Pentecostés. El Espíritu Santo, terapia de Jesús

Si expulso a los demonios con el Espíritu de Dios, el Reino de Dios ha llegado a vosotros

Aarón Ben Yusef | La Creación careció de un exorcista

Ya no creemos en demonios… pero es evidente que hay un tipo de humanidad que se encuentra endemoniada. No creemos en posesiones, ni en exorcismos de folklore y película, pero millones de personas se encuentra poseída por lo demoníaco, en el sentido bíblico del término.

En ese contexto  la Iglesia recuerda y celebra por Pentecostés la terapia de Jesús a favor de los posesos, en contra los poderes demoníacos que les impiden vivir y amar en libertad. En ese sentido se puede hablar de Jesús psicoterapeuta. Se le ha llamado rey y emperador, malo será que no se le pueda llamar psicoterapeuta, como S. Freud,  judío como él, amigo de abrir horizontes de libertad para los hombres.

Los demonios. Tres formas de entender su sentido

Los demonios (del griego daimon, en diminutivo daimonion) constituyen uno de los elementos más constantes de la religiosidad antigua. Se supone que por encima de ellos puede haber un Dios fundante, Padre de los dioses y principio de la vida de este mundo. O también puede pensarse que hay un tipo de divinidad abarcadora, que se identifica con el ritmo de equilibrio y movimiento del conjunto de este cosmos.

Pero al lado de ese Dios-divinidad suele extenderse un mundo de poderes sobrehumanos, de númenes, de dioses o de espíritus, que influyen en la vida de los hombres de una forma benéfica o perversa. Este es el campo en que se mueven los «daimones». Se trata de poderes que actúan y se expresan en los planos más diversos de la realidad, entre las fuerzas de este cosmos: en la fuente, el árbol o la piedra, el bosque o la montaña sagrada. Pero se desvelan especialmente en los hombres: en su excitación poética o su enfermedad, en su poder o su impotencia y, sobre todo, en la injusticia, en la opresión humana, en la incapacidad de amar.   

‒ Lo demoníaco es la incapacidad de amar, la perversión afectiva. El tema está representado simbólicamente desde antiguo por la unión de los hijos de Dios (espíritus divinos) con las hijas de los hombres (Gn 6, 14).  Amplifica y elabora extensamente ese motivo el autor de 1 Henoc 6-36, refiriéndose a 200 «vigilantes» (espíritus que observan noche y día sin cansarse) que descienden a la tierra, violan con poder lascivo a las hijas de los hombres y engendran a los gigantes primitivos. De la carne corrompida de estos monstruos han surgido los demonios, que pervierten a los hombres de la tierra. El demonio es la perversión sexual o, mejor dicho, afectiva: El sexo entendido como “poder de posesión” (de violación de los demás, en especial de los niños y de las mujeres, de los más débiles.

‒ Lo demoníaco es el orgullo, el deseo de tenerlo todo.  Demonios son aquellos que quieren convertirse en “dioses”, con poder o autoridad para dominar sobre los débiles, los menores. Así lo presenta de forma simbólica 2 Henoc 29, 4-5 diciendo que Satán (Satan‒el), quiso hacerse Dios, pero un Dios dominador, alguien que se cree dueño de todos los bienes, de la vida de los demás.

‒ El demonio es finalmente la opresión antihumana. En esa línea se dice en numerosos textos antiguos que Dios hizo a los ángeles (y a los hombres) con la obligación de servirse mutuamente, de amarse y ayudarse unos a otros, no imponerse unos sobre otros. En esa línea, Dios hizo a Adán según su imagen y ordenó a los ángeles que le sirvieron (le custodiaran, le ayudaran). Pero Satán, al que se llama el adversario (Vita Adam et Evae 17, 1), unido a grupo de sus ángeles se opuso al cumplimiento de esa orden, exigiendo que los hombres le sirvieran y adoraran. Demonio es aquel que quiere que los demás le sirvan. 

 Intermedio erudito

  1. Satán tiene muchos nombres. La Biblia griega y el lenguaje popular le aplica el nombre de Diablo (diábolos, el detractor), que equivale de algún modo al de Satán (el tentador), el soberano de los espíritus perversos que en el NT aparece a veces como príncipe del mundo (de este mundo) (Jn 12, 31; 16, 11; 14, 30). 1 Henoc le llama Semyaza y Azazel, las luminarias que han caído de lo alto pervirtiendo todo el mundo (1 En 6-13). Según el libro de los Jubileos (10-11) el jefe de los malos espíritus recibe el nombre de Mastema, que parece significar lo mismo que Satán y su función consiste en pervertir, en acusar y en castigar a los humanos. El Testamento de los XII Pat. (cf. TestBen 3) le llama Belial (el que pervierte), el principio del mal y del engaño, hacienda que los hombres se dividan entre los que obedecen a Dios y los que siguen el engaño de Belial o la Tiniebla.
  2. Los demonios son poderes vinculados a Satán y sometidos a él. Desde la perspectiva de los grandes imperios del entorno (desde Asiria a Roma), la Biblia tiende a considerar al Diablo como rey o emperador, al frente de un gran ejército de espíritus perversos. Sin llegar al dualismo estricto de los persas, los judíos del entorno de Jesús tienden a concebir el imperio de Satán como una especie de “doble” del reino de los cielos. Existe en ambos casos un príncipe supremo (Dios, Satán); hay una corte de siervos y enviados que ejercen las funciones de su amor (los ángeles de Dios, los demonios del Diablo. La vida actual es un tiempo de lucha entre esos dos imperios, una guerra a muerte, que terminará con la victoria de Dios contra Satán, por medio de Cristo, mesías de Dios. Éste es el guion de la gran guerra final del libro del Apocalipsis, que es el libro final de la Biblia Cristiana.

Jesús no ha querido expulsar y destruir a los endemoniados, sino acogerlos, curarlos, elevarlos. Según eso, en primer lugar, su tarea consiste en aceptar lo “satánico” en nuestra propia vida personal y, sobre todo, en la vida de los otros para transformarlo por dentro, integrándolo en el amor de Dios. Se trata de aceptar la enfermedad, la sombra, la violencia interna, para transformarla. Jesús no quiere destruir a los endemoniados, sino curarlos, reconciliarlos, en una línea de vinculación de opuestos, en un camino en el que (al fin, en el fondo) todos los hombres y mujeres pueden y deben recrearse (reconducirse a la Vida del Dios, Todo en Todos…). Dios no se identifica con la expulsión y destrucción de los contrarios, sino con la salvación de unos y a otros, de justos y pecadores, pues el juicio final no se entiende como condena, sino como salvación (cf. 1 Cor 15, 28, con reinterpretación de Mt 25, 31‒46).

Exorcismos de Jesús, un psicodrama intenso y peligroso

Sigmund Freud - Wikipedia, la enciclopedia libre

Imagen. S. Freud, psicoterapeuta judío  

En tiempo de Jesús, el judaísmo estaba poblado de demonios y exorcismos. Los mismos paganos consideraban a los judíos como sabios en el arte de la magia, en el dominio de los nombres y las técnicas propicias que ahuyentaban las fuerzas de lo malo. En ese mundo, lleno de la sombra de Satán el tentador, el enemigo, en ese mundo cuajado de demonios y exorcismos, vino a presentarse Jesús como exorcista, acogiendo en su grupo a personas que, conforme a la mentalidad del entorno, estaban poseídas peligrosamente por “demonios”: enfermos mentales, maniáticos, lunáticos de diverso tipo, locos… Jesús les acogió y despertó en ellos un deseo y poder más alto de vida, en sensatez, en concordia, en autonomía, como he mostrado en Comentario de Marcos, Verbo Divino, Estella 2013, enfatizando los siguientes elementos:

‒ En general, los diversos textos destacan el carácter peligroso del “espíritu” o demonio que domina a los posesos…, causando en ellos enfermedades de diverso tipo, tanto físico como mental y, especialmente, social. Los posesos son personas que, en general, han tenido que romper con el “sistema” social, de forma que tienen que vivir en el margen o fuera del mundo en que habitan los sanos. Esos posesos suelen tener una clarividencia especial para conocer y expresar el mal del conjunto de la sociedad, con la novedad de Jesús, como alguien que va en contra de ese esquema social, que lo rompe (supera) por dentro.

‒ Hay endemoniados, es decir, posesos, que se oponen a Jesús, que no quieren admitirle, generando fuertes resistencias, pues han “pactado” con el sistema, han “introyectado” su enfermedad y se sienten más seguros dentro de ella. Ellos son signo de un demonio que quiere seguir siendo demonio, de un enfermo que se aprovecha y saca partido personal o social de su enfermedad… En ese contexto se sitúa gran parte de la actividad de Jesús que tiene que empezar superando la pasividad de los enfermos y posesos, despertando en ellos el deseo de curación, una vida libre de dobles vínculos masoquistas, de pactos de mutua defensa (o ayuda) del enfermo con su enfermedad.

Exorcismo - Wikipedia, la enciclopedia libre

‒ La curación se expresa y realiza a través de la palabra, es decir, de la comunicación de Jesús y de la la receptividad y decisión del enfermo que “quiere” curarse. Es evidente que en todo esto se expresan y ponen en marcha resortes de tipo consciente e inconsciente, personal y social (comunitario) al servicio de la “vida”. Es aquí donde Jesús descubre el gran mal de una humanidad per‒vertida, que vive de esclavizar a otros y de asumir el propio esclavizamiento como una fatalidad imposible de superar. Las curaciones se expresan y realizan en forma de “psico‒drama”, desde la perspectiva social y simbólica del judaísmo de aquel tiempo. Conforme a los relatos de los evangelios, Jesús supo penetrar en la vida de muchas personas oprimidas por fuera y auto‒marginadas por dentro, suscitando en ellas y en su entorno un movimiento de “revitalización”.  

           En un sentido, Jesús aparece como un chamán superior, un maestro terapeuta, en comunión con el Espíritu Universal de Vida, que es el Dios Padre‒Madre (Abba‒Imma) de la libertad, al servicio del pleno desarrollo de hombres y mujeres. Por eso, es normal que algunos, que creen en el “dios” particular de su grupo, templo o nación (¡especialmente desde un judaísmo codificado en rituales de templo leyes de libro!) le ataquen y acusen, diciendo que no viene de parte de Dios, sino que es emisario (servidor y mensajero) de Satán el diablo.

El riesgo de la terapia de Jesús, le acusan de ser un poseso (Mc 3, 22)

Los escribas acusan a Jesús diciendo: «tiene a Beelcebul»; «expulsa a los demonios con el poder del Príncipe de los demonios» (Mc 3, 22). Estrictamente hablando, se trata de dos acusaciones. La primera (tiene a Belcebú) significa que se encuentra poseído por la fuerza de un espíritu perverso, llamado Belcebú, como se dirá al final (Mc 3, 30). La segunda acusación sostiene que, para realizar los exorcismos, Jesús utiliza un poder que le concede el príncipe de los demonios.

(FB Jesús en Terapia)

Este Beelzebul (Belzebú), a quien los acusadores de Jesús identifican con el Diablo había sido primero el Dios de la “casa”, es decir, de la morada (ciudad) filistea de Ekron (2 Re 1, 2 ss), dios “nacional” y protector de sus habitantes. Pues bien, a través de un proceso que puede explicarse de un modo social y filológico, los judíos (vecinos y enemigos de los filisteos de Ekron) han convertido a ese antiguo Dios, «señor de la morada» celeste (de la ciudad sagrada), en «señor de la basura» o de las moscas, un Dios falso, viniendo a convertirse al fin en expresión del Diablo.

Pues bien, algunos escribas de la ley nacional judía acusan a Jesús ad hominem, diciendo que él mismo es el endemoniado, el ministro y servidor de Beelzebul (y en el fondo de Mammón).

 Ciertamente, ellos saben (reconocen) que Jesús ayuda en un sentido a los posesos, pero añaden que, al hacerlo, les engaña (les aparta del verdadero Dios israelita), ocasionando así un mal inmenso, mucho mayor, pues destruye las tradiciones religiosas de Israel y “libera” a los demonios (y a los endemoniados), agentes de Satán, adversario de Dios y de los hombres. El buen judaísmo sabe que Satán puede asumir forma de ángel de luz para realizar mejor su engaño (cf. 2 Cor 11, 14). Así sucedería en el caso de Jesús. En un sentido, su palabra tiene poder libertador: Promueve o ayuda a unos pobres hombres. Pero al hacerlo, con apariencia de bien, es causante de un mal superior: Pervierte la estructura sagrada del pueblo israelita, el orden secular divino del templo y de las leyes nacionales, dejando que los poderes demoniacos se apoderen del pueblo.

 De esa manera, la pequeña derrota del Diablo a manos de Jesús se compensa con una victoria mucho mayor de ese Diablo, pues sus espíritus peores se adueñan de los hombres que escuchan a Jesús y admiran sus milagros. Satán es un gran rey; y todo rey fuerte y astuto puede permitirse el lujo de perder una batalla diminuta en el intento de ganar toda la guerra. ¿Qué le importa a Satán la pérdida de unos pocos demonios, si con ella asegura su intento primordial: destruye la ley de los judíos y convierte a todo el mundo en siervo suyo?

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Esta posibilidad ofrece una explicación satánica de la obra de Jesús y resulta muy coherente desde la perspectiva de un poder social, como el del templo de Jerusalén. A los que atacan a Jesús de esa manera (diciendo que es un ministro de Satán) no se les puede tachar sencillamente de blasfemia, ni siquiera de doblez. Ellos pueden ser sinceros, y seguramente lo son, desde su perspectiva, pero lo son partiendo de un tipo de ley, que a su juicio resulta necesaria para garantizar el orden social de la población, pensando que es mejor “dominar” (someter) a unos posesos que dejar a Satán adueñarse del pueblo entero.

Significativamente, desde esa perspectiva, grandes teólogos judíos, admiradores del Cristianismo (como J. Klausner y J. Neusner) afirman que el judaísmo de la ley nacional tuvo que rechazar la propuesta de Jesús, pues con ella resultaba imposible organizar y mantener un sistema de ley nacional (y en el fondo una nación como la judía). El sentido de fondo de esta interpretación satánica de Jesús ha preocupado a la tradición cristiana, como muestra el relato de las tentaciones (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13), donde se compara y contrapone un poder económico, social y religioso de Satán y la “libertad” que ofrece Jesús, dejando a los hombres en manos de una libertad que para muchos (como los escribas que le critican) es mucho peor que el sometimiento anterior[1].

El problema está en la “viabilidad” de un proyecto como el de Jesús, que pone en la base de su movimiento una ampliación “peligrosa” de la conciencia y de la libertad de los pobres, endemoniados y excluidos. Los que critican a Jesús son partidarios de una “dictadura ilustrada”, propia de una religión que domina las conciencias personales y la vida social de los hombres. Jesús, en cambio, opta por ofrecer libertad a enfermos, excluidos sociales y endemoniados. Éste era un problema clave que seguían planteando unos decenios más tarde (del 70 al 90 d.C.) las comunidades cristianas que están en el fondo de los evangelio de Marcos y de Jesús, donde los adversarios de Jesús su acusan de tener un demonio, por dejar en libertad a los posesos (cf. Jn 7, 20; 8, 48.52; 10, 20)[2].   

Jesús no fue un soñador idealista, ni un maestro de yoga interior, sino un profeta de alma y cuerpo, en línea israelita, un terapeuta personalista, un promotor de libertad. El problema está en la forma de entender la “posesión” diabólica y la libertad del hombre, dentro de un orden social que, por otra parte, tiene muchísimos valores. Jesús insistió en la libertad personal, vinculada a la necesidad de crear nuevas estructuras sociales. Por el contrario, los nacionalistas judíos entendían la liberación como proceso de expansión y triunfo del propio pueblo israelita: por eso todo lo que ponía en riesgo la unidad y fuerza Israel terminaba siendo peligroso. Desde esa perspectiva ellos  acusan a Jesús de «idolatría» (o de traición) porque, con nombre de bien, pone en riesgo la unidad y la firmeza estructural del pueblo.

Para esos acusadores la finalidad de la religión se identifica con el mantenimiento de la seguridad social del pueblo, que tiene más valor que los pequeños intereses de los pobres (los posesos, marginados del sistema). Frente a ellos se sitúa Jesús que ha puesto al pobre, al expulsado y al poseso, en el centro de su perspectiva religiosa: más que el bien del pueblo triunfante le importa la salud y bienestar, la libertad y vida de aquellos a quienes han expulsado del sistema, los posesos y los locos. El problema está en si desde ellos, con una intensa revolución cultural (con una terapia socio‒religiosa) puede transformarse el orden social[3] .

Ha llegado a vosotros el Reino de Dios (Mt 12, 28)

 Como he puesto de relieve, los escribas adversarios interpretan los milagros (exorcismos) de Jesús diciendo: «Éste expulsa a los demonios con la fuerza de Beelzebul, el príncipe de los demonios» (Lc 11, 15 y par.). Pero Jesús responde interpelando a los oyentes e invitándoles a pensar y decidirse, con un estilo de proposición indirecta:

 Si expulso a los demonios con la fuerza del Espíritu (del Dedo) de Dios

es que el reino de Dios ha llegado a vosotros (Mt 12, 28 y Lc 11, 20).  

             Estas palabras nos sitúan ante la acción mesiánica de Jesús, (psico‒)terapeuta del Reino: Por encima de la problemática socio‒política del imperio romano, sobre el templo y ley del judaísmo, él ofrece a los hombres y mujeres de su entorno (en Galilea) una experiencia superior de Dios, es decir, del “espíritu/dedo creador”, que se muestra ante todo en forma de enriquecimiento personal, de nueva conciencia de la vida. Jesús no ofrece cosas o bienes externos; no trae dinero, ni independencia política, ni ventajas sociales. Trae y ofrece una más alta “conciencia de Dios”, el recuerdo del origen divino de la vida, la conciencia de su acción, entendida en forma de terapia personal, de conocimiento, de libertad, de gratuidad, en apertura a los demás.

Ésta es la terapia de Jesús, un hombre discutido, problemático, moviéndose en un campo de disputa, no para vencer a otros o para someterles, sino para abrir un espacio y camino de libertad para todos, incluso (sobre todo) para excluidos, enfermos y posesos,, dominados por la fuerza del mal, de los diversos demonios de este mundo (la incapacidad de ser personas, el miedo, la locura). La obra liberadora de Jesús se interpreta en función de Dios. Por medio de ella actúa el dedo (Espíritu) divino. Eso indica que Jesús viene de Dios y actualiza su presencia en el mundo (en función del reino).

En esa perspectiva, el evangelio de Lucas recoge otra experiencia intensa de Jesús, cuando abre su corazón y exclama: «He visto a Satanás cayendo desde el cielo como un astro» (Lc 10, 18). Cae Satanás, que es el símbolo del mal absolutizado, para que los “posesos” puedan vivir, para que puedan ser reconciliados.

Ésta es la terapia de Jesús, éste es su psico‒drama: Quiere que los hombres  y mujeres descubran lo que son y lo acepten, se acepten a sí mismos como “amados”, dejándose curar, para ser, para vivir en libertad de amor, para no dejarse dominar por poderes externos (vitales o sociales), para compartir en solidaridad la vida con todos los seres humanos. Éste es el sentido de Pentecostés, una terapia de libertad.

NOTAS

[1] Cf.  J. Klausner, Jesús de Nazaret, Paidós, Buenos Aires 1971, 377-397; K. Neusner, Un rabino habla con Jesús, Encuentro, Madrid 2008.

[2] He puesto de relieve la problemática de fondo de estas acusaciones de los “escribas”, con la respuesta de Jesús, en Historia de Jesús, Verbo Divino, Estella 2015. No hará falta decir que una parte de la iglesia posterior parece situarse más cerca de los escribas criticadores que del Jesús que libera a los endemoniados. 

[3] De esta forma, por encima de posibles retóricas de tipo religioso, llegamos a la misma raíz del evangelio, hasta el espacio donde viene a definirse el sentido del Espíritu Santo. Para aquellos que atacan a Jesús el Espíritu de Dios se identifica con el triunfo del sistema israelita, pues Dios se manifiesta como garantía de la seguridad nacional, principio y ley del sistema. Por el contrario, Jesús insiste en la libertad de posesos y excluidos por encima de la seguridad nacional; en este contexto se plantea el tema del Espíritu Santo.  

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