Filósofo y poeta D. Sabiote, La sonrisa de Dios

Tus versos y los míos, Diego

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Diego Sabiote, colega y amigo

Estaba en Salamanca, cuando yo llegué como profesor prematuro, el año 1972. Yo sabía algo de Biblia y hermenéutica (Bultmann). Él estaba escribiendo como ya maestro su tesis doctoral sobre E. Fromm y H. Marcuse. Desde entonces nos hemos seguido viendo y admirando, como amigos y colegas.  Yo seguí en Salamanca... Él se fue como catedrático de Filosofía a la Universidad de Palma (de las Islas Baleares).

   Ha seguido escribiendo sobre los clásicos de la "renovación" del nuevo pensamiento, tras el año 1968. Pero poco a poco ha venido decantándose hacia la poesía, género en que ha publicado la mayoría de sus libros y ha ganado numerosos galardones. Aquí quiero recordarle ante todo como amigo, presentando el prólogo que he escrito para el último de sus libros, La sonrisa de Dios (Premio Internacional de las letras. Segura de Haro. Poesía mística, año 2019).

La imagen puede contener: cielo, nubes, exterior y naturaleza

 Ese prólogo trata de la poesía bíblica a la luz de la poesía tradicional de los bertsolaris vascos y de la poesía social y mística, amorosa y orante de Diego Sabiote, como verá quien siga leyendo. Gracias Diego, por lo que nos has enseñado, por lo que nos sigues enseñando, tú que has sido cantero de la piedra-mármol en Macael, Almería, tu pueblo, estudiante en Salamanca, la sabia, profesor de filosofía en Palma la del mar... tú que has sigo y eres ante todo un hombre de libertad, amigo. 

TUS VERSOS Y LOS MÍOS, DIEGO  

            Me han llegado tus versos, amigo, de la isla a la meseta, de Palma a Salamanca, y con ellos has removido la savia nonata de aquellos que hubiera querido cantar y no he podido, ahora que veo que la vida se escurre entre los dedos de mis manos abiertas y desnudas como un cuenco que desea y no puede contener el océano de Dios, como el niño al que Agustín de Hipona veía en una playa lejana de tu mismo mar, cuando cavaba huecos de arena para encerrar y medir la Trinidad.

            Me han llegado los versos especiales de tu libro La sonrisa de Dios, y siento que los ojos de Dios, con los tuyos, Diego, y los de Fernanda, me sonríen una vez más en la tarde de la vida, a la vera del Tormes de San Morales de Salamanca. Como sonrisa y caricia de Dios acojo esos versos especiales, como acojo cada día los versos mañaneros y los cantos que nos mandas por wasap, fielmente, a los amigos, para que despertemos contigo a la luz del nuevo día, que es recuerdo, promesa y ofrenda de laudes, tiempo de Dios y de amor en la historia.

Me has pedido un pró‒logo, y te lo envío, no porque tu libro lo necesite, sino porque es bello poner mi prosa junto a tu poesía, para que así me prosa se ennoblezca. Sabes bien que pró‒logo es aquello que viene antes o lo que se escribe a favor del logos, que es tu palabra de verso. Para mí es muy gozoso escribir ante y a favor de tus versos. Lo difícil será que mi palabra pueda servir de introducción, pues la tuya no tienes necesidad de que nadie ni nada la introduzca, porque es, como dice tu título, una sonrisa de Dios. Pero lo intentaré, si me permites

  1. Yo, aprendiz de bertsolari

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Tú eres del Mediterráneo, de Macael de las canteras y de Palma de los navegantes de las islas. Yo, en cambio, estoy en Salamanca, donde tuvimos la suerte de compartir el camino de la filosofía y teología hace más de cuarenta y cinco años. Tú partiste pronto a tus nuevos mares donde vives, yo en cambio he vuelto una y otra vez a mi meseta, donde sigo viviendo, aunque no soy de ella, soy del mundo, como los marinos y tengo mi cantera (mi Macael) en la montaña de los vascos, y con esa veta de roca de mi tierra (Orozko, Euskalherria), quiero vincular tu poesía, con todos los versos, que no he logrado decir, pues han quedado dentro, como savia no nacida pero viva de mi vida.

 Tú eres pensador, un filósofo oficial, pues han sido catedrático de filosofía en la Universidad de las Islas Baleares, y también porque has sido y eres poeta y ella, tu poesía, ha terminado siendo tu más hondo ejercicio intelectual. Yo he sido durante más de treinta años profesor de filosofía y teología, y lo sigo siendo ahora, pero de otra forma, tras abandonar la enseñanza, y, a diferencia de ti, no me atrevo a presentarme como poeta, a pesar de que conservo en el fondo una veta no desarrollada de “cantor de versos”.

Para mí, que he bajado (sin abandonarla) de la Montaña Vasca, la poesía ha comenzado siendo voz y canto de bertso‒lari (hacedor de versos), un hombre o mujer que en medio de la fiesta, tras la comida o en el baile del frontón o de la plaza, cantaba de improviso un breve poema muy estilizado (como “saeta” de Semana Santa andaluza), sobre un motivo que flotaba en el aire o que pedía la audiencia, que quedaba callada después, como en misa, para escucharle y recrear su letra y melodía de vate o rapsoda  de pueblo.

Como he dicho, el bertsolari tomaba un motivo (un tema, un tono, unas palabras) y la audiencia hacía un gran silencio, mientras él encontraba en su mente un fin rimado, y luego componía el entre‒medio de la estrofa, para así cantarla con el tono y metro convenidos, con el número de versos bien fijados, con la modulación establecida. Era, como ha de ser, una improvisación muy preparada, estudiada y regulada, con palabras y “colores”, motivos y tonos que la audiencia presentía y que muy pronto cantaba y decía con el bertsolari.

Porque el poema era palabra‒verso, música y canción, con la vida de fondo de la gente, del pueblo, de una comunidad cantora que ponía en palabra y canto el impulso de su vida, como han hechos otras muchas culturas tradicionales desde Japón hasta América Latina. El poema, lo más íntimo, era y sigue siendo una palabra que se escucha por dentro de la vida, y así se compone y se dice cantando, para celebrarse en compañía, porque la grandeza de un pueblo (de un grupo) consiste en hallar y decir en cantar y compartir en versos las palabras más bellas, siempre respetuosas, pero también exigentes, para vivir en poesía, para ser en libertad, para enriqueces y dar sentido a la vida de todos.

No sé si lo has visto y lo has sentido, tú que vienes del Mediterráneo, con una gran memoria enriquecida de iberos, fenicios y griegos, de romanos, germanos y árabes/moriscos, de judíos y castellanos nuevos, y que así puedes cultivar una poesía más íntima, más tuya, escrita en la soledad de tu casa... Pero estoy seguro de que dejarás que interprete tus poemas como si fueran versos de un buen bertsolari,como si los recitaras en público y los compartieras con amigos, colegas y admiradores.

Te he dicho que al bertsolari le dan el principio y él tiene que visualizar inmediatamente el fin, para así componer y cantar su poema, sabiendo desde el principio como va a terminar. Pues bien, en los concursos de versos de la fiesta, cuando uno termina de cantar empieza otro, con el mismo principio y con el mismo tono, aunque con un despliegue y fin distinto. Y de esa manera se se van sucediendo, tres, cuatro o cinco poetas (como los iluminados glosólalos, de los que habla Pablo en 1 Cor 12‒14), en una especie de competición generosa de versos sabiendo que no vence uno contra otros, sino unos con otros. Un tema de fondo nunca se agota, por más bertsolaris que vengan y canten en la fiesta; una interpretación del tema no anula a la otra; ningún poeta quiere que muera o sufra otro poeta.

Así recuerdo a un tío, bertsolari de sobremesa de fiesta en casa de mi abuelo, que seguía buscando otros finales, y me los cantaba, a partir del primer verso, en el contexto de una vida, que era entonces muy violenta, tras la durísima guerra, con muertes de fondo, ausencias y exilios en medio, en una sociedad despiadada de trabajo y escasez que pronto estallaría en los mil caminos de los nuevos trashumantes de la gran industria de la Europa de postguerra, obreros de fábricas des‒humanizadas, sin verdadero pueblo, en Francia o Alemania, en Madrid o Barcelona. 

  1. En el camino de la Biblia y la belleza hebrea

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Entre mi encuentro con los bertsolaris (a mis cinco o seis años) y mi descubrimiento adulto de la belleza hebrea (cuando yo había cumplido ya los veinticinco años) sucedieron muchas cosas, entre ellas el destierro de mi madre maestra, por cuestiones de políticos  que no conocen la poesía ni aman al verdadero pueblo, sino que lo manipulan, con la muerte de mi padre, vasco universal, marino del Cantábrico y el Mar Mediterráneo y de los grandes océanos, que nos enseñó a vincular la canción del bertsolari con el canto de todos los pueblos.

Yo había estudiado muchas cosas, especialmente la filosofía escolar griega, no su poesía, y también la moderna, de Descartes y Hegel hasta Heidegger, pero nada en ella me había conmovido como los poetas de mi infancia y los mares contados y cantados de mi padre muerto. Pero entonces, con mi doctorado en teología medieval recién logrado (sobre la Trinidad en Ricardo de San Victor, año 1966), quise dar un giro en mi vida y me puse a estudiar hebreo, para leer directamente la Biblia, en el Instituto Bíblico de Roma, donde Alonso Schökel (1920‒1998), profesor y amigo, quiso enseñarnos poesía.

Tras el examen de grado, me dijo Alonso: “Conoces el hebreo en prosa, que es lo que aquí, académicamente, se pide, pero mientras no sientas, vivas y recrees su poesía, con la palabra parabólica de Jesús de Nazaret, no conocerás la Biblia, ni serás de verdad exegeta”. Por desgracia, no le hice caso del todo, y lo lamento todavía, a pesar de que mi vida ha sido rica de lances de tipo poético.

Ciertamente, aquella lectura de la Biblia, comenzando por la veritas hebraica de San Jerónimo, fue para mí un nuevo despertar y de alguna forma transformó mi vida, con motivos cercanos a los de mi niñez con los bertsolaris. De nuevo me encontré con la poesía en su forma bíblica hebrea, es decir, con la Palabra que crea haciéndonos creadores, no para decir desde fuera lo que somos, sino para que nosotros mismos lo digamos, nos digamos, superando el nivel de las imágenes griegas, que me parecían fijadas en sí mismas, como los ídolos criticados por la Biblia precisamente porque “no tienen palabra” (no hablan).

Más que un tipo de veritas de carácter doctrinal me hubiera aprovechado la  pulchritudo hebraica de Salmos y Job, del Cantar y el Eclesiastés, como ha vuelto a descubrir hace unos años al escribir Ejercicio de Amor. Cántico espiritual de San Juan de la Cruz (San Pablo, Madrid 2017). Descubrí de todas formas que el Dios de Israel se revela en la palabra o, mejor dicho, es palabra que aparece como antigua (pro-viene del pasado), siendo siempre nueva (va creciendo en nuestra propia vida). Ese Dios bíblico venía a presentarse como Primer Betsolari, que compone en seis días (seis versos) el poema inacabado del mundo que culmina con la humanidad (Gen 1), dejando el séptimo día, al final como “descanso”, a fin de que sigamos nosotros, retomando su tarea, como “verso suelto” de personas, que responden y componen con (en) la melodía inacaba de la vida.

Las imágenes platónicas y las formas aristotélicas que yo había estudiado con toda precisión me parecían (quizá sin razón) peligrosas, pues detenían al hombre y le di-vertían, en el sentido etimológico: le separaban del flujo inmediato de la vida y le colocaban ante una realidad disecada, ante un ídolo incapaz de escuchar y responder (encerrándole así en un nivel de eternidad imaginaria).

Supe así que los conceptos‒formas que yo había estudiado en mis cursos de filosofía terminaban siendo peligrosos, pues idealizaban‒eternizaban un momento de la realidad y nos arrancaban del proceso de la vida que sólo existe fluyendo, que sólo encuentra sentido cantando, en forma de más alta poesía. Supe así, con el Antiguo Testamento, que hay un arte de belleza falsa, hecha de estatuas 'eternas', inertes, que no hablan, como decían los profetas hebreos (Oseas, Amós, Isaías…), que eran ante todo poetas, esto es, creadores de Palabra.

En un nivel, las imágenes (estatuas, figuras literarias) separan al hombre del flujo del tiempo que vive cambiando (muriendo) para conducirle a una verdad 'eterna', separada de la vida de los hombres, de forma que ellas (las ideas de la mente, las estatuas religiosas de los ídolos), por hermosas y eternas que parecieran eran representaciones pasajeras y falsas de una realidad que sólo existe si está viva, en comunicación, en movimiento dialogal, como la poesía.  

La imágenes muertas (con-vertidas en ideas) nos di-vierten, nos separan de la vida, para así verternos en una pretendida vocación de eternidad decidida de ante‒mano, por mano de los poderosos de turno, aquellos que no son (no quieren ser) en la palabra, en la conversación directa de todos con todos. De esa manera, la eternidad y belleza de un arte de “estatuas” fijadas en piedra, como objeto de idolatría, se sitúan y nos sitúan en un nivel de muerte, como un tipo de “falsa ley” judía, contra la que clamaron los judíos verdaderos, como Jeremías y Ezequiel, como Jesús y Pablo de Tarso.

Las imágenes/estatuas, petrificadas en un tiempo sin tiempo, no pueden existir como personas, no escuchan, no responden, no podemos dialogar con ellas. Por eso, no son verdad ni belleza, pues la verdad‒belleza se expresa y encarna en la palabra viva, del diálogo personal, comprometido, de los hombres y mujeres que se escuchan y responden. Eso significaba que un tipo de figuras de un arte pretendidamente religioso, por bellas que parezcan, son una amenaza para el hombre verdadero de la Biblia, pues no dialogan, ni liberan de la muerte; son ídolos, no iconos de Dios, de forma que no pueden ser portadoras de su sonrisa, como lo poemas de este libro de D. Sabiote.

La Palabra/Belleza se ha hecho carne. Un rodeo

En esa línea ha de entenderse la gran batalla de la Biblia Hebrea en contra de la idolatría. El problema del hombre no es negar la existencia de Dios: ¿Quién puede hacerlo, quien podrá demostrar que no existe? Lógicamente, a los profetas de la Biblia (como a los judíos posteriores) no les interesó en cuanto tal el ateísmo, sino la idolatría, pues ellos mismos, en el fondo, eran “ateos” en sentido radical, pues sabían que Dios no tiene “nombre”, y por eso le llamaban ehyeh, Yahvé. Ciertamente, Dios dice, Soy‒el‒que‒Soy, soy el me “digo” diciéndome a mí mismo en todo lo que existe (cf. Ex 3, 14), pero no tengo nombre, no me podéis clasificar y entender como si fuera una cosa más. En ese sentido, Dios no existe, pues está más allá de la existencia, como En‒Sof, no fin, lo que no puede definirse.

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Por eso los profetas no elaboraron un teo‒logía, en el sentido de lógica de Dios, y menos una onto‒logía divina, con Dios como “logos” del ser, sino que se atrevieron a proclamar la “voz” de aquel que está más allá de todas las voces, como recuerda aquella cumbre del pensamiento judío que es la Cábala catalana y castellana del siglo XII‒XIII d.C., cuando se atrevía a presentar de un modo balbuciente las nueve o diez “emanaciones” (sefirots) del árbol humano del Dios, que en sí mismo “no es”, siendo Yahvé (Soy‒el‒que‒Soy), como En‒Sof, sin nombre o figura, sin límite o frontera, de forma que no se puede afirmar que existe, ni tampoco que no existe, pues se encuentra más allá de todo ser o existencia de mundo.

En esa línea se sitúa la teología negativa de muchos neoplatónicos cristianos y el pensamiento de autores como Duns Escoto, que definían a Dios como Infinitudo‒Radicalis, la in‒finitud o “no ser” del que brota toda lo que existe en forma de palabra, como empieza y termina diciendo la Biblia (desde Gen 1 con el Dios que habla creando hasta la Novia del Apocalipsis, Ap 21‒22, que se revela amando). Por otra parte, paradójicamente, tras haber dicho que Dios se encuentra más allá de todo ser, los profetas de la Biblia Hebrea saben que la verdad/belleza verdadera se despliega en la “carne” que muere, es decir, en las personas que son en la medida en que hablan, dialogan, se regalan la vida muriendo, para así resucitar, como sabe Ez 37, con Jesús de Nazaret, mesías de Dios que resucita siendo crucificado.  

Los profetas hebreos saben que las imágenes paganas (idolátricas) no mueren precisamente porque están muertas y por eso quieren ocultar su muerte, situándose en un nivel ilusorio de pretendida verdad eterna. Pues bien, en contra de eso, la Biblia hebrea eleva frente a ellas al hombre de carne que puede morir porque vive, porque es imagen de Dios (cf. Gen 1, 26-18; 5, 3; 9, 6) y porque sólo así resucita, habiendo mirado cara a cara a la muerte sabiendo que la vida de Dios está en ella (2 Cor 3).  

Desde ese fondo se entiende el arte supremo, que consiste en dialogar con Dios (es decir, en irse haciendo y muriendo) en la “carne” de la vida, que es la palabra que se regala muriendo y que resucita, como Eucaristía (pues sólo el que da la vida la encuentra, y el que quiere retenerla la pierde y se pierde). Precisamente allí donde dejan de buscar una respuesta en imágenes hechas (dejan de evadirse en ellas como quieren adivinos y hechiceros falsos) los hombres y mujeres pueden encontrar su verdad en la palabra concreta del diálogo humano donde se expresa la belleza que es Dios, un Dios al que descubrimos en la carne de la vida que es amada y que aman, en la vida de los hombres que se entregan por los demás, en amor que resucita.

La belleza/poesía es la palabra y vida compartida

Perdona, querido Diego, el gran rodeo anterior. Lo he dado para decirte que así, en la poesía hebrea de Salmos, Job y Cantar pude descubrir de nuevo el principio del arte de Dios, que consiste en que los hombres y mujeres puedan escuchar y compartir su Voz más honda y responderle, respondiéndose unos a los otros, en amor, en el camino de una historia que es vida, muerte y resurrección (expresión finita del diálogo infinito de la vida abierta al Reino, que es Dios).

Sólo en ese contexto, retomando en clave bíblica la experiencia de los bertsolaris de mi pueblo, pude intuir otra vez el sentido del arte verdadero, que no nos evade ni encierra en la “cueva”  de una verdad 'eterna' pero muerta, con hombres atados ante una pared de claro‒oscuro, desde donde sólo pueden verse las sombras de los hombres ideales que parecen pasar por fuera (pero que no existen), pues sólo son reales aquellos que aman y mueren amándose en la misma cueva, llamados a romper sus ataduras, saliendo así de Egipto donde han sido cautivados

Ciertamente, los bertsolaris no dicen lo mismo que los poetas, ni son Jesús de Nazaret, pero nos sitúan (a mi me situaron) más cerca de Jesús que los escolásticos de Grecia y de la misma Edad Media latina, quizá hasta llegar a Kant, por extraño que parezca, pues me ayudó a entender mejor la fe poética y humana, del hombre entero. Los bertsolaris me dijeron de niño que la verdad se expresa en la carne de la vida, en diálogo con los problemas concretos, en respeto, en solidaridad con los más pobres, sin necesidad de apuntalar la palabra con un poder externo, pues la misma palabra es la autoridad y verdad de la vida. Y así lo descubrí de nuevo en los profetas de Israel y, en otra línea, más compleja pero clara en el mismo Dios de Kant, a pesar de la muleta del imperativo categórico con el postulado Dios.

En ese sentido descubrí otra vez que la poesía es vivir en belleza y verdad, comunicándonos la vida, como el Dios Bertsolari de Gen I que crea diciendo. Los profetas me dijeron que somos como versolaris  al acoger y decir la palabras, sin imposición externa, diciéndonos unos a los otros y siendo de esa forma un pueblo real, la humanidad que ama y engendra, sembrando su semilla de esperanza en los que van naciendo y aprendiendo a ser, y renaciendo por la muerte en los que vienen, como el Cristo que da la vida viviendo en aquellos que acogen su palabra.

Éste es el arte real, la poesía, de los hombres concretos que se escuchan y responden, que se dicen de esa forma en la palabra, dando vida al decirse y al morir habiéndose dicho (por haberse dicho), como Jesús, en contra de un arte ideal que algunos llaman “griego”  (con una palabra que resulta limitada y quizá tendenciosa), porque tiende a fijar lo que existe (es decir, lo que no existe) en imágenes o estatuas de hombres‒dioses bellos y de leyes que se imponen sin tener realidad en sí mismas. Entre esas figuras irreales podían hallarse no sólo Baal y la Ashera, sino el mismo Apolo o Atenea, Hermes o Artemisa, como pretendidas figuras inmortales, que se encuentran más allá del tiempo y de la historia, pero que no tienen carne

En contra de eso, el arte israelita de los profetas y del Cantar de los Cantares descubre y canta la belleza del hombre o la mujer concreta, que mira y sufre, escucha y/o protesta, calla o responde, ama o espera, padece y muere, en el tiempo concreto de la encarnación de Dios, en el que morimos con él, resucitando así en él, es decir, en los otros a quienes damos nuestra vida. Lógicamente, el creyente israelita no tiene por qué hacer estatuas (para fijar en ellas los rasgos ideales de la vida), pues descubre la belleza del Dios Real y Vivo en aquellos que están en su entorno (varón y/o mujer, niño o mayor, indígena o extranjero).

En esa línea, el arte verdadero consiste en escuchar, responder y dialogar con otros seres humanos, como haces tú, Diego, en conversación de mirada  y tanteo (tanteando vamos a Dios, dice Pablo en Hch 17,27), de trabajo y búsqueda inquieta pero espearnzada, en camino de vida que es muerte, pues muriendo damos vida a los otros, y así resucitamos en/por ellos, como el Cristo. Por eso, tú no eres escultor/escritor de ideales (que están muertos), ni tampoco poeta intemporal, que encierra la vida en poemas separados de la Vida, sino un hombre que escucha la voz de Dios y de tal forma la re‒vive que se vuelve voz para los otros, es decir, profeta/poeta, no sólo de libros, sino, sobre todo, de la vida. 

  1. Tú, Diego, eres profeta‒poeta, y yo quiero serlo contigo

Tu sabes que, según los israelitas, no existe un arte separado de la vida (en un tipo de teatro o el circo), porque la misma vida de los hombres es el arte, como supieron desde su perspectiva los dos judíos (E. Fromm y H. Marcuse) que fueron inspiradores de tu obra filosófica, a partir de la espléndida tesis doctoral que les dedicaste (Universidad P. de Salamanca, 1980), que yo leí entonces con pasión. Ellos, Fromm y Marcuse, judíos secularizados, pero bien arraigados en la Biblia Hebrea (más que en el idealismo dictatorial dominante por entonces y hoy en día) te ayudaron a entender la poesía real de la vida, hecha de encarnación, de crítica social y de conversación comprometida, con personas concretas, en camino de servicio, en libertad de amor, en escucha real y respeto por cada uno de los hombres y mujeres. Porque has sabido esto, porque lo has vivido y lo has dicho, has podido ser poeta en la línea de los profetas griegos.

EL PROBLEMA DEL HUMANISMO EN E. FROMM Y H. MARCUSE (DIEGO SABIOTE NAVARRO) (Libros de Segunda Mano - Pensamiento - Filosofía)

Desde los profetas de la Biblia a los pensadores de la trasformación post‒moderna, como Fromm y Marcuse, todos los poetas verdaderos han debido supera la idolatría o distancia impositiva de una imagen de pretendida eternidad, en la línea de los “ismos” (fascismo y/o capitalismo o neo‒capitalismos y neo‒liberalismos), para buscar y encontrar a otros seres humanos reales, dialogando y compartiendo en el tiempo la vida con ellos, esto es, la belleza del ser, siempre a favor de los hombres y mujeres en concreto, muriendo así, para resucitar en los que vienen, con el Cristo de Dios.

Por eso, frente a un falso poeta o político, que se eleva sobre los demás, pretendiendo así ponerse al servicio de lo eterno (imponiendo de hecho su dictadura), el poeta/profeta verdadero, como tú, Diego, se introduce en el mundo real de los hombres, encarnándose en ellos, para así dialogar, cuerpo a cuerpo, en la fiesta y tarea de la vida, descubriendo y cultivando la belleza‒tarea, que se identifica con la misma vida de los hombres y mujeres que hacen camino al recorrerlo juntos, pues la Palabra de (que es) Dios se ha encarnado en Jesús, y con Jesús en todos los hombres.

Tú lo sabes bien, querido Diego, tú que vienes del 1968, cuando eras un obrero recién hecho estudiante. Sabes que en verdad no hay más arte que vivir en verdad, ni más belleza que compartir esa verdad hcha vida con otros hombres y mujeres que se miran y se aman y que, amándose, despliegan y descubren su más honda hermosura. En esa línea sabes que los poetas, como los bertsolaris de mi pueblo son hombre y mujeres que escuchan y miran, sabiendo decir/cantar lo que ven, siempre en contacto con otros, en un tipo de fiesta que se abre al compromiso de la justicia hecha amor, con y para todos, como supo decir y ser con belleza suprema la mujer de la unción de Jesús (Mc 15, 3‒9), la más honda profetisa del evangelio

 Conforme a todo es, la poesía/profecía es palabra en el momento en que se dice, es decir, cuando interpela, y no cuando se conserva muerta, separada de su autor, en un libro cerrado, por bellísimo que sea. Lógicamente, tú, como los profetas antiguos de Israel, vas diciendo una palabra que es verdadera allí donde la proclamas, en un tiempo, en un espacio, en un campo de encuentros muy concretos, de comunicación con los demás, de dolor y de esperanza. En ese sentido, tú puedes invertir el dicho latino: Scripta manent, Verba volant, las palabras vuelan, los escritos permanecen.

Los escritos como escritos están muertos, a no ser que los revivan nuevos lectores, como intentamos hacer con la Biblia los hermeneutas o exegetas. Mueren los escritos, pero en el fondo de ellos están vivas las palabras, que vuelan precisamente porque lo están, no para desaparecer, sino para penetrar hasta la hondura de las articulaciones, hasta los tuétanos y entrañas de la vida personal y social (cf. Hebr 4,12‒13), para arrancar y sembrar, para promover y transformar todo lo que existe (cf. Ecl 3, 1‒15). De esa forma, como yo sentía al escuchar a los bertsolaris de mi pueblo, las palabras del poeta se elevan y cantan, no para alejarse, sino para crear conexiones, vinculando en concreto a los hombres y mujeres, haciéndoles reales y dándoles entrañas, para seguir caminando (más que las palabras secas de algunos púlpitos de entonces y de ahora).

En esa línea, las palabras del profeta son la mayor fuente de transformación de la vida humana, como fueron las parábolas de Jesús, su Carne‒Palabra (cf. Jn 1, 14). En esa línea, tú, Diego, estudiante‒profesor de Fromm y de Marcuse,  y también de otros judíos y cristianos de la escuela de Frankfurt, perteneces a la raza de los poetas/profetas hebreos, y sabes que la palabra es verdadera en el momento en que se dice, en diálogo concreto y fuerte, de belleza creadora de vida, como la de Ez 37 (la más impresionante de todas las que conozco, porque resucita a los muertos…), no la falsa palabra que se escribe o codifica en libros cerrados al tiempo. 

  1. Así acaba mi prólogo, que está, como el nombre dice, a favor de tu logos.

            Ésta fue, Diego, mi experiencia poética hace ya cincuenta años, mientras viví meses y meses inmerso en los Salmos de Israel y en los poemas de sus grandes profetas (Oseas, Amós, Isaías, Jeremías, Ezequiel etc.), que hablaron, no escribieron (otros recogieron tras un tiempo sus “versos”), como bertsolaris del Dios que es siempre Palabra  encarnada en la historia real de los hombres (Jn 1, 14), no en historias fingidas, inventadas, de los “autócratas” antiguos, de mi infancia, y de los nuevos que siguen apelando a las mismas técnica de mentira (ocultación de palabra) del Falso Profeta a quien Ap 13, 11‒18 presenta como Bestia II que quiere camuflarse en forma de Cordero.

            Aquella experiencia bíblica de Palabra‒Poesía, con la que vine de Profesor a la Universidad P. de Salamanca, donde nos encontramos y convivimos por un tiempo en amistad fecunda (entre 1972 y 1980) se ha mantenido latente en mis años de docencia universitaria, como pensador teórico, pero nostálgico de una poesía que seguía latente en mi vida, con más de cuarenta libros escritos (¡cuarenta libros, y ni siquiera una parábola!) de exégesis bíblica y de filosofía. Pero tú, amigo Diego, y otros amigos poetas estáis haciendo que despierte de nuevo y me despierte, porque he logrado escuchar en tus voces un eco de la voz de los poetas de mi tierra, la Palabra de los profetas de Israel y sobre todo la del Cristo Poeta, con el don y exigencia de transformación personal y social (eclesial, mundial) que Dios nos transmite a través de ella.

            Tú me has enseñado de nuevo que el poeta/profeta no cierra su palabra en enseñanzas (como profesor), no recuerda o rememora elementos exteriores a su vida (como historiador), sino que convierte su persona en palabra, sabiendo y pudiendo decirse a sí mismo, para que otros sean y se digan también, a su manera, no en contra de nadie, sino a favor de todos, y todos se enriquezcan, como en una celebración poética de bertsolaris, donde todos compiten a favor de la palabra que ilumina, abre camino y convierte a los caminantes en peregrinos de la verdad, que es la vida culminada.

El poeta/profeta no talla estatuas de honor (como los ídolos antiguos), para ponerlas en la plaza, ni escribe sentencias para fijarlas en un muro del templo o en un códice de cuero, sino que atiende a Dios y, reconociendo su voz, se descubre, se expresa y se dice a sí mismo (se recrea), abriendo en su entorno un camino compartido de conversación, dando palabra a todos, para que todos se puedan decir y sean.

Así es tu libro, Diego. Tu  palabra del poeta no es doctrina que fija un orden legal en la historia externa, ni es una norma que organiza las relaciones humanas desde fuera, cada uno en su lugar, según su dinero, sino presencia creadora, que va diciendo y haciendo las cosas al decirlas, descubriendo que son 'buenas" (cf. Gen 1). Las falsas palabras que los profetas de Israel condenaban, tienden a poner entre los hombres (y entre los hombres y Dios) una distancia de representaciones y juicios, con violencia de muerte. En contra de eso, los profetas de Israel se han empeñado generación tras generación, en superar esa distancia, a fin de que aquellos que escuchan y dicen la Palabra puedan comunicarse de manera transparente, de un modo inmediato, desde sí mismo (es decir, desde Dios), apareciendo así como testigos y creadores de humanidad, unos con y para otros, leyendo así el mundo desde la sonrisa de Dios, como tú haces, Diego. 

Un poeta/profeta como tú no tiene que tener dotes espectaculares (en el sentido exterior de la palabra), sino que le basta con ser aquello que es: una mujer, un hombre, que dice y se dice a los otros de un modo trasparente, para que unos y otros compartan(compartamos) la  verdad como Palabra, sin encerrarla en ideas fijas. Los ídolos mienten y seducen: engañan a sus “falsos fieles”, les colocan ante un tipo de imagen o poder que les esclaviza. Los profetas/poetas, en cambio, se limitan a expresar de un modo claro el sentido y exigencia de su misma vida humana, como testigos de la Vida que fluye por su vida, en gratuidad, como regalo que puede y debe compartirse. 

  1. Despedida

Así te he visto y te he sentido, en ese poemario que me has mandado para que lo prologue, sin que tus poemas lo necesiten, pues tus versos se bastan y sobre a sí mismos. Pero te agradezco por habérmelos mandado, pues me has hecho revivir experiencias y momentos que tenía olvidados desde antiguo. Tu invitación, con los poemas concretos, que he leído y sentido emocionado, me ha hecho entrar de nuevo en el latido de cien hechos y personas que he conocido contigo, en tiempos antiguos, en los años 70 de la Universidad Pontificia de Salamanca, donde tuve el gozo y honor de reiniciar una vida que ha sido fecunda para los dos, aunque de formas distintas.

 Tú sabes bien, Diego querido, que el poeta es el hombre más fuerte del mundo, pues tiene la Palabra, y la palabra crea cuando dice y resucita aquello que está muerto. Pero sabes también que la palabra es lo más frágil, pues puede suscitar la oposición de la mentira oficial de la Ciudad autosuficiente de este mundo, que mata a los profetas, como mató a Sócrates, el buen griego, como mató a Jesús, profeta de estirpe hebrea, como mató a todos los profetas, como supo Jesús y dijeron los escritores judíos y cristianos de la Biblia(1 Rey 18, 13; Neh 9, 26; Mt 23, 35‒37; Rom 11, 3)

 El poeta/profeta no eleva una palabra ideal sobre el aire, como un brindis al sol (donde nadie puede perseguirle), sino que proclama e introduce la palabra real de su vida en la historia concreta de los hombres que sufren, teniendo que denunciar para ello la verdad mentirosa del sistema (que puede perseguirle, que quiere silenciarle). El arte oficial, propio de sacerdotes y reyes del sistema, tiende a ponerse al servicio del poder, empleando para ellos los medios del dinero, los grandes edificios, como el templo, los cantores y cronistas reales, para gloria del sistema.

En ese sentido, se ha dicho que el arte oficial deriva de los poderes establecidos y del dinero: del templo y palacio, de los sacerdotes, reyes y ricos. Por el contrario, el arte de los poetas/profetas como tú, querido Diego, carece de poder externo, no puede apelar a los grandes templos, ni a las instituciones del estado; pero tiene la palabra y con ella, por ella, puede iniciar un camino de transformación radical de la historia de los hombres.

            Tú no hablas de la belleza ideal, que sirve para evadirnos, en mundos de ilusión, fuera del sufrimiento de la historia, sino de la belleza real que sufre exilada dentro de un mundo de muchas mentiras. Por eso, no buscas el aplauso en el mundo aparentemente superior de las ideas, sino que abres un camino de solidaridad en la carne de la historia, abierta desde el fondo de la muerte al 'cara a cara' del encuentro con Dios, es decir, con los demás hombres y mujeres que se ponen a tu lado.

Así me he sentido yo ante tus poemas, como niño de seis años delante de los bertsolaris; como adulto que estrena su nueva identidad a los veinticinco ante los grandes poemas de la Biblia Hebrea; como casi anciano, al declinar la tarde de mi vida, ante el Dios que me “examina” en amor (en su amor, no en el mío), como sabía el poeta (Juan de la Cruz).

Así me han hecho sentir y vivir (revivir) tus poemas, en los que no he querido ni quiero entrar, para que el lector pueda introducirse directamente en ellos, sin el pre‒juicio de lo que yo pueda decir, aunque algo quizá podría haberlo comentado, por las veces en que me dices, por las que citas a varios amigos comunes, a poetas y que han vivido o viven poéticamente, en Salamanca o Macael, en las Islas Baleares o en otros lugares del mundo, como testimonio de vida compartida, como sonrisa de Dios que somos todos.

 Este título, sonrisa de Dios, define tus poemas, que pueden ser contados y cantados (tanto el poeta vasco como el hebreo cantaban y cantan) para hacer que despierte otra vez en nuestro corazón la gran ola de Sangre de la Vida de Dios, que fluye en nuestras venas. Gracias, Diego, por prestarle tu voz y tu sangre a la Voz y Sangre de Dios que es Jesús. Un abrazo y un deseo: ¡Que tus poemas enciendan la sonrisa de Dios en mil rostros”. Así te digo, como despedida que nos mantiene unidos, en hebreo y en euskera:

Zakarti lak ahab nahalateka: ¡recuerdo tu amor de juventud…! (Jer 2, 2). Tu voz me ha hecho recordar las voces y palabras de mi niñez, poblada de poetas y amor. Tu palabra me ha hecho revivir los años de juventud  en Salamanca, en la década de los 70 del siglo pasado.  

Fruitu antzera ontzen da hemen gizasemeen bizitza: ¡Aquí madura como fruta para eternidad vida del hijo de hombre…! Así lo decía Mikel Laboa, betsolari y cantautor de mi tierra. Así lo has haces tú, haciendo que madure otra vez con tus voces la gran Voz que resuena en el fondo de mi vida y en la tuya, y en la de miles de hombres y mujeres que se saben  y son sonrisa/poesía de Dios.

               Con un beso de Mabel, para ti y para Fernanda, desde la vera del Tormes, donde tenéis vuestra casa.             

Xabier Pikaza

En San Morales.

8 de Julio de 2019

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