Resurrección, mutación divina de la vida humana

Todo tenía que haber terminado. Los hombres han matado a Jesús, mensajero de la vida de Dios, hombre de amor sobre la muerte.  Humanamente todo tenía que haber terminado, muertos todos, por no aceptar la vida de amor de Jesús. Pero el amor de Dios en Jesús ha triunfado de la muerto. Y así confesamos que ha resucitado y que nosotros resucitamos con él. 

Icono de la Resurrección | Monasterio Abba Padre

Tras haber recorrido como vencedores triunfales la travesía constantiniana (con esquemas platónicos y sistemas imperiales y/o feudales), para ser fieles al evangelio y retomar el principio de Jesús, los cristianos deben volver a su tumba Jesús, subiendo como Ezequiel al Carro de Dios que les lleva al exilio (fuera de los campos de poder, al valle de los huesos muertos), para ser testigos del Dios de la gracia, presente en los pobres y exilados (cf. Mc 16, 1-8; Mt 28, 16-20).

Resulta conveniente (inevitable) que caiga o se abandone un templo de violencia sagrada (imposición legal), no para elevar en su lugar otro (que todo cambie para seguir siendo lo mismo), sino para transformar la vida, en comunicación transpersonal, humanidad resucitada. Las dificultades actuales no se solucionan con unos pequeños cambios de estructura, sino que los cristianos abandonar (transcender) la estructura sacral del templo, para descubrir a Dios como vida de su propia vida[1].

     La historia antigua ha culminado en la muerte de Jesús, que sus discípulos han interpretado como “desbordamiento de vida”, conforme al Arquetipo que había comenzado a expresarse en el Antiguo Testamento y que culmina en el Nuevo, en forma de revelación de Dios, plenitud y sentido (pervivencia) de la vida humana, en comunicación personal, pues el mismo Jesús muerto vive en aquellos que le acogen. Ésta es la gran transmutación, que podría estar simbolizada con algunas variantes en un tipo de “alquimia” superior que no se realiza ya en metales, sino en el mismo movimiento de la vida humana (cf. Hch 15, 28), en línea de elevación, pues sólo aquello (aquel) que muere puede re‒vivir (ser en los otros), mientras que aquel que quiera cerrarse en sí mismo acabará perdiendo aquello que es y tiene, pues “quien quiera salvar su vida la perderá”; sólo quien la pierda por los otros la encontrará en ellos (cf. Mt 10, 39; 16, 25 par.). En esa línea, el Ser‒en‒Sí‒Mismo de Dios (su En Sof, según la cábala) se expresa como Ser‒dándose, esto es, muriendo, para que sean los otros[2].

     La muerte de Jesús no fue un castigo (sacrificio) impuesto por Dios, sino el don o regalo más hondo de su vida, la expansión de su conciencia, que consiste en morir para vivir en plenitud (resucitar) en los demás, en nueva creación (mutación), esto es, en comunicación personal abierta al futuro de la plenitud de Dios que será todo en todos (1 Cor 15, 28). Así releyeron y recrearon los cristianos el AT desde la experiencia pascual de Jesús. No condenaron y rechazaron la Biblia de Israel por violenta y contraria al amor universal (como hicieron muchos gnósticos), sino que la entendieron en clave de resurrección. No buscaron la coherencia entre el AT y NT en detalles secundarios, no ocultaron la intensísima violencia de muchos pasajes del AT, pero descubrieron en la trama a veces sinuosa y quebrada del pueblo de Israel un camino que desemboca en la vida y don del Dios que entrega su vida por los hombres[3].

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Los cristianos entendieron (descubrieron) esa muerte como “resurrección”, experiencia de vida trans‒personal, pero no en abstracto, ni como algo que viene después, tras la desaparición de su cadáver, sino en el mismo gesto de entrega total que es resurrección. Morir como Jesús es dar la vida, sin volverse atrás, como siembra del trigo de Dios (Jn 12, 20‒33), que fructifica en la experiencia pascual de los discípulos, cuando descubren que él (Jesús) vive en ellos, abriéndoles los ojos, de manera que puedan compartir y compartan en amor lo que son, regalándose la vida los unos a los otros. La historia de un hombre como Jesús no acaba en su tumba física, sino que se expresa de un modo radical tras/por ella, en su recuerdo, en su influjo y presencia en aquellos que le han conocido, y que siguen quizá recreando su figura y actualizando su obra. En ese sentido, la resurrección no es negación de la muerte, sino ratificación del sentido (semilla) de esa muerte, como dadora de vida[4].

“Apariciones”: Experiencias de presencia, comunicación comunión personal

            Según el NT, el testimonio clave de la resurrección de Jesús han sido sus apariciones, como expresión de una forma intensa de presencia trans‒personal (en línea de transcendimiento y culminación, no de negación de la persona), en clave de fe (de acogida y comunicación creadora), no de imposición física. Jesús ha entregado su vida por los demás, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante ellos (en ellos) vivo tras la muerte, como presencia y poder de vida, iniciando en (por) ellos un tipo más alto de existencia humana (es decir, una mutación mesiánica). Las apariciones son signos de presencia de Jesús resucitado, una experiencia nueva de vida, en línea de comunicación transpersonal.

            Esas apariciones no son imaginaciones de algo que externamente no se ve, sino sentimiento y certeza radical de la presencia de aquel que ha vivido y muerto regalando su vida, como vida de Dios, como principio de renacimiento, un modo superior de entender (experimentar) el pasado y de comprometerse en el presente, desde el don de Dios en Jesús, en forma de mutación antropológica. Desde ese fondo pascual, la vida cristiana es una experiencia de renacimiento, la certeza vital de unos hombres y mujeres que se sienten/saben ya resucitados, tras haber pasado de la muerte a la vida, es decir, de una vida que es muerte (pues desemboca en ella) a la muerte que es vida en el Reino de Dios.

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            En un sentido, las apariciones, que Pablo ha recogido de forma oficial en 1 Cor 15, 3-7, podrían entenderse como simples visiones (manifestaciones) sobrenaturales de unos entes superiores, favorables o desfavorables (dioses, difuntos, demonios…), un tema que encontramos en muchas religiones. Pero, desde la perspectiva marcada por el Antiguo Testamento, esas apariciones han de entenderse como expresión de un modelo más alto de vida, en línea de mutación humana y comunicación transpersonal. No se trata de “ver” en forma milagrosa, sino de vivir de un modo nuevo (de renacer desde Cristo), superando/cumpliendo el arquetipo anterior, iniciando una forma superior de comunicación que comienza precisamente ahora, con la resurrección de Jesús[5].

 ‒ “Ver” a Jesús resucitado, descubrir su presencia. Sus seguidores saben y afirman que ellos mismos son él, es decir, que él vive en ellos y que ellos forman parte de su vida, pues son el mismo Jesús renacido, presente, mesiánico. En ese sentido, la visión‒presencia de alguien que han muerto tras haber dado la vida a (por) aquellos que les siguen forma el arquetipo o símbolo central de una humanidad, que nace y vive en (de) aquellos que mueren, en un mundo donde nada ni nadie acaba totalmente, sino que todo deja huella y sigue siendo (existiendo) al transformarse, no en línea de eterno retorno de lo que ya era (nada se crea, nada se destruye, sino que se transforma), sino de creación de lo que ha de ser.

            Otras realidades se transforman de manera que son intercambiables. Lo hombres, en cambio, no son intercambiable, pues cada uno es único en sí, por aquello que ha recibido y realizado. Cada uno de los seres humanos es único, pero todos pueden habitar y habitan unos en los otros, destruyéndose o dándose la vida. En esa línea ha vivido y ha muerto Jesús por los demás, pero de tal forma que sus discípulos descubren y proclaman que él vive en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos resucitados.

            Desde ese fondo ha de entenderse la novedad de Jesús, su mutación pascual, centrada en el hecho de que algunos de sus seguidores han descubierto y confiesa que él vive (ha resucitado en ellos), de manera que pueden afirmar que ellos mismos son Jesús, Palabra de Dios, que habita en ellos (cf. Gal 2,20‒21). Las religiones “son”, en general, una experiencia de identificación con la vida y destino de la divinidad como tal. Pues bien, el cristianismo constituye una experiencia de identificación vital con Jesús, enviado‒mesías de Dios, que habita en aquellos que le acogen.

 ‒ El cristianismo es la aparición (presencia) de Jesús en aquellos que le ven (acogen), reviviendo su experiencia y destino de muerte y resurrección. Los cristianos afirman, en esa línea, que el mismo Jesús, Hijo de Dios, que ha vivido y muerto por el Reino, revive (resucita) como Vida de Dios en sus propias vidas. El cristianismo es, según eso, la experiencia de la vida de Dios que “es” al darse en los demás (resucitando en ellos) y haciendo así que ellos resuciten, habitando en un nivel de vida superior, compartida en amor.

            El problema de ciertos cristianos está en el hecho de haber “cosificado” esa experiencia, destacando el “triunfo de Jesús” en sí (como si fuera emperador o sacerdote por encima de los otros), tendiendo a separarle y colocarle sobre una peana o altar, en vez de descubrirle en ellos mismos, sabiendo que el altar son ellos mismos, los resucitados, los creyentes, con los pobres y excluidos de la tierra por los que él vivió y murió. Ciertamente, en un sentido, Jesús ha resucitado en sí; pero en otro sentido debemos confesar que él lo ha hecho en los creyentes, de forma que ellos (nosotros somos) son su resurrección.

Jesús no se muestra (no existe) con el cuerpo anterior (no lleva a los suyos al pasado), pero tampoco actúa como espíritu incorpóreo en los creyentes (en línea gnóstica), sino que está presente (vive) como realidad e impulso de vida universal, resucitada, de forma que su “cuerpo” real son aquellos que aceptan y agradecen su presencia, pues en ellos vive y resucita, no para negarles a ellos, sino para resucitarles a la vida verdadera, pues por (en) él todos y cada uno de los hombres son (somos) resurrección, Dios como promesa y principio de nueva humanidad. Por eso, el “cuerpo” de Jesús no es sólo el suyo, de individuo separado, sino el de aquellos que confían y viven en él, como ha puesto de relieve san Pablo en su experiencia y teología de la identidad cristiana, que no es de tipo imaginario, sino mesiánico, corporalidad como presencia de unos en otros, y de todos en Jesús, que es “cuerpo” siendo palabra de Dios encarnada en la historia (cf. Jn 1, 14).

            Esta manifestación de Jesús no es objeto de una experiencia “visionaria”, como en muchas apariciones de difuntos, de tipo onírico, psíquico o mental, en sueño o vigilia, en un nivel de vida en el mundo, sino una experiencia radical de recreación, sabiendo así que él mismo (el Selbst divino de la vida humana) habita en los hombres, y los hombres en él, de un modo trans‒personal (no im‒personal) unos en otros. En esa línea, para centrar el tema, es bueno recordar el tema del Dios que habla a Moisés desde la zarza y diciendo ¡Soy el que Soy! (Ex 3, 14).

            Desde la experiencia de la zarza ardiente y la revelación del nombre de Yahvé, la Biblia había sido reacia a las apariciones, pensando que ellas tienden a confundir al Dios invisible con una imagen visible de dioses paganos. Muchos relatos antiguos hablaban de visiones: Adán veía y conversaba con Dios en el paraíso (Gen 2-3), también Abraham le veía (Gen 12, 7; 17, 1), con Jacob (Gen 36, 1.9) y Moisés (cf. Ex 3, 2. 16; 24, 10…). Pero esas visiones terminaron al llegar la Ley (a partir de Ex 19‒20 y Ex 24. 34). Por eso, en tiempos posteriores, desde los profetas, los judíos en general no hablaban de ver a Dios, sino de escuchar y cumplir su palabra (cf. Dt 4, 12-17): Los judíos no han hablado de ver a Dios, sino de 

            Cuando entres en la tierra que Yahvé tu Dios va a darte… no haya entre los tuyos adivino, ni observador de nubes (=astrólogo), hechicero, convocador de espíritu, sabedor de oráculos, ni evocador de muertos. Porque quien practica tales cosas es abominable… (cf. Dt 18, 9-15)[6].

En esa línea, el judaísmo no ha sido religión de videntes mágicos, ni de evocadores espiritistas, sino de oyentes (=cumplidores) de la Palabra, y desde ese fondo ha de entenderse la novedad de los cristianos que, sin dejar de ser buenos judíos, de un modo sorprendente, aparecen como personas que ven a Jesús (le sienten, le proclaman) tras (y por) la muerte como vivo. Esta visión/revelación de Jesús no ha de entenderse como aparición de un muerto en una tumba venerable, como la del Rey David, sepultado con honor y gloria en Jerusalén (cf. Hech 2, 29), ni como apariencia de un espíritu-fantasma, que actúa a través de personajes especiales, que son así capaces de realizar prodigios (cf. Mc 6, 14-16). Al contrario, la vida de Jesús resucitado se expresa en la transformación de los creyentes, es decir, de aquellos que acogen su presencia[7].

            De un modo consecuente, los relatos de las “apariciones” no insisten en el aspecto visionario de Jesús (que puede variar y varía en cada caso), sino en su realidad personal, como mesías resucitado, presencia humana de Dios, que vive en ellos. La pascua cristiana constituye, según eso, el despliegue de un nivel distinto de realidad, no la imaginaria de un muerto, o de un posible espíritu (en contra de Dt 18, 11), ni la revelación de la Ley eterna (cf. Ex 3. 19-34), sino la presencia personal del crucificado en la vida de aquellos que le acogen, de forma que él vive en ellos.

            Lógicamente, esos relatos de apariciones (cf. Mt 28,1-10. 16‒20; Jn 20,11-18; 1 Cor 15,3-8 etc.) no deben entenderse de un modo material, externo, como si quisieran transmitir el protocolo de unas experiencias concretas, sino como mutación de la vida humana en Cristo, en línea de muerte y resurrección, tal como ha sido percibida (acogida, recreada) en sus discípulos y creyentes. En esa línea, los primeros cristianos ofrecían el testimonio de una nueva forma de presencia de Dios (y de los hombres) en Jesús, algo que nunca se había vivido de esa forma, pues no existe (que sepamos) ningún fundador o personaje histórico (¡y menos un condenado a muerte en cruz!) que haya sido “experimentado” no sólo como vivo tras su muerte, sino como presencia humana del Dios trascendente y principio de resurrección para los hombres

            Así comienza el cristianismo: En un momento dado, algunos discípulos de Jesús creyeron (sintieron, supieron) que él vivía/actuaba en ellos, capacitándoles para superar un tipo de muerte, es decir, del pecado, de forma que, en sentido estricto, ya no eran ellos los que vivían, sino Jesús quien “les vivía” (les hacía vivir), haciéndoles presencia (Palabra) de Dios (Gal 2, 20). De esa manera, los discípulos de Jesús se descubrieron animados por su mismo Espíritu, sabiéndose portadores de su experiencia, iniciando un proceso desencadenante de vida pascual que es hasta hoy (año 2021) el principio fundante de la iglesia cristiana, como experiencia de vida transpersonal que supera la muerte[8].

Jesús resucitado. Presencia de Dios

Los relatos de las “apariciones” pascuales ofrecen un testimonio simbólico de la mutación de Jesús, transformado (resucitado) por Dios, como principio de su Reino. A partir de esos relatos, evocados aquí de forma general, queremos presentar dos textos de tipo hímnico y doctrinal que recogen la novedad pascual de Jesús resucitado, como presencia de Dios (Flp 2, 6‒11 y Hebr 1, 1‒4). Ellos son quizá los mejores exponentes de la “conciencia crística” de los seguidores de Jesús Ciertamente, estos pasajes hablan del Cristo, pero en Cristo entienden e incluyen la nueva conciencia de salud, de vinculación en y por “Dios” de todos los creyentes.

 Dios, no se encarna (no es) en Cristo como Señor posesivo y dominador, sino como Servidor de los hombres, “servus servorum”, pero no en humillación victimista, sino en amor creador, siendo Amigo universal de y en todos ellos. Eso significa que no ha muerto en cruz por fatalidad, ni por exigencia de su condición humana (¡podría haber sido hombre de otra forma, en línea de poder imperial!), sino como vida entregada al servicio de los otros. No es poder sobre, sino amor para los hombres, como dice Jesús, afirmando que no ha venido a que le sirven pueblos y personas (cf. Dan 7, 14), sino a servir y ser en ellos, dándoles la vida (Mc 10, 45 par).

‒ La resurrección no viene y se realiza después, sino que se identifica con la misma muerte, pues en y por ella se regala Jesús, entregando su vida a quienes quieran acogerla, recibiendo así el Nombre sobre todo Nombre, el de Yahvé como Señor (cf. Ex 3, 14).

Para gloria de Dios Padre. Superando toda imposición de ley, Jesús ha puesto su vida en manos de Dios, al servicio de los hombres, y Dios le ha recibido en su Vida, de forma que él es Kyrios (=Yahvé) para gloria de Dios Padre, no para ser “honrado” por los hombres, sino para honrarles a ellos.

            Desde ese fondo podemos decir que Jesús es Dios en su servicio mesiánico humano, y que es hombre en su don de vida divina: Es Dios‒Hombre porque nace de Dios, en la historia de los hombres (encarnación); es Hombre‒Dios porque al regalar su vida humana está regalando y compartiendo la vida de DiosEsto no lo sabía un pensamiento “ontológico” de tipo helenista, que ignora el valor de la muerte, como entrega y comunión divina de vida, pero lo saben por Jesús los cristianos[10].

El Dios del AT (Ex 3, 14) decía Soy el que Soy, más allá de todo nombre, y de esa forma aparecía como liberador universal… Profundizando en esa línea y desbordándola por dentro, el Dios de Jesús dice, con su propia vida: Soy al darme, no siendo en mí, sino en los otros. Según eso, la muerte de Jesús es la vida de Dios, no como desaparición o fracaso, sino de cumplimiento del propio ser divino. La pascua de Jesús no es por tanto post-historia, algo que viene al final (tras nacer-vivir-morir), sino intra‒historia, hondura y verdad de Dios en el camino de amor de los hombres. Jesús no muere para resucitar después, sino que resucita en su misma muerte, como amor por los demás[11].

NOTAS

[1] Jesús anunció la destrucción del sistema del Templo de Jerusalén antes que cayera. Por eso expulsó a sus mercaderes y anunció la ruina de sus edificios (¡caerán como bancos y jaulas de cambistas y comerciantes!), vinculados a un poder sagrado. De esa forma asumió el mensaje de Jer 7 (ruina del templo) y Ez 10 (carro de Dios). y lógicamente suscitó la reacción no sólo de los sacerdotes de Jerusalén, sino de los jerarcas de Roma, pues tenían miedo de un Reino que fuera casa de oración y acogida para todos, empezando por los pobres. Actualmente queremos que caiga un tipo de sistema religioso imperante, cargado de poder, no por odio, sino por amor a los hombres, para iniciar así con Jesús la mutación pascual de la historia. La historia ha situado a los cristianos en una encrucijada y ellos deben tomar una decisión, pues dejar las cosas como están, manteniendo un modelo actual de religión, significa condenarla a una muerte sin resurrección.

[2] Este arquetipo fundamental del Cristianismo se ha cumplido de forma ejemplar en la muerte de Jesús, reinterpretada como resurrección, y en la de aquellos que le siguen, como han sabido (de forma iluminada, ilusionada) inventores y místicos, maestros de “alquimia” o transformación del alma y amantes, en la línea de los profetas de Israel, que no habían anunciado (=preparado) el triunfo político‒social de Cristo en clave de poder, sino de muerte y resurrección (cf. Lc 24, 25‒27 y Hch 8, 26‒40), es decir, de despliegue trans‒personal (no impersonal) de vida, en la línea de las profecías del Siervo (Isaías II), desde Ezequiel hasta el justo de Sab 1‒2 que vive y “resucita” (alcanza la inmortalidad) precisamente allí donde le matan.

 [3] Mucho pensaron que la muerte de Jesús había sido un fracaso: pudo haber sido un hombre bueno, pero le mataron, y su muerte fue el final de su aventura, pues la historia es lo que es y no hay en ella lugar para resurrecciones. Los cristianos, en cambio, supieron que ella fue su triunfo, la revelación suprema del Dios de Israel, que da su vida (crea humanidad) con su propia entrega, en sacrificio de amor por los hombres.

[4] Cf. U. Müller, El origen de la fe en la resurrección de Jesús, Verbo Divino, Estella  2003; N. T. Wright, La Resurrección del Hijo de Dios, Verbo Divino, Estella 2008. El historiador puro (en clave físico‒biológica) no puede decir más sobre lo que sucedió con Jesús, limitándose a suponer que su cadáver se ha descompuesto en algún tipo de tierra… para añadir que sus discípulos creyeron que él se encuentra vivo, de un modo más alto, y se les ha revelado (aparecido), creando así con ellos un tipo de comunidad mesiánica, abierta en línea universal. Todos los intentos que se han hecho (desde los sacerdotes de Mt 28, 11-15, con el filósofo Celso, siglo II d.C.) por negar o devaluar esa experiencia de resurrección, apelando al engaño de sus seguidores, o a un tipo de alucinación enfermiza, carecen de sentido. Cuando afirman que le han visto y cuando “creen” que Jesús está resucitado, los primeros cristianos no mienten sino que exponen su nueva experiencia religiosa y de presencia humana. Allí donde algunos podían haber esperado que él vendría (volvería) al fin de los tiempos, como supone Dan 12, 1‒3 (cf. Jn 11, 24), los cristianos dicen que ha venido ya, es decir, que está presente en/con ellos. En esa línea, desde la perspectiva de la Biblia, la resurrección sólo puede entenderse como “mutación”, nueva presencia y acción de Jesús, “transformado” por Dios y actuando en (por) aquellos que creen en él y le aceptan (descubren y proclaman) como vivo.

[5] Cf. M. Barker, The Risen Lord. The Jesus of History as the Christ of Faith, Clark, Edinburgh, 1996; X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, Salamanca 1973; A. Torres Queiruga, Repensar la resurrección, Trotta, Madrid 2003.

[6] El judaísmo ha rechazado el “supermercado de visiones” (con evocación de muertos y observación de espíritus: Dt 18, 11) para insistir en la presencia salvadora de Jesús. Pues bien, en esa línea, de un modo paradójico, el NT apela a la “visión” (revelación) de Jesús como vivo tras (en) su muerte. La teología del AT se centra a en la “visión” de Yahvé en la Zarza Ardiente, vinculada a la revelación del Nombre, de forma que Dios aparece como “aquel que actúa” (=está presente), pero sin identificarse con nada, en pura trascendencia. La del NT se condensa en la revelación pascual de Jesús crucificado que “vive” en la vida de sus fieles; no se trata, pues, de la simple visión de un muerto, pues muchos han visto (dicen haber visto) a difuntos que hablan, revelándoles secretos o tareas sobre el mundo (cf. Hech 23, 9), sino de la experiencia radical de presencia y mutación mesiánica de Jesús en la vida de los hombres.

[7] Los primeros cristianos no eran más influenciables que nosotros (su judaísmo de fondo les hacía rechazar las experiencias visionarias). Creían en visiones, como la que supone Jesús cuando afirma, en sentido simbólico que ha visto a Satanás caer como un astro del cielo (Lc 10, 18), pero no fundaban en ellas su novedad cristiana, como muestran los evangelios, que no son textos de visiones de Jesús, sino reinterpretaciones pascuales de su vida.

[8] Las primeras revelaciones pascuales forman parte de la vida (historia) de los cristianos (Pedro y los Doce, Magdalena y Pablo…), que se descubren habitados y transformados por Jesús, como seres que renacen con él a un tipo de vida habitada, animada, por el Espíritu de Dios en Cristo.

[9] Cf. G. Bornkamm, Para la comprensión del Himno a Cristo enFlp 2, 6-11, en Estudios sobre el NT, Sígueme, Salamanca 1983, 145-156; E. Käsemann, Análisis crítico de Flp 2, 5-11, en Ensayos Exegéticos, Sígueme, Salamanca 1978, 71-122; R. P. Martin, Carmen Christi. Phil 2, 5-11, Eerdmans,Grand Rapids MI 1983; T. Sanders, The NTChristological Hymns, Cambridge UP 1971, 58-74.

[10] Se dice que Dios le ha entregado a la muerte, pero ese lenguaje debe precisarse. (a) Dios no ha querido la muerte de Jesús como sacrificio. (b) Dios ha aceptado con amor su muerte; no le ha matado (le ha matado el Imperio), sino que ha estado con él en la muerte para así vencerla (no se ha reservado a su Hijo sino que lo ha dado…, Rom 8, 32).

[11] Dios se encarna (=se despliega, se individualiza) en la humanidad concreta de Jesús, pues no es amor de sí (amor de amor), ni pensamiento que se piensa (Aristóteles: gnosis gnoeseôs), sino amor que se da y regala, totalmente, en Jesús, de manera que su misma muerte es resurrección (Dios re‒nace en aquellos que le acogen). Jesús “es” dando vida, de forma que resucita (renace) en aquellos que le aceptan, y así los que creen en él ya no nacen sólo de unos padres humanos (como en las genealogías del AT), sino en Dios (cf. Jn 1, 11‒12).

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