24.9.22. Virgen de Merced, redentora de cautivos y encarcelados. Relectura de Mt 25

Celebra hoy la Iglesia el día de la Merced, esto es, del cuidado y liberación de los cautivos y encarcelados. Comenzó esta fiesta a principios del XIII, cuando unos frailes (=hermanos) de “merced” crearon en Barcelona una “orden” (institución) cívico-religiosa para atender y redimir a cautivos y encarcelados. Le llamaron “Orden de Santa María de la Merced” y pusieron como lema y clave de su “constitución·, fijada el año 1275, el texto de Mt 35, 31-46.

               Ésta fue entonces fiesta y tarea importante. Esta fiesta y tarea vuelve a ser muy importante en el momento actual (año 2022) tiempo de duros cautiverios y cárceles.  Por eso he queridoofrecer ese día una lectura actual del texto básico de la “merced”, esto es, de la redención de cautivos y encarcelados. Buen día de Merced a todos los amigos, hermanos y colaboradores de la obra de Merced en la humanidad y en la Iglesia.

Encomienda de Barcelona: Nuestra Señora de la Merced: Patrona de Barcelona

Texto final y confirmación del compromiso de “merced”   en la Constitución de 1275.

(Traducción castellana) Por la cual obra de misericordia o merced…, todos los frailes de esta Orden  estén siempre alegremente dispuestos a dar sus vidas, si es menester, como Jesucristo la dio por nosotros; a fin de que en el día del juicio, sentados a la derecha por su gran misericordia, sean dignos de oír aquella dulce palabra que con su boca dirá Jesucristo: Venid, benditos de mi Padre, a recibir el reino que os está preparado desde el comienzo del mundo: porque estaba en la cárcel y vinisteis a mí, estaba enfermo y me visitasteis, tenía hambre y me disteis de comer, tenía sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestisteis, no tenía posada y me recibisteis.

(Original catalán): Per la qual merce…   sien aparelats tots temps tots los frares daquest orde si mester es posarlos vida axi com Jesu Christ la posá ver per nos per tal que al dia del judici per la sua misericordia asseguts a la part dreta sien dignes de hoir aquella dolça peraula que ab la sua boqua dira Jesu Christ: Venits beneyts de meu Pare reebre lo regne que a vos es aparellat del començament del segle perço cor en carcer era e vingues a mi. Malalt era e visitas me. Ffam avia e donas me a mengar. Sed avia e donas me abeure. Nuu era e vestis me. Hostal no avia e recolis me. Les quals totes coses ha ordenat Jesuchrist esser complides en aquest orde a mantenir e crexer obra de tan gran misericordia ço es visitar e rembre christians catius de poder de sarrains e daltres qui son contra nostra leg a qui propiament ha deus establit aquest orde).

En el siglo XIII, aquellos  frailes-hermanos de,  bajo el patrocinio de la madre de Jesús, a la que llamaron Virgen de Merced, interpretaron de un modo práctico el texto fundamental de Mt 25, 31-46. Siguiendo aquella tradición, también yo he querido re-intepretar ese pasaje, fijándome de un modo especial en el problema de los encarcelados (en el que incluyo a los cautivos).

Un tiempo de cárceles y cautiverios

 La cárcel constituye, un elemento característico de la sociedad moderna (ilustrada) que, por un lado, dice ofrecer y ofrece un tipo de libertad formal a todos los ciudadanos, pero que por otro, (para defender la seguridad del “sistema” de poder) necesita expulsar y encerrar a los que juzga "peligrosos". Ciertamente, parece que por ahora (año 2022) no se ha implantado en ningún país una sociedad plenamente carcelaria (prescindiendo de las grades dictaduras terroristas, como han podido ser la nazi, la estalinista y cierto comunismo chino, por citar sólo las tres más importantes), pero muchos estados actuales (incluidos los de América) tienden a organizarse de forma “carcelaria”.

                La sociedad antigua esclavizaba a los vencidos y castigaba físicamente (y mataba) con frecuencia a los disidentes, contrarios y “delincuentes”, manteniendo de esa forma su estabilidad, sin que necesitara intervenir el Estado en cuanto tal, de manera que muchas culturas, el derecho de sangre (castigo y venganza) lo ejercían los parientes o familiares cercanos de la víctima (entre los que se contaba el “goel” o vengador de sangre). Lógicamente, las cárceles eran pasajeras o poco importantes. Tampoco el sistema esclavista, de fuerte estatificación social, como el de la Edad Media europea, necesitaba cárceles (a no ser para nobles o eclesiásticos superiores), pues seguía matando a los más “peligrosos”, mientras esclavizaba al resto, dentro de un “orden” donde no todos tenían las mismas libertades.

La cárcel, tal como actualmente se conoce, ha surgido sólo en el momento en que los Estados modernos han asumido en su territorio el monopolio de la justicia legal y de la violencia legítima, encerrando, vigilando y castigando a los peligrosos o "culpables", apareciendo así como garante de una ley puesta al servicio del sistema establecido. Pues bien, el sistema carcelario que, en algunos países como España tiene por Constitución una finalidad “terapéutica” (la reeducación y resocialización de los “transgresores”: Constitución España 25, 2) parece estar en crisis, tanto en sentido jurídico-social como moral, y son muchos los que piensan que no puede mantenerse en su forma actual.

Son muchos los que piensan que hemos entrado en un momento clave de la historia, de manera que, si mantenemos y aumentamos el tipo de cárceles actuales, en vez de suscitar fraternidad y sororidad (en adelante diré sólo “fraternidad”) corremos en riesgo de enterrar no sólo los ideales cristianos (centrado en la ayuda a los necesitados), sino los mismos principios democráticos de una sociedad que presume de libertad, fraternidad e igualdad (conforme al lema fundante de la Revolución Francesa. Nuestras “constituciones” y normas fundantes siguen proclamando la igualdad, libertad y fraternidad ante, la Ley, pero la mayor parte de los encarcelados provienen de situaciones sociales de opresión e injusticia, de manera que la cárcel constituye una forma de sometimiento para ciertos colectivos marginados. En esa línea, puede hablarse de una profunda relación entre dos hechos:

Un tipo de Sociedad-Estado crea la cárcel, para que los ciudadanos “pacíficos” no corran el riesgo de ser atacados (robados, matados) por los “asociales” del entorno. De esa forma, un tipo de Estado, que debía estar al servicio de todos los ciudadanos, se pone de hecho al servicio del Gran Capital, que le utiliza para su provecho.

La cárcel va creando un tipo de Estado Policial, que sirve para proteger y defender al Capital, y que sólo puede mantener su producción y consumo, sus estructuras y formas de organización, expulsando y encerrando en la cárcel a un determinado tipo de ciudadanos, especialmente enfermos y débiles.

 Nos hallamos, pues, ante una especie de contradicción que define el conjunto de nuestra sociedad. (a) Por un lado, como herederos de la gran Ilustración europea del siglo XVIII-XIX, podemos afirmar que la cárcel es signo de la racionalidad de la justicia, propia del Estado, que asume el monopolio de la legalidad, y así “libera” al conjunto de la sociedad de aquellos individuos que suponen un peligro para ella.

‒ Pero, de hecho, la misma cárcel que debía presentarse como garantía de justicia social, se ha convertido en signo de falta de racionalidad y en motivo de injusticia (contraria a la fraternidad básica de todos los hombres, pues no cumple su objetivo: no consigue detener la violencia del sistema, ni rehabilita a los detenidos, ni está al servicio de la libertad y vida de todos, sino de la seguridad de un tipo de economía.

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Iluminación bíblica Mt 25, 31-46

              Esta parábola constituye el final y compendio de las enseñanzas de Jesús. Algunos de sus rasgos pueden encontrarse no sólo en Israel, sino en otras naciones y culturas cercanas y lejanas (de Mesopotamia a Grecia, de Egipto a China...). Pero en su conjunto, ofrece un mensaje único en la historia de la humanidad y ha marcado no sólo la visión del cristianismo, sino de la cultura de occidente (y del mundo).

[Parábola] 25 31 Pues cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria, y todos los ángeles con Él, entonces se sentará en el trono de su gloria; 32 y serán reunidas delante de Él todas las naciones; y separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. 33 Y colocará las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda.

[Salvación] 34 Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. 35 Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui extranjero y me acogisteis; 36 estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. 37 Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? 38 ¿y cuándo te vimos extranjero y te acogimos o desnudo, y te vestimos? 39 Y cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, vinimos a ti? 40 Respondiendo el Rey, les dirá: En verdad os digo: cada vez que lo hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis.

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Obras mesiánica: Fraternidad Justicia, Servicio, Acogida

Los seis dolores mesiánicos del texto, que el Hijo del Hombre ha compartido (hambre-sed, exilio-desnudez, enfermedad-cárcel), se identifican con los sufrimientos reales de miles y millones de personas, no tienen nada de específico cristianos, como seguiré indicando. Pues bien, frente a ellos eleva nuestro texto las obras de ayuda que los hombres (los juzgados) deberían haber realizado para superar esos dolores (dar de comer y beber, acoger y vestir, visitar y ayudar a los necesitados), en clave de fraternidad, a fin de que la historia humana fuera lugar y presencia de Dios.

               La tradición cristiana posterior, al menos desde la Edad Media, les ha llamado “obras de misericordia”, añadiendo una más (enterrar a los muertos) y creando así una terminología específica, que ha definido la conciencia posterior de la Iglesia, tendiendo a decir que estas siete obras de misericordia son fundamentales para salvarse, distinguiéndose así de las “obras de justicia”, que serían necesarias para organizar este mundo, pero no para alcanzar la salvación final. De esa manera se han podido devaluar tanto las obras de misericordia (no servirían para organizar este mundo), como las de justicia (no servirían para la vida eterna). Pues bien, en contra de eso, el mismo texto afirma que estas son obras de fraternidad justicia, servicio y acogida/episcopado:

  1. Son obras de fraternidad (fraternidad-sororidad), como he puesto de relieve en Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños (Sígueme, Salamanca 1984) insistiendo en la complementariedad entre fraternidad y serfvicio, pues el Cristo Juez define a todos los necesitados como sus hermanos, y de un modo especial como “sus hermanos más pequeños”. Ésta no es una fraternidad de puro nacimiento biológico, sino de comunión y comunicación humana.
  2. Son obras de obras de justicia, como dice expresamente el texto, pues aquellos que las cumplen se llaman justos: “Entonces responderán los justos (dikaioi)”, es decir los de la derecha (25, 37), es decir, los que han dado de comer y beber a los necesitados. Al utilizar este lenguaje, el texto asume no sólo toda la tradición de la justicia del Antiguo Testamento (la Tsedaqa: ayuda a los necesitados), sino todo el mensaje de Jesús en el evangelio de Mateo, a quien podemos llamar el evangelio de la justicia (cf. Mt 5, 20 hasta 23, 23).

  1. Son obras de servicio, es decir, de diakonía, como dice expresamente la pregunta de los “condenados”: ¿Cuándo te vimos hambriento, sediento… y no te servimos” (kai ou diêkonêsamen soi?; 25, 44). No se trata pues de unas obras de misericordia más o menos discrecional, sino de servicio humano, en el sentido radical de la palabra, que todo el Nuevo Testamento ha situado en el centro del mensaje de Jesús de la tarea de la Iglesia. En un sentido extenso, el Nuevo Testamento distingue entre el doulos o esclavo, que sirve por necesidad, es decir, por condición social, el diakonos o siervo, que es un hombre libre, que sirve a otros por su propia voluntad., aunque a veces los matices se solapan. Sea como fuere, Jesús aparece en el Nuevo Testamento como el el gran servidos o diakonos, aquel que ha venido a servir a los demás, regalándoles la vida (cf. Mt 20, 28).

               Aquí se expresa la gran revelación de este pasaje: El hombre está hecho para “servir a Dios”, sirviendo a los necesitados (en esa lista que va del hambriento al encarcelado). Servir es dar o, mejor dicho, darse para que el otro viva. Este descubrimiento de la solidaridad universal y del servicio concreto a los demás, como expresión y presencia de Dios (plenitud del hombre) constituye el mensaje central del evangelio. El hombre es el viviente cuya realidad se expresa en forma de amor activo a los demás, en línea de servicio. Ésta es la verdad y el contenido de la justicia, el servicio interhumano.

6.5.15. San Pedro Nolasco. La Biblia de la Libertad (1)

‒ 4. Son obras de solidaridad y comunión humana, en el doble sentido de entrega activa (de ir donde los necesitados: los enfermos y los encarcelados) y de acogida (de recibir, synagogein,a los extranjeros…). En este contexto evoca el evangelio la palabra clave de la tradición judeo-cristiana de su tiempo, que es la de acoger y crear espacios de diálogo y convivencia, tal como se realiza especialmente a través de las “sinagogas”. A diferencia de la tradición judía, la cristiana ha puesto más de relieve la palabra “iglesia”, entendida en sentido más confesional, como asamblea en la que se reúnen los “convocados” y celebran el misterio de Jesús (cf. Mt 16,18 y 18,17). Pero en Mateo (y en la iglesia primitiva) sigue siendo fundamental la experiencia de la “acogida” humana, tal como se expresa por la palabra synagogein, sinagoga.          

               No se trata, pues, de ayudar simplemente desde fuera (como podría suceder en el caso de dar de comer y de beber a otros en sentido material, como puede suceder dando comida a los animales estabulados), sino de acoger en la propia casa de fraternidad a los de otros grupos, formando así comunión humana, un espacio de diálogo integral, superando los enfrentamientos divisiones que se van estableciendo entre grupos y grupos. Así lo ha destacado 25, 35. 38. 43, poniendo de relieve la importancia de la “acogida”, como creación de un espacio de convivencia humana

  1. Son finalmente obras de episcopado, en el sentido también radical de la palabra. Como estamos viendo, los representantes de la humanidad y fraternidad de Dios son los que sufren, los necesitados (los hambrientos-sedientos, enfermos-encarcelados). Pues bien, en esa línea los representantes del Dios salvador son los que hacen justicia, sirviendo a los otros y acogiéndoles. En ese contexto ha proclamado Jesús la palabra central del “episcopado”, tanto en referencia a los enfermos (me cuidasteis: 25, 35), como en referencia a los enfermos y encarcelados (25, 43), utilizando en ambos casos el verbo episkeptomai (tener cuidado de, ayudar), del que viene el sustantivo episcopos, obispo, que es una especie de “superintendente”, encargado del servicio mutuo en la comunidad.

6.5.20 Pedro Nolasco, comerciante de libertad. Para una "conversión" del  dinero

Derechos humanos, obras de servicio El camino de la fraternidad

En ese contexto presenta y condensa este pasaje los seis sufrimientos básicos de la historia humana, que no son propios de un determinado pueblo o religión, de de un Estado concreto, de una clase social, sino de todos los seres humanos, representados de un modo especial por los más pequeños, es decir, por los que sufren.

‒ Mt 25, 31-46 ofrece quizá, la primera tabla social (universal) de los derechos humanos, la más concreta e importante de todas. Éstos no son los derechos de una nación, de un Estado social, de una Iglesia… sino los derechos de la fraternidad humana empezando por los pobres. Éstos son ante todo los derechos de los pobres (hambrientos, encarcelados), no en sentido general, como en la Revolución francesa (libertad, igualdad, fraternidad), sino en una línea concreta, que implica y exige la presencia, ayuda y asistencia del conjunto social (=dar de comer, visitar al encarcelado). Éstos son los derechos que todos los hombres y mujeres tienen a ser atendidos.

Esos derechos marcan y definen el carácter divino de la vida humana, pues son los deberes y derechos del mismo Dios, que se ha encarnado en Cristo, no sólo de un modo individual (en Jesús, un hombre concreto), sino en sentido universal: en todos los hombres, y de un modo especial, en cada uno de los pobres en concreto, que son “hermanos” de Jesús, presencia de Dios. Esta encarnación de Dios (de Cristo) en los pobres-necesitados marca identidad suprema de la vida humana, como vida de Dios.

Esos derechos suscitan unos deberes correspondientes, que se fundan en la gracia y compromiso básico de reconocer, acoger y ayudar al mismo Dios que está presente en los necesitados. En esa línea, el deber fundamental no es el de honrar a los poderosos, sino el de atender, acoger y cuidar a los necesitados.

Esos sufrimientos (con el deber que suscitan de ayudar a los necesitados) eran en tiempo de Jesús y siguen siendo en nuestro tiempo (2017) los sufrimientos y dolores normales de la gente, en un contexto y circunstancia de pobreza. Significativamente entre los que sufren esos males el texto no presenta de una manera expresa a los esclavos, ancianos o moribundos, ni a los huérfanos o viudas, ni a los marginados sexuales ni a los impuros religiosos, los publicanos o prostitutas…, sino que se limita a evocar seis tipos de hombres o mujeres sometidos a necesidades generales de tipo universal, que son como un compendio de todas las necesidades y opresiones de los hombres .

Estas seis necesidades no son en principio de tipo religioso ni de estructura eclesial (el problema de fondo no es la falta de evangelización estricta, de buena religión o sacramentos…), sino de tipo humano, en el sentido básico del término. La iglesia cristiana, comprometida a cumplir estas “obras” (dar de comer, acoger al extranjero, visitar al encarcelado…), según el evangelio, ha de ponerse ante todo al servicio de la humanidad necesitada, por encima de un pueblo concreto (Israel, Antiguo Testamento), no para negarlo, sino para universalizar su aportación, o por encima de la misma iglesia, como institución creyente, tampoco aquí para negarla, sino para indicar mejor el sentido universal de su experiencia de Dios y su tarea de servicio humano.

‒ Son obras abiertas a todos los pueblos, es decir, a todas las unidades sociales, entendidas en forma cultural o social, obras de fraternidad universal, dirigidas a cada uno de los hombres y mujeres, de los pueblos y naciones,  cada uno pueblos con su propia identidad, conforme a una visión común del Antiguo Testamento, que divide a los hombres y mujeres en lenguas y naciones (no en imperios, estados o clases sociales), para vincularlos después desde las necesidades de cada uno de ellos, en línea de fraternidad. Significativamente, este pasaje deja a un lado las grandes unidades políticas (imperios, estados, reino…) que, a su entender son secundarias, para situarnos ante los pueblos, entendidos como unidades culturales y sociales de convivencia. Pero después tampoco los pueblos como tales importan, pues en contra de las grandes diatribas de los mensajes proféticos contra los estados-pueblos (cf. Ez 25-32), aquí esos estados-pueblos desaparecen inmediatamente, de manera que ante el juez final quedan sólo hombres concretos, de cualquier pueblo o nación. Esas necesidades son las que vinculan a todos los pueblos y las que suscitan una serie de “obras”.

Estas obras no son todas las que deben realizarse, sino un compendio de ellas, como una indicación, un ejemplo y resumen de todas las posibles. No han de verse, por tanto, de un modo excluyente, sino inclusivo, pues en ellas se condensan todas las que pueden y deben realizarse a favor de los necesitados, hombres y mujeres sin distinción (¡aquí no hay nada exclusivo de hombres, nada de mujeres, todo se dirige a los seres humanos, incluidos varones y mujeres, grandes y niños, en la línea de Gal 3, 28).

Éstas son, finalmente, unas obras in crescendo, es decir, estructuradas de un modo creciente, entre el hambre y el encarcelamiento. Es muy importante poner de relieve el orden progresivo, como si formaran una “cadena”, es decir, un proceso o progreso que va desde el hambre a la cárcel, que aparece como culminación de todos los males de la historia humana. Resulta fundamental tener en cuenta este ordenamiento, pues nos permite descubrir que la cárcel no nace de sí mismo, sino que, según Mt 25, 31-45, es la consecuencia y culminación de un tipo de males que empiezan con el hambre.

               Como seguiré indicando, estas seis obras son de tipo humano integral, aunque después la Iglesia ha tendido a llamarles obras corporales, añadiendo una séptima (que sería enterrar a los muertos) y poniendo a su lado unas siete obras también importantes, que serían “espirituales” (enseñar a quien no sabe, dar buen consejo a quien lo necesita, corregir al que yerra…). Pues bien, conforme al esquema de Jesús, cuidadosamente estructurado por Mt 26, todas las obras de misericordia se condensan en estas seis, que son espirituales y corporales, que son cristianas siendo universales, que empiezan por el hambre y culminan en la cárcel, como seguiré indicando.

               Por eso, según Mt 25, 31-46, no se puede visitar (liberar) a los encarcelados de verdad si es que no se empieza desde el principio, es decir, dando de comer a los hambrientos, para ir pasando desde ahí a todas las restantes (dar de beber, acoger a los exilados, vestir a los desnudos…). En ese sentido el “apostolado carcelario” (es decir, el envío de los cristianos a las cárceles del mundo) ha de entenderse como culmen y compendio de un testimonio completo de vida mesiánica, es decir, de compromiso al servicio de los necesitados.

Tuve hambre y me disteis de comer (Mt 25, 35)

En principio, el hambre es una necesidad material, y parece fácilmente remediable, pues la tierra ofrece mucho alimento, y el hombre actual sabe producir, de manera que hay comida suficiente para todos. Pero de hecho los hombres concretos no saben o no quieren compartir la comida (los bienes), de forma que unos tienen pan sobrante y otros mueren por falta de alimento. Por eso, aunque el hambre tiene varias raíces(escasez de recursos, desgracias, subdesarrollo de algunos colectivos...), en sentido más profundo, ella proviene de dos principales: el egoísmo de algunos y la injusticia del sistema social.

Dios preso – Secretariado Trinitario

Éxodo, liberación de los hambrientos. La historia bíblica empieza resaltando la abundancia de la tierra (Gen 1), un paraíso, regalo de Dios y objeto del cuidado/trabajo de los hombres (Gen 2). Pero la necesidad apareció muy pronto: “Hubo entonces hambre en la tierra y descendió Abrahán a Egipto para vivir allí, porque era mucha el hambre en la tierra” (Gen 12,10). Ese pasaje supone que (a diferencia de lo que pasaba entre las tribus trashumantes y los cananeos) los egipcios habían logrado racionalizar la producción y reparto de alimentos, de forma que así podían vender “pan” a los necesitados.

Por eso los hijos de Jacob (“descendientes” de Abraham) “bajaron” a Egipto en busca de comida, pues tenían hambre, pero fueron esclavizados por los amos de la tierra, viniendo a convertirse en siervos de un sistema opresor que les utilizaba para construir grandes obras de seguridad nacional (cf. Gen 37-41; Ex 1-2).

‒ El evangelio sabe que no sólo de pan material vive el hombre, pues antes que el pan se encuentra la Palabra (cf. Mt 4, 1-4 par.), pero sin pan no se vive. Así responde Jesús al Diablo tentador, que puede producir pan material, pero no quiere compartirlo, pues pone el mismo pan (lo pone todo) al servicio de la destrucción humana. Ese pan del Diablo se parece al de un sistema económico, que produce mucho, pero no alimenta a todos, sino a sus privilegiados (y a los que necesita para producir y vender sus productos), dejando morir a otros muchos. Para que los hombres compartan el pan han de aprender a compartir la vida, como lo había visto Pablo, al afirmar que la verdad del evangelio es “synesthiein” (comer juntos: Gal 2, 5.14), no que cada uno coma en su mesa (saciando su necesidad, sin ocuparse de los otros), sino compartiendo el pan y la palabra, es decir, la humanidad.

  1. Tuve sed y me disteis de beber (Mt 25,35).

 El agua era (y sigue siendo) tan urgente y necesaria como el pan, pues en zonas y tiempos de sequía el mayor riesgo para el hombre es la falta de bebida, como así aparece indicarlo Mt 10, 42: “Aquel que os diere de beber un vaso de agua, no quedará sin recompensa”. Conforme, al conjunto de la Biblia, Dios ofrece el agua, para que los hombres la compartan, en un plano de conjunto, donde se vinculan el aspecto material y espiritual, físico y social.  

Ciertamente, el agua tiene otros sentidos, pero la primera bendición de Dios, la más importante, es aquella que debemos dar a los pobres, compartiéndola con ellos, para así vivir en hermandad. Sólo partiendo del agua podemos hablar de otras obras de misericordia: Vestir al desnudo, acoger al extranjero… Lo más espiritual (Espíritu de Dios) se identifica con el don material del agua (bebida para los necesitados). Mientras todos los hombres y mujeres no tengan acceso al agua, en igualdad y justicia, no se puede hablar de fraternidad humana.

En ese contexto se debe recordar la falta de agua y de higiene de los inmensos suburbios de las grandes ciudades modernas, en América, en Asia, en África, sin servicios sociales, sin presencia del Estado, en un contexto de miseria general. Algunos de esos suburbios (favelas, barrios miseria…) se están convirtiendo en cárceles de vida indigna, sin higiene ni seguridad, sin programa educativo ni sanitario, sin otra perspectiva de futuro que un tipo de mendicidad, quizá de robo… Sin atención a este problema, sin compartir el agua, como primero de los bienes (es decir, sin una transformación real de las condiciones de vida de cientos de miles de hacinados de los suburbios del mundo, es decir, sin un programa y proyecto de comunidad integral y re-educación) no puede resolverse el tema final de la cárcel, que es el resultado de una vida hecha de enfrentamientos y de miserias sociales .

  Fui extranjero (indígena…, exilado, de otro color y/o clase social…)  y me acogisteis (Mt 25,35).

Acoger se dice en griego synagô, recibir, reunir en un grupo. De la misma raíz proviene la palabra sinagoga, reunión o comunidad, en sentido social. Pues bien, en ese contexto, Jesús pide que acojamos en nuestro grupo (asamblea) a los extraños (xenoi), en gesto de hospitalidad integral, es decir, humana, en el sentido espiritual y social. No se trata de recibir sólo a los demás (a los extranjeros) en una iglesia entendida en línea espiritualista, sin más vínculos que un tipo de oración aislada de la vida, ni tampoco de ofrecer unos servicios sociales desde un plano superior (desde fuera), sino de acoger en comunidad, compartiendo la propia vida con los marginados y extranjeros.

En esa línea, este pasaje de juicio supone que, de un modo individual o en grupo, los seguidores de Jesús han de hallarse dispuestos a recibir a los xenoi o extranjeros, los que han sido expulsados de (o no integrados) en la comunidad mayoritaria. Entendido así, Mt 25, 31-46 eleva una propuesta de grandes consecuencias para una iglesia, que no puede encerrarse como grupo/secta separada, para algunos “fieles propios” (los miembros oficiales) sino que ha de abrirse a los de fuera, no para perder su identidad, para enraizarla y expandir, ofreciendo a los extranjeros un espacio de vida física y social, una casa, en el sentido radical de ese término.

No se trata pues sólo de no rechazar (de ser tolerantes, de respetar, no matar), sino de recibir a los xenoi o extranjeros en la comunión vital de los creyentes, en un tiempo como el de Jesús en el que los no integrados corrían el riesgo de la exclusión social y física (de la muerte), pues era muy difícil vivir sin grupo (patria), sin espacio de humanidad.

Estos xenoi provenían de otros lugares, con otras culturas, pues habían debido abandonar su tierra, casi siempre por razones de paz y de comida, para vivir en entornos económicos, culturales y sociales extraños, en ambientes casi siempre adversos. Solían ser pobres y así en general carecían no sólo de bienes económicos, sino también personales y afectivos. Lógicamente, ellos formaban parte de los estratos socialmente menos reconocidos (valorados) de la población, condenados al ostracismo y rechazados como peligrosos, en una sociedad estamental donde ser extranjero significaba carecer de un espacio social reconocido (apareciendo además casi siempre como fuente de riesgos, de robos etc.). Por eso, al decir “fui xenos y (no) me acogisteis”, el texto piensa ante todo en una iglesia o comunión creyente que ha de ser casa para los sin casa (como dice 1 Pedro) .  

No se trata de extranjeros poderosos que han dejado su hogar antiguo para así triunfar (por armas o dinero), en lugares nuevos sino más bien de aquellos pobres que no son bien acogidos ni en su lugar de origen, ni en su lugar de destino (en caso de que tengan un destino, y no sean de hecho apátridas permanente). Entre ellos están hoy las grandes masas de emigrantes que vienen a países ricos, huyendo del hambre o la muerte, siendo con frecuencia rechazados. Por ellos dice Jesús: Soy extranjero y me (o no me) acogéis.

Es evidente que la iglesia no puede sustituir la responsabilidad política de la sociedad. Más aún, es posible que una emigración indiscriminada y una apertura indistinta a los extranjeros puede resultar poco eficaz, e incluso peligrosa, a no ser que venga acompañada por una transformación general del conjunto de los pueblos. Pero, desde un punto de vista cristiano (conforme a la palabra de Jesús “fui extranjero y no me acogisteis”) la solución no está en cerrar fronteras sino en abrir espacios de colaboración y acogida, poniendo tierra y bienes al servicio de todos los hombres, de manera que nadie tenga que salir por fuerza y todos puedan hacerlo, si quieren, pues el mundo es hogar de comunión universal.

La patria del cristiano es el diálogo y la acogida, abierta con y por Jesús a los más necesitados. Sobre un tipo de derechos estatales, por encima de las imposiciones de tipo nacional o militar, los cristianos creemos en la palabra, esto es, en la comunicación y en la acogida mutua. Significativamente, una parte considerable de los encarcelados de ciertos países más ricos (entre ellos España) provienen de otros países: Son emigrantes pobres, indocumentados, sin papeles…Por eso, el problema de las cárceles está internamente vinculado a la falta de acogida social.

Por otra parte, al lado de las cárceles oficiales se han elevado (se están elevando) otro tipo de lugares de encerramiento que son a veces más dañinos, más siniestros: Los campos de concentración, los campamentos de refugiados, los centros de internamiento de extranjeros (CIES)… De esa manera, junto a las cárceles oficiales (organizadas y dirigidas por Estados “legales”) se extienden y multiplican un tipo de cárceles clandestinas, quizá más peligrosas que las estatales.   Y junto a ellos (en su origen) están los grupos de expulsados, los que van de un lado y de otro, los que se arriesgan y a veces mueren en “pateras”, los que viven encerrados tras grandes muros de separación, los que son objeto de trata de “blancas” (o de negras), encarcelados de hecho en manos de mafias que se aprovechan de su necesidad.

Este problema de los extranjeros ofrece, sin duda, una propuesta abierta a todos, pero Mt 25 piensa de manera especial en los cristianos, que debían (deben) ofrecer a los extraños un espacio de vida, una casa, como sucedía al principio de la Iglesia. Sólo en esta línea puede resolverse en realidad el tema de la cárcel, concebida como institución originaria de expulsión. No puede hablarse en modo alguno de “visita” a los encarcelados si no se empieza acogiendo a los extranjeros, en un mundo donde todos pueden y deben ser acogidos en espacios de comunión fraterna.

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  1. Estaba desnudo y me vestisteis (Mt 25,36)

               El vestido definía al hombre por su situación social y oficio. En esa línea habla la Biblia de la armadura de Goliat (1 Sam 17, 4-6. 38-39), y de los ornamentos sagrados del Sumo Sacerdote, descritos de manera minuciosa en Ex 28, pues ellos sirven para ensalzar y sacralizar al ministro del culto: «Harás vestiduras sagradas para tu hermano Aarón, que le den gloria y esplendor…, y para consagrarlo, a fin de que me sirva como sacerdote. Las vestiduras que le harán son las siguientes: pectoral, efod, túnica, vestido a cuadros, turbante y cinturón… para él y para sus hijos, a fin de que me sirvan como sacerdotes» (Ex 28, 1-4).

Esas vestiduras ricas de culto marcan una distancia entre los sacerdotes y el resto de los creyentes, ratificando así las jerarquías sacrales y sociales. Pues bien, al lado de ellas, el Éxodo ha puesto de relieve el valor sagrado de la vestidura de los pobres, que nadie puede usurpar a perpetuidad: “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás a la puesta del sol, pues no tiene vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse? Cuando clame a mí, yo le oiré; porque soy misericordioso (hanun)” (cf. Ex 22, 26).

Este vestido no es objeto de culto, sino de protección para los más necesitados, como ha puesto de relieve la tradición bíblica, al decir que la religión verdadera (ayuno), consiste en vestir al desnudo, ayudándole a vivir en dignidad (Is 68, 7). En ese contexto, desnudez significa exclusión, de manera que los desnudos aparecen como pobres de los pobres, aquellos que no tienen dignidad reconocida, ni derecho, apareciendo sin embargo (¡por eso!) como signo supremo del reino de Dios.

En ese contexto, de un modo muy significativo, Mt 25 retoma la experiencia de Is 58, 7 para quien la verdadera religión (ayuno) se expresa vistiendo (es decir, ayudando) a los desnudos y marginados. En esa línea avanza Ezequiel, cuando dice lo que ha de hacer el justo: “No robar, alimentar al hambriento, vestir al desnudo, no prestar con usura…” (Ez 18, 7.16; cf. Job 22, 6).

Según eso, desnudo no es sólo (ni ante todo) quien no tiene ropa, sino aquel que está excluido, humillado, oprimido por otros, pues carece de la dignidad y lugar social que le ofrece el vestido. El desnudo es un extranjero en su propio país y en su tierra, aquel que no ha podido lograr que se reconozca su dignidad, o ha sido expulsado del orden social.

Se trata, por tanto, de vestir en sentido externo. Por eso, quien tiene ropa sobrante (capa de rey, manto de sacerdote, túnica de labrador) y no viste al desnudo es un ladrón, merecedor del juicio (como supone Juan Bautista: Lc 3, 11).

Pero se trata, sobre todo, de vestir en un sentido integral, creando espacios de dignidad, de cultura compartida, formas de vida en las que nadie sea en principio excluido, rechazado.

Puede mantenerse la traducción usual (y no me visitasteis…), pero, tomada en sentido estricto (limitado), ella resulta imprecisa y acaba siendo falsa, pues no se trata de “hacer visitas” ocasionales a los enfermos, como a parientes lejanos, sino de cuidarles de un modo eficaz. Ese es el sentido de la palabra aquí empleada (epikeptomai), que significa cuidar, “preocuparse por”, organizar las cosas para el bien de los enfermos, como supone el término hebreo que está al fondo (paqad) y el griego ya citado, del que deriva la palabra clave de la iglesia posterior: episcopos, obispo, el que anima y coordina la vida de la comunidad (siendo signo de la presencia de Dios en la Iglesia).

Pues bien, conforme a este pasaje, el hombre o mujer más importante en la Iglesia no es el “episcopos” (obispo) posterior sino el enfermo y necesitado a cuyo servicio ha de ponerse el mismo obispo que le visita y cuida; más aún, en esa línea, todos los cristianos son “obispos”, responsables unos de los otros. En ese fondo aparece con nitidez el “crescendo” de estas “obras de diaconía”, que nos llevan de lo que parece más externo (hambre/sed) a lo realmente humano (acoger al extranjero, vestir al desnudo…), para crear de esa manera una comunidad de atención y solicitud a favor de los demás, y en especial de los débiles/enfermos, una comunidad de acogida, cuidado y madurez, pues sin ella el hombre acaba siendo un oprimido, utilizado por los otros o condenado a la cárcel.

  1. Estuve en la cárcel y vinisteis a mí (25, 36), cuidasteis de mi (Mt 25, 43).

En el contexto de Jesús y de la primera iglesia, en el mundo judío y el imperio romano, en tiempos de Mateo (hacia el 85 d.C.), los encarcelados solían ser personas que estaban en prisión por poco tiempo, en espera de juicio, por algún “delito” social o político, en espera de ser liberados o condenados a muerte. En ese contexto, el Evangelio de Mateo ha citado varios tipos de persecución contra los cristianos, por motivos de fe o compromiso religioso (desde Mt 5, 11-12 hasta 23, 34-36 y 24, 9-14). Pero nuestro pasaje (Mt 25, 31-46) no habla ya de cristianos encarcelados a causa de su fe, sino de un abanico más amplio de personas (cristianas o no) mantenidas en prisión, por diversas causas personales y sociales, institucionales e individuales.

En ese sentido resulta significativo el hecho de que Mt 25, 31-46 presente al final de su lista de necesitados los encarcelados, tras los hambrientos-sedientos-extranjeros-desnudos-enfermos, como para indicar que en ellos se condensan y culminan todos los males de la sociedad, que son signo de la presencia de Dios sobre la tierra. Y sigue siendo significativo el hecho de que no les presente en modo alguno como culpables (pero tampoco como inocentes), sino simplemente como “detenidos”, es decir, como personas que está bajo custodia o confinamiento (en phylakê), sin añadir ningún tipo de reflexión moralista, judicial o social .

Pues bien, estos encarcelados, a quienes la sociedad encierra (expulsa) como peligrosos, culminando con ellos el camino que empieza con el hambre y sed y sigue con el exilio, desnudez y enfermedad, son para Jesús una especie de piedra angular de la comunidad mesiánica, en la línea del cimiento del reino que es el mismo Hijo de Dios que ha sido expulsado de la “viña” (de la buena sociedad) y condenado a muerte, pues no cabe en el edificio de la sociedad dominante (cf. 21, 43).

Sin duda, algunos encarcelados pueden representar un peligro para la vida de los demás (por perturbación psíquica o tendencias agresivas/homicidas insuperables) social, y no es sensato que queden sin más en libertad. Pero en conjunto, de hecho, la mayoría de los encarcelados actuales no van en contra de los valores humanos como tales, sino de este tipo de sociedad, de manera que resulta necesario un proceso de cambio social para superar la cárcel, sin olvidar, al mismo tiempo, la obra de presencia y ayuda a los encarcelados concretos.

Por eso, en este contexto, Jesús quiere ofrecer a los encarcelados una presencia humana de cuidado (¡como obra que se hace a Dios!), pidiendo a sus discípulos que se ocupen de ellos (estrictamente hablando, que les acojan y cuiden). La transformación de la sociedad resulta inseparable de la atención a los encarcelados reales.

 En un sentido más personal, la opresión más fuerte del ser humano puede ser la enfermedad, vejez y muerte de cada uno, como han puesto de relieve Buda y el Budismo, al insistir en la transformación personal de cada uno, superando sus deseos que conducen al sufrimiento. Pero en un plano social, conforme a la dinámica de la Biblia hebrea y a la experiencia de Jesús, tal como ha sido condensada en Mt 25, 31-46, la necesidad y dolor más alto se expresa en los encarcelados (y en las víctimas que ellos mismos han podido producir, quizá matando, robando…).

Al situarse ante ellos, Jesús no defiende ni condena el posible pecado moral de esos encarcelados, ni instituye una dinámica de tipo judicial, para saber si son o no culpables (cf. Mt 7, 1), para que así respondan a la justicia del mundo, sino que asume su dolencia y pide a la comunidad que se ocupe de ellos, que les visite y cuide, en un gesto mesiánico de solidaridad salvadora.

En un nivel externo, ese gesto de ayuda a los encarcelados parece oponerse a la a la sentencia final de este pasaje. Por un lado, Jesús pide a sus seguidores que visiten/atiendan a los encarcelados (no que les condenen). Pues bien, desde ese presupuesto: ¿Cómo podrá decir, al fin, a los de la izquierda que vayan al fuego, esto es, a la cárcel “eterna” (25, 41.46), sin visitarles ni ayudarle, a los que no han ayudado/visitado a los encarcelados?

  1. La cárcel, tema teológico y social, una gran paradoja. A partir de todo lo anterior se plantea la gran pegunta: ¿Puede Dios condenar al infierno final a los “injustos” (es decir, a la cárcel eterna) si él manda a los hombres que no condenen a los encarcelados, sino que les ayuden? En ese contexto, Mt 25,31-46 plantea un tema que resulta teóricamente insoluble, pues nos sitúa ante el misterio del mal, con la posibilidad de una “destrucción eterna” de los malvados, es decir, de aquellos que no ayudan a los otros.

  1. Urgencia social, ayudar a los encarcelados. Desde el fondo anterior se entiende la tarea (exigencia) de ayudar a los encarcelados. Jesús no quiso destruir por la fuerza las cárceles de su tiempo (siglo I dC), ni pide a sus discípulos que destruyan por la fuerza las cárceles de ahora (s. XXI), pero introduce en este contexto carcelario (penitenciario) un principio de inversión (de transformación) que se expresa en forma de cuidado, a fin de que ellas (las cárceles) puedan convertirse en escuela especial de humanidad, lugar de presencia solidaria y cuidado, como indica la palabra epeskepsasthe: “Estuve en la cárcel y cuidasteis de mí” . De aquí derivan tres consecuencias importantes para los cristianos:

El cristiano acepta en un sentido el orden judicial como expresión de justicia intra-mundana (cf. Rom 13,1-7). Eso significa que no quiere convertirse en guerrillero, para tomar por asalto la cárcel y liberar con violencia a los presos (como podría suponer una lectura sesgada de Lc 4, 18-19: He venido a liberar a los presos. Eso significa que Jesús se (nos) introduce en el contexto de la justicia carcelaria que actualmente existe, dentro del orden actual de la sociedad, pero invirtiendo de algún modo su tendencia, poniéndose al servicio de los encarcelados (para bien de toda la sociedad).

Pero el cristiano quiere transformar las cárceles actuales, no destruyéndolas en sentido violento (con otra violencia que sería también opresora), sino convirtiéndolas en lugar de humanización (de fraternización, no de castigo). En esa línea, el cristiano visita a los encarcelados (es decir, va a ellos y les cuida: estaba encarcelado y vinisteis a mí: 15, 37.39), a fin de ocuparse de ellos (es decir, de visitarles y servirles: 25, 43-44), porque sabe que el sistema judicial en sí resulta insuficiente, no libera al ser humano, sino que se limita a controlar una violencia que parece incontrolada (o a-social) con otro tipo de violencia controlada. Por eso, aceptando en un plano la cárcel, el cristiano quiere superarla.

Este principio cristiano (visitar/cuidar a los encarcelados) está abierto a la superación del sistema carcelario, convirtiendo las medidas de prisión (encerramiento físico) en un medio para la transformación personal y social de los presos, en la línea de la práctica penitencial de la Iglesia en los siglos IV-VII d.C. El cristiano quiere crear formas eficaces y misericordiosas de re-educación de los culpables (sin necesidad de este tipo prisión externa), de manera que sólo algunos especialmente “peligrosos” podrían (quizá deberían) quedar físicamente encerrados. Éste es, un deseo humanista, pero de fondo cristiano, que ha de aplicarse en los próximos decenios, para que la condena de los culpables no se expresa en forma de venganza, sino como ofrecimiento de una oportunidad de transformación humana.

  1. En el límite social, un camino de reeducación en gratuidad, de comunicación en amor.

En otro tiempo, las mismas sociedades tradicionales educaban a los jóvenes a madurar en clave humana, tanto en el campo laboral como en el despliegue del amor (y el matrimonio), con diversas formas de iniciación. Actualmente nos hallamos en un momento de crisis, como el de Jesús, con millones de personas derrumbadas (locos, posesos…). Pues bien, la respuesta ante esa situación no es sin más la de impartir o realizar un tipo exorcismos rituales con los encarcelados, en el sentido casi sacramental del término, sino que es educar para curar y curar de hecho al conjunto social y a las personas que se sitúan en el entorno de la cárcel, de un modo intenso, no sólo con las terapias de tipo psicológico normal, sino con otras de tipo más hondo, en la línea de Jesús, como he puesto de relieve al hablar de sus “milagros”.  

En otro tiempo, cuando niños y mayores maduraban dentro de un espacio familiar ampliado, parecía menos necesaria esta educación para personas con una psicología distinta (¿difícil?) o con deficiencias sensitivas, motoras o afectivas (disminuidos, enfermos…). Pues bien, hoy se plantea con gran fuerza esa exigencia, desde la perspectiva de Jesús, que quiso educar a posesos y enfermos, como ha puesto de relieve en especial el evangelio de Marcos. Esta educación para personas menos integradas e incluso peligrosas, con problemas afectivos y/o sociales, constituye un reto para todos los creyentes, y en especial para aquellos que asumen la opción de ayudar (liberar) a los encarcelados, transformando su entorno social.

En esa línea, como lugar donde ha de expresarse de un modo más intenso la terapia de Jesús quiero evocar la cárcel, que es signo y consecuencia de un fracaso educativo, pues se nutre sobre todo de personas que provienen de familias y escuelas fallidas que no logran que niños y jóvenes maduren para la convivencia y responsabilidad. Pues bien, cuando parece que al hombre o mujer no se le puede ya educar, pues ha delinquido y su misma libertad es peligrosa, nuestra sociedad echa mano de la cárcel, que está ligada no sólo a un tema de seguridad (mantener un orden público), sino también de reeducación y resocialización de los presuntos delincuentes.

Por un lado, la cárcel es la confesión de un fracaso: Cuando no parece haber más soluciones, cuando su libertad se vuelve peligrosa, la sociedad se siente obligada a encerrar a los culpables.

Pero ella tiene o ha de tener, por otro lado, una finalidad educativa, al menos en principio, pues sólo desde ella, desde la cárcel puede entenderse y vivirse en verdad el misterio del Cristo encarcelado, la experiencia del fracaso de Dios como principio de transformación y salvación de los hombres.

El sistema jurídico no confía en el cambio humano (es decir, de la educación), vinculado a la confesión y al perdón, al reconocimiento del culpable y a la aceptación de la comunidad, ni tiene (que yo vea) medios adecuados para hacerlo. Por eso, aunque varias legislaciones digan que la cárcel es para reeducar y reinsertar a los delincuentes, el Estado no tiene medios, ni personal (ni quizá voluntad) para conseguirlo.

En contra de eso, la iglesia antigua había descubierto y elaborado un medio ejemplar de educación sanadora de los culpables, vinculado a la praxis penitencial para homicidas, adúlteros y apóstatas sociales. Con su gran poder social, ella se creía capaz de reeducar de hecho a los delincuentes, que debían reparar de alguna forma el daño cometido, para aprender a vivir de un modo distinto en la comunidad, tras un tiempo de separación penitencial.

Así actuaba la Iglesia cuando tenía gran autoridad. Pero después ella perdió esa autoridad (asumida en gran parte por el Estado), y la confesión sacramental privada sustituyó a la penitencia pública, aunque siguió teniendo tal importancia que ha sido durante siglos la institución educativa quizá más importante de occidente. Sin duda, la nueva práctica de la confesión privada refleja una intensa sabiduría de la Iglesia, que visto que la declaración de los “pecados” resulta fundamental para alcanzar el perdón, pues pone al hombre en manos de la gracia de Dios, para reconciliarse de nuevo con la sociedad. Pero ella ofrece también sus limitaciones, pues a veces ha olvidado la exigencia de reparación real, y ha dado a los confesores (clérigos) un gran poder jerárquico, convirtiendo así la educación de los “pecadores” en un gesto intimista, sin verdadera repercusión social.

Hoy en día, esa práctica, tomada en sentido sacramental, se encuentra en crisis dentro de la Iglesia, pero ha realizado (y quizá puede realizar en el futuro) una función religiosa y social muy profunda, recuperando (desde otros contextos) su función educadora en el entorno de la cárcel (o, quizá mejor, del sistema penitenciario). Sin duda, el camino sacramental de la Iglesia (confesión y absolución del sacerdote) y el orden penitencial de la sociedad moderna (con sentencia del juez civil y posible cárcel) son diferentes y cubren áreas en parte distintas de la vida, pero están muy relacionados. Pero ambos pueden y deben vincularse de algún modo, en una línea que esté al servicio de la nueva y más alta educación de las personas.

Resulta necesaria una tarea de “reeducación social”, vinculada al sistema penitencial de la sociedad, dirigida por el Estado, siempre al servicio de la reeducación (evitando en lo posible la forma de castigo actual de la cárcel). Pero, al lado de eso, también la praxis penitencial de la Iglesia (con la confesión de los pecados y el perdón de la comunidad) tiene un hondo sentido educativo. Este motivo (la reeducación de los “culpables”) nos sitúa en el centro de uno de los más hondos problemas de la sociedad actual. Si la sociedad en conjunto no cambia, si no logra reeducar a los asociales y delincuentes, ella corre el riesgo de destruirse a sí misma, y en este contexto puede servir de ayuda la “reeducación” cristiana, vinculada con la confesión.

El sacramento de la confesión implica un reconocimiento personal de la culpa y un camino penitencial, que va en la línea de la reconciliación entre el agresor y el agredido, en la línea de una educación distinta del conjunto social. Pues bien, en contra de ese ideal de re-educación de los culpables, gran parte de la justicia penal de la actualidad es incapaz de educar, porque olvida a las víctimas y trata a los agresores como autómatas (no como personas), descargando sobre ellos un tipo de venganza, al servicio de un sistema de poder. Ciertamente, la confesión sacramental pudo ser a veces un instrumento de poder del clero, pero en sí misma, vivida y desplegada en libertad, como reconocimiento social del delito, ella ha servido no solo de catarsis, sino de medio de educación personal y social, cosa que no tiene el sistema penitenciario (Cf. J. Delumeau, Confesión y Perdón, Alianza, Madrid 1992; S. Lefranc, Políticas del perdón, Cátedra, Madrid 2004).

En este campo se plantea uno de los retos más significativos de la educación cristiana, no sólo en el entorno de la cárcel (conde los cristianos quieren ser testigos del perdón y de la nueva “educación” de Cristo), sino también en el conjunto de la sociedad. Aquí ha de desplegarse el poder educativo del perdón cristiano y de la comunión entre los creyentes, en un contexto tienen que vincularse la justicia y la misericordia, para transformar de esa manera un modelo penitenciario en el que sólo se exprese un tipo de justicia vengativa (por no hablar de venganza).

En esa línea ha de avanzar la educación de los cristianos en el entorno de la cárcel, no sólo en la línea de la «reeducación y reinserción social» de los presos, sino de la maduración de todos los creyentes (y de la sociedad en su conjunto). Para cumplir con esa finalidad, las cárceles deberían suprimirse en su forma actual, pero no para abandonar a los delincuentes a su suerte y dejar a la sociedad desprotegida, sino para promover formas distintas de educación social y convivencia.

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