Vida humana, sangre de guerrero. Religión azteca

Venimos hablando de la sangre de mujer (vinculada a la menstruación y al parto) y hemos destacado la importancia que ella tiene en la religión azteca.

Ahora he querido poner de relieve la importancia de la “sangre de varón”, entendida como sangre de “macho guerrero”, derramada en el “sacrificio” de la guerra o en el altar de los sacrificios. Esa es la sangre que está al fondo de muchas religiones y culturas, hasta la actualidad. Aquí he destacado, como ejemplo, la importancia que ella tiene en la religión azteca, completando de esa forma el tema de ayer.

Sangre de sol, sangre humana

La violencia mítica del sol que muere (se desangra) en favor de la vida del mundo suscita una violencia ritual y social muy concreta de los varones que hacen la guerra expresamente para morir/matar como el Sol y de esa forma alimentarle (¡alimentar al sol!) con la sangre de la propia vida (muriendo) o con la sangre de los enemigos muertos o sacrificados. Lógicamente, la vida del Dios-Sol queda ligada de una forma consecuente con el signo y realidad concreta de la sangre sacrificial de una cultura violenta de varones.
La misma vida del Dios-Sol se concibe como sangre que mantiene en vida a los humanos. De manera consecuente, si gastamos y malgastamos la sangre divina corremos el riesgo de agotar su energía hasta que un día pierda su vigor y muera. Para evitar ese desastre, los aztecas, pueblo de Dios-Sol, sus guerreros sacerdotes, idearon una especie de culto de reparación que es, a la vez, terrible y lógico: mantuvieron una guerra permanente con los pueblos del entorno, para obtener de esa manera prisioneros y ofrecerlos, abierto el corazón y desangrados, sobre el gran altar del Sol, en la ciudad sagrada de Tenochtitlan. Así garantizaban la vida y beneficios del Sol para la tierra.
En otras palabras, guerreros y sacerdotes varones quisieron transformar el riesgo natural de la sangre de las mujeres (condenadas a morir muchas veces de parto) en riesgo cultural de la guerra para los varones. De esa forma crearon una máquina de guerra llamada estado al servicio de la ofrenda de sangre dedicada al Dios Sol. Así presentaban los señores guerreros el sentido y meta de la guerra a los varones:

(La vida es guerra):
Lo que habéis de desear y buscar son los lugares para la guerra señalados, donde andan y viven y nacen los padres y madres del Sol..., que tienen a su cargo dar de beber y comer al sol y a la tierra con la carne y sangre de sus enemigos. Estos son los que tienen por riqueza la rodela y las armas, y allí merecen las orejeras y los bezotes (adornos del labio inferior) ricos, y las borlas de la cabeza y las ajorcas de las muñecas y los cueros amarillos de las pantorrillas. Allí merecen, allí hallan las cuentas de oro y las plumas ricas. Todas estas cosas las ganan y les son dadas con mucha razón, porque son valientes. También allí merecen las flores y cañas de humo y la bebida y la comida delicada y los maxtles (prenda para cubrir los genitales) y mantas ricas y también las casas de los señores y los maizales de hombres valientes y la reverencia y acatamiento que les es dada por su valentía. Y también son tenidos por padres y madres, por amparadores y defensores de su pueblo y de su patria, donde se amparan y defienden los populares y gente baja, como a la sombra de los árboles...(Oh caballeros!( Oh señores de pueblos y de provincias!...No conviene que por razón de beber y de estar envueltos en vicios carnales hagan burla de vosotros la gente popular. Id, pues, a la guerra y a los lugares de batallas en donde nuestra madre y nuestro padre el sol y el Dios de la Tierra señalan y notan y ponen por escrito y almagran (tiñen de almagre, óxido rojo) a los valientes y esforzados que se ejercitan en la milicia.

La guerra, cuna de la vida

La guerra es, según esto, la cuna y ley de la existencia humana en perspectiva de varones. Ella tiene sentido teológico: sirve para imitar y alimentar al Dios/Sol que ha dado su vida (sangre y luz, calor y fuerza) por los hombres. Ella tiene, al mismo tiempo, un sentido social: sirve para estructurar los diversos grupos humanos, para distribuir honores y riquezas, estableciendo un lugar para cada uno.
La vida se funda y expresa en principios de riesgo. Sólo tiene sentido y alcanza valor la existencia de aquellos que se esfuerzan, poniendo en circulación la energía de la vida, la de aquellos que viven en constante peligro de muerte, alimentando al sol con la sangre propia o la sangre de los enemigos. De esa forma nace y renace sin cesar el mundo y adquiere sentido todo lo que somos.

Sobre ese fondo de riesgo se estructura la vida social: se fundan los linajes, se adquieren las tierras y riquezas, se reciben los honores, en un modo donde el "capital" supremo se mide en términos de "lujo" simbólico, de adorno en los vestidos, de colores y formas, ceremonias y festejos sociales y sagrados. Los aztecas han edificado de esa forma un extraordinario imperio que no está fundado en la conquista y asimilación de grandes tierras sino en un tipo de equilibrio inestable con las ciudades y regiones del entorno.

Los aztecas se sienten y saben pueblo elegido de Huitzilipochtli, el Dios que se sacrifica donde vida (calor, sangre) a los mortales. Así asumen el deber sagrado de alimentar al Sol, de mantenerle en vida a lo largo de esta Quinta Etapa, ofreciéndole su propia sangre (sangre de mujeres que mueren en parto y sobre todo sangre de guerreras muertos en batalla y de prisioneros sacrificados). Asumen esta obligación sacral y tienen que cumplirla con precisión "científica" y con grande fanatismo, en una especie de mística de guerra y de muerte creadora de vida. En el centro de la sociedad se encuentran los guerreros. Por eso se dice:

¡Bienaventurados son aquellos mancebos
de los cuales se dice y hay fama que han cautivado alguno en la guerra
o por ventura fueron cautivos de sus enemigos y asumidos a la casa del Sol!.


Esta es la bienaventuranza suprema, este el evangelio de los pueblos aztecas que se centran en Tenochtitlan y forman con Texcoco y Tacuba la Triple Alianza o estado federal en torno al lago de Texcoco. Ellos asumen la obligación "mesiánica" de mantener en vida al Sol, alimentándole con la propia sangre o la sangre de los enemigo,s muertos en guerra florida o sacrificados después que han sido cautivados.

La supremacía de la sangre masculina. El sacrificio de los guerreros

Toda la vida social del imperio azteca se ha montado sobre el eclipse o represión de lo femenino, relegado al ámbito de la intimidad (de las parturientas muertas, de las parteras sagradas). En la vida social se relega el aspecto femenino y la Diosa viene a quedar subordinada. De esa forma puede elevarse de un modo hipertrófico el violento poderío de un Sol entendido ya en forma masculina y "encarnado" en los guerreros que matan y mueren.
Sangre de Dios somos, expresión de su sacrificio es nuestra vida. Sangre humana bien sacrificada debemos ofrecerle al Dios sediento. De esa forma, en clave de violencia, se mantienen los dioses y los hombres. Sólo a modo de ejemplo queremos citar un testimonio de sacrificio de cautivos:

(El sacrificio: narración original)
A los cautivos que mataban arrancábanlos los cabellos de la coronilla y guardábanlos los mismos amos como por reliquias; esto hacían en el calpul (el templo o barrio de un grupo social), delante del fuego. Cuando llevaban los señores de los cautivos a sus esclavos al templo donde los habían de matar, llevábanlos por los cabellos, y cuando los subían por las gradas del cu (=templo), algunos de los cautivos desmayaban, y sus dueños los subían arrastrando por los cabellos hasta el tajón donde habían de morir. Llegándolos al tajón, que era una piedra de tres palmos de alto o poco más, y dos de ancho o así, echábanlos sobre ella de espaldas y tomábanlos cinco: dos por las piernas y dos por los brazos y uno por la cabeza; y venía luego el sacerdote que le había de matar y dábale con ambas manos con una piedra de pedernal, hecha a manera de hierro de lanzón, por los pechos y por el agujero que hacía metía la mano y arrancábale el corazón y luego lo ofrecía al Sol; echábanle en una jícara.
Después de haberles sacado el corazón, y después de haber echado la sangre en una jícara, la cual recibía el señor del mismo muerto, echaban el cuerpo a rodar por las gradas abajo del cu. Iba a parar a una placeta abajo; de allí la tomaban unos viejos y le llevaban a su calpul, donde le despedazaban y le repartían para comer.
Antes que hiciesen pedazos a los cautivos los desollaban y otros vestían sus pellejos y escaramuzaban con ellos con otros mancebos como cosa de guerra y se prendían los unos de los otros.
Después de lo arriba dicho, mataban otros cautivos peleando con ellos, y estando ellos atados por medio del cuerpo con una soga que salía por el ojo de una muela como de molino y era tan larga que podía andar por toda la circunferencia de la piedra, y dábanle sus armas con que pelease y venían con él cuatro con espadas y rodelas y uno a uno se acuchillaban con él hasta que le vencían.

Esta es la conclusión y sentido final de la gran máquina de guerra sacrificial. El primer santuario y sacramento ha sido la misma guerra donde han matado y muerto los soldados. El segundo santuario son los templos de la ciudad donde a lo largo del año se van ofreciendo los cautivos, conforme al ritmo de fiestas y celebraciones.

Como indica el texto, los cabellos de la coronilla son reliquia para el oferente, el corazón y la sangre se la entregan al Dios Sol y el cuerpo se convierte luego en comida sagrada, banquete sacrificial para el grupo del oferente o para todo el pueblo. De esa forma, el sacrificado se convierte en "divino": sube al Sol, como hemos visto ya, dándole vida y sosteniendo su camino; por otro lado, alimenta a los que siguen en el mundo, dándoles fuerza (la carne sacrificada que ellos comen es participación en la vida del sol) y ofreciéndoles una especie de nueva personalidad: uno de los participantes se viste con la piel desollada del cautivo y asume de algún modo personalidad del sacrificado , dentro de la gran lucha del mundo.

(Textos tomados de B. de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España (1569); buena edición manual con bibliografía por J.C. Temprano en Historia 16, Madrid 1990. He desarrollado el tema en Hombre y mujer en las religiones, Verbo Divino, Estella 1997)
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