Los cristianos no van a la guerra, pero la sufren. Marcos 13

Contexto. La guerra final
El texto comienza situando a los cristianos en el contexto de la guerra del fin de los tiempos, en una situación que se parece extrañamente a la nuestra, hombres y mujeres del 2007, amenazados también por una guerra que es no sólo “la madre”, sino el fin de todas las guerra (pues después no habrá ya nada). En esa situación estamos y es lógico que tengamos miedo. Pero, asumiendo el mensaje y vida de Jesús, el texto nos invita a mantener la calma (en la línea de Is 7, 4):
Cuando oigáis hablar de guerras y de rumores de guerra, no os alarméis. Eso tiene que suceder, pero no es todavía el fin. Pues se levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino. Habrá terremotos en diversos lugares. Habrá hambre. Ese será el comienzo de la tribulación (Mc 13, 7-8).
Aquí se refleja el último miedo, que nace de la Guerra Universal (pueblo contra pueblo, reino contra reino). Ha llegado el Mesías de Dios, ha ofrecido su paz, pero los poderosos siguen empeñados en la guerra. Allí donde se rechaza la paz mesiánica, los hombres quedan en manos de una guerra total, sin salida alguna (cf. Jn 16, 33). Donde se rechaza un proyecto como el de Jesús, los hombres sólo pueden mantenerse combatiendo unos con otros, destruyéndose sin remedio.
Violencia cósmica, persecución de los creyentes
De manera consecuente, el evangelio sitúa la violencia humana sobre un fondo de violencia cósmica (terremotos), dentro de un mundo donde crece el hambre (vinculada a la injusticia). Dios había creado el mundo en armonía (Gen 1), pero allí donde los hombres la destruyen (enfrentándose entre sí) ese mismo mundo pierde su sentido, retornando al caos (cf. Gen 6-8). Es como si el cosmos perdiera su estabilidad y se quebrara (terremotos), negándose a dar fruto (hambre). El lenguaje del texto es simbólico, pues vincula la violencia cósmica (terremotos, un tipo de hambre) con la violencia humana (hambre, guerras) y de esa forma transmite una experiencia de fondo valiosa, pues nos recuerda la relación que hay entre paz social y paz cósmica. Donde no se acepta esa paz, sus portadores quedan en manos de la violencia:
Tened mucho cuidado. Os entregarán a los sanedrines, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes por mi causa para testimonio de ellos; pero es preciso que primero se anuncie el evangelio a todos los pueblos. Y cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de lo que vais a decir. Decid lo que Dios os sugiera en aquel momento, pues no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo (Mc 13, 9-11).
Del contexto de guerra universal (pueblo contra pueblo, reino contra reino) volvemos al espacio israelita (palestino), donde viven los primeros cristianos: “os entregarán a los sanedrines, seréis azotados en las sinagogas”. El texto supone que ellos siguen integrados en las comunidades judías, pues no han formado una estructura legal independiente, sino que están bajo la autoridad de los administradores israelitas, ante quienes deben responden por lo que hacen. Pues bien, los portadores de la paz mesiánica, precisamente por serlo (¡hombres y mujeres de paz!), quedan en manos de la violencia social del orden dominante.
Las palabras centrales del pasaje (os entregarán, cuando os entreguen: paradôsousin, paradidontes: Mc 13, 9.11) nos empiezan situando en un contexto de familia o de pequeños grupos, pero ellas misma se abren y nos abren a un espacio más amplio donde interviene la autoridad suprema: gobernadores romanos y reyes de la familia herodiana. Más aún, ese espacio israelita se ensancha también, de manera que el mismo texto nos abre, al fin, al mundo entero: “pero antes debe ser proclamado el evangelio a todos los pueblos”. De esa vienen a enfrentarse los dos principios de la historia. (a) Los poderes de la violencia, que se expresan en la persecución y guerra. (b) Y el poder más alto del Espíritu Santo que actúa en forma palabra: “no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo”.
Contra la violencia de esos poderes, que hacen guerra y persiguen, los seguidores de Jesús sólo pueden apelar a la Palabra que brota del Espíritu de Dios. Precisamente su impotencia (no hacen la guerra, no persiguen) manifiesta la más alta potencia de Dios. Ellos, los perseguidos que hablan (que transmiten la palabra) son los que sostienen mundo. Frente a la dura y orgullosa humanidad, que se mantiene por la guerra y que entrega a los creyentes (indefensos) en manos de la violencia y la muerte, se eleva aquí la paz superior de aquellos que, precisamente en medio de la persecución, pueden mantener y mantienen la palabra.
La paz viene de los perseguidos.
En este contexto se visibiliza la misión universal (pacificadora) de la palabra. Los poderes del mundo (sanedrines y sinagogas, gobernadores y reyes) luchan por mantener su influjo. En contra de eso, los cristianos tienen el poder de la palabra (testimoniada por su vida) y de esa forma permiten que la humanidad se siga manteniendo. Ésta es la paz de la palabra, de la que son portadores los seguidores de Jesús, frente a todos aquellos que apelan a la violencia para mantenerse (destruyendo de esa forma el mundo y destruyéndose a sí mismos). En este contexto aparecen los dos tipos de universalidad humana. (a) La universalidad de la persecución (todas las violencias se elevan y condensan frente a los cristianos). (b) La universalidad de la misión (sostenidos por el Espíritu, los perseguidos llevan el mensaje al mundo entero). Por un lado están los que luchan entre sí y persiguen a los otros, avanzando por un camino que lleva a la muerte total de la humanidad. Por otro lado están los perseguidos, que sólo cuentan con el poder de la “palabra gratuita”, que ellos no tienen necesidad de “preparar”, pues viene del mismo Espíritu Santo. Ésta es la palabra de los pobres y hambrientos, de todas las victimas del mundo, que se dice de un modo directo, sin retórica ninguna. Mientras ellos se mantengan y ofrezcan la palabra de su vida seguirá viviendo el mundo.
Por encima de las palabras de “poder”, que son propias de los poderosos (palabras de ciencia y técnica, de política y administración, que desembocan en la guerra), el evangelio ha destacado el valor de las “palabras de estos perseguidos”, que no se deben preparar, pues no están hechas de argumentos retóricos para impresionar o de propagandas militares o económicas para imponer, sino del testimonio de la propia vida (en la que se manifiesta el Espíritu de Dios). Frente al poder de la guerra destructora se desvela así la autoridad de la palabra, que brota de de la fe en Jesús (en su Reino) y funda la existencia del mundo. Pero después de haberlo destacado, el evangelio deja ese nivel de universalidad y vuelve a la familia, pues en ella empiezan los problemas:
Entonces el hermano entregará a su hermano y el padre a su hijo. Se levantarán hijos contra padres para matarlos. Todos os odiarán por mi causa; pero el que persevere hasta el fin, será salvado (Mc 13, 12-13).
La paz de Jesús se enfrenta con los intereses de un tipo de familia que reproduce las estructuras violentas del poder civil, tanto en plano israelita (sanedrines, sinagogas) como gentil o romano (procuradores y reyes). Por eso se dice que “el hermano entregará al hermano...”. Un texto famoso de Miqueas (Miq 7, 6) se había referido ya a la gran crisis de una sociedad donde se rompen todos los lazos de unidad y concordia, de manera que se enfrentan todos contra todos, en paroxismo de violencia. Pero esa violencia de Miqueas era “caótica”, pues todos combatían entre sí, sin distinguir a unos otros. Marcos, en cambio, supone que esa lucha tiene un orden, una racionalidad destructora (luchan los violentos contra los defensores de la paz) y sabe que en el fondo de ella hay un principio de salvación (los portadores de la paz, víctimas de la persecución, garantizan el futuro de la humanidad).
La violencia ha penetrado en el núcleo familiar y ya no actúa de manera irracional (matando cada uno a quien encuentra a su lado, sin importar quien sea, como Miq 7, 6), sino que es fruto y expresión de una racionalidad de los poderosos perversa que se une para “luchar” contra los pobres (que son aquí los seguidores de Jesús). Estos violentos ya no entreguen a cualquier familiar (hermano, hijo o padre, ni se matan entre sí por puro deseo puro de matarse), sino que entregan y destruyen precisamente a los familiares indefensos, portadores de un tipo de utopía o de familia abierta a todos los hombres. Precisamente por eso, los perseguidos pueden y deben crear en medio de las persecuciones (diôgmôn: cf. Mc 10, 30), un nuevo tipo de familia universal no impositiva, no violenta. La novedad del evangelio no está en el anuncio de una batalla final (tema común de la apocalíptica antigua y de la sociología moderna), sino en la forma en que entiende esa batalla (poderosos contra impotentes) y en su solución positiva (los perseguidos/derrotados son los vencedores).