan la belleza del amor en la naturaleza y en la comunidad de los creyentes, que celebran la Vida de Jesús y anticipan su venida gloriosa.
Sería necesario leer y celebrar página a página este libro, como recuerdan muchos de sus antiguos “feligreses” (compañeros) del Cubo de Don Sancho, y otros que venían a pasar meses o años a su lado, para compartir sus experiencias, que siguen de esa forma vivas en parroquias y comunidades de Castilla y del conjunto de los pueblos de España. No pudiendo hacerlo de un modo detallado me contento con evocar aquí algunos rasgos más significativos de este libro y de la última etapa teológica y pastoral de Marcelino, antes de que la enfermedad fuera cuarteando su salud, antes de que le vencieran y consumaran (le plenificaran en amor) los últimos años de su vida:
-- Marcelino traduce la teología y experiencia trinitaria de Pablo en una historia de la salvación, centrada en Cristo. Lo que en el otro libro (La Iglesia del Señor) era análisis exegético, resultado de un intenso trabajo sobre Pablo, se convierte ahora en una visión teológica de aliento profundo, en una historia de la salvación de estructura y fondo trinitario. Todo parte del amor del Padre, que se entrega a sí mismo, dando su vida entera al Hijo Mayor, Jesús, y por/con Jesús a todos los hombres.
Eso significa que Dios es precisamente divino al negarse a ser Dominador. Es Dios dándolo todo, dándose del todo, de manera que sólo existe en sí existiendo y siendo fuera de sí mismo, a lo largo de una historia que comienza en el Génesis (engendramiento) y se centra en el envío/vida/ pascua del Hijo Cristo, culminando en la resurrección final, es decir, en la de revelación completa del Espíritu Santo, de manera que nuestra historia sea la historia de Dios, y la de Dios la nuestra.
-- Desde ese fondo cobran un sentido nuevo algunas de las expresiones y experiencias fundamentales de la teología, como son entrega, víctima y alianza, con sacrificio y ofrenda, con vida y con muerte. Frente al esquema “vindicativo” de cierta teología que supone que Dios necesita que “le reparen” por el daño del pecado, Marcelino presenta a Dios como el gran “reparador”, aquel que ama desde sí mismo y libera por su gracia a los pecadores, transformando la posible ira (venganza) en reconciliación y justificación.
Dios no necesita víctimas, sino todo lo contrario: Él mismo se hace víctima de amor, a favor de los hombres, revelándose así en la muerte, al dar la vida por los otros, pasando de esa forma de la justicia legal a la justificación gratuita y creadora de vida (como muestra de forma radical el principio de la Carta a los Romanos, que forma el punto de partida y centro de la teología trinitaria de Marcelino).
-- Según eso, el tema de la Trinidad no es algo que se añade al proceso de la vida de Cristo y de los hombres, sino que es el sentido y verdad del proceso de la vida, sin necesidad de ser nombrada expresamente, pues no es palabra bíblica. La Biblia y la primera liturgia cristiana no dice “Trinidad”, sino que habla del Padre, del Hijo y del Espíritu.
Por eso no es bueno insistir en un tipo de Trinidad dogmática, escribiendo un tratado De Trinitate, de tipo abstracto (y teológico), separado de la historia de la salvación, sino que debemos hablar del Padre y del Hijo en el Espíritu, es decir, de la familia de los hijos de Dios que se reúnen para celebrar la vida y para compartir el amor que es Dios, en forma personal y social, económica y religiosa. La Trinidad no es algo separado, sino la misma hondura divina de la vida cristiana, el “canto firme” de la revelación de Dios.
-- Marcelino sigue situando la Trinidad en un contexto de liberación integral, en una línea que está cerca de la justicia social, pero que debe distinguirse de la política entendida como estrategia de toma de poder. El cristianismo no puede asumir ningún tipo poder sobre los otros, y si lo hace se destruye a sí mismo. Frente a una Iglesia poderosa que domina y dirige el orden social, Marcelino sigue buscando y promoviendo una iglesia que se encarna en los pobres del mundo, para caminar con ellos en fraternidad, optando siempre por la justicia, pero en gratuidad.
Eso significa que el Reino de Dios (la revelación plena del Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu) no viene a través de las “obras” de los hombres (por un tipo de poder religioso), sino como don de Dios, en plena gratuidad. En ese sentido, Marcelina ha sido en toda su vida y en su obra un testigo de la gratuidad (de la justificación por la fe), de forma que su persona y su teología ha sido una “parábola del Dios”, que es divino y salvador en la historia de los hombres.
Y con esto, sin más comentario ni conclusión, puedo terminar este trabajo sobre la vida y obra de Marcelino Legido, al que he querido presentar como parábola (trinitaria y eclesial) del Dios cristiano. En el final de este camino, Marcelino ha pasado del lenguaje exegético (de crítica bíblica) al lenguaje hímnico, de tonos hondamente poéticos, como si la poesía fuera (y es) un lenguaje de autenticidad y libertad, en la línea de los himnos del Apocalipsis y de su culminación, con la llegada del cielo nuevo y de la nueva tierra (Ap 21-22).
Con ese lenguaje quisiera cantar yo también al Dios de la vida, dándole gracias por haber conocido a Marcelino, compartiendo con él algunos de los momentos más intensos de mi vida cristiana.