La primera teóloga. Guardaba estas cosas en su corazón

María aparece como teóloga y maestra de la Biblia, que ella debe leer e interpretar para la Iglesia, según el evangelio de Lucas (cf.2, 19.51)

José aparece con rasgos que parecen más "femeninos" (cumpliendo su función de padre), atendiendo a los pañales de niño. Así lo ha visto y presentado esta ilustración del Libro de Horas del Maestro Jacques) de Besançon, de 1430, en el Fitzwilliam Museum, Universidad de Cambridge.

Esta imagen ofrece una de las mayores inversiones teológica, eclesiales y antropológicas de la historia cristiana... Pero no implica ninguna novedad en la Iglesia, sino que se limita a recoger y representar en forma de imagen la experiencia fundamental del evangelio de Lucas.

--María, la mujer teóloga, estudia en la Biblia el sentido del misterio de Dios y de la vida de los hombres, como "memoria orante" de Dios. Ella guardaba estas cosas en su corazón, meditándolas, es decir, analizando su sentido, como primera teóloga y maestra/madre de la Iglesia.

-- José, el varón materno, aprende en cambio a querer y cuidar a Jesús, realizando la funciones que se han tomado como femeninas: Acoge al niño, le acuna, le ofrece cariño. Es un hombre verdadero, Hijo de David, como le llama Mt, pero no para ganar batallas de gran honra y milicia, sino para cuidar a los niños...

He desarrollado el tema de manera extensa en un libro antiguo, la descatalogado, que se titulaba La Madre de Jesús (Sígueme, Salamanca 1991). De allí he querido tomar las reflexiones que siguen, sin aparato crítico.

Introducción. Guardaba estas cosas

Según el evangelio de Lucas (2, 19.51) María es la primera teóloga cristiana, pues guardaba‒meditaba estas cosas (las cosas del nacimiento de Dios) en su corazón. Ella retoma así la memoria de Dios «que se acuerda de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres» (Lc 1,54-55). Entre el pasado de la promesa y el futuro del cumplimiento se extiende el presente de la misericordia, como tiempo de recuerdo. Pues bien, a la memoria de Dios que es fiel a su palabra responde la memoria de sus fieles, los creyentes, que acogiendo esa palabra la conservan y meditan en su corazón, haciéndola principio de existencia; pues bien, la primera en hacerlo es María.

De ella dice el evangelio: «conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,19.51). Son las cosas de Jesús: la señal del niño frágil, envuelto entre pañales, recostado en un pesebre (Lc 2,12); la señal de Jesús perdido por tres días en el templo, tratando de las cosas de su Padre (Lc 2, 49).




La palabra corazón ha de entenderse aquí en sentido intenso, semita. El hombre es corazón en cuanto entiende en actitud comprometida, no en un plano racional de simple idea sino en gesto de escucha y decisión, de entrega de la vida. Dentro del mismo Lc 1-2 hallamos dos maneras de entender esa palabra. Corazón es el lugar del pensamiento soberbio que se eleva contra Dios y se destruye a sí mismo ante la luz de juicio de la gracia (cf. Lc 1,51; 2,35). Pero el mismo corazón puede entenderse como lugar de acogida de Dios y del misterio de la gracia, tal como aparece explicitado por María (cf. Lc 2,19.51). A

sí lo ha proclamado Jesús en su evangelio, cuando instaura eso que pudiéramos llamar la religión del corazón frente a los signos de la ley del judaísmo (cf. Mc 7,21). Pues bien, en esa linea, frente al corazón soberbio que maquina dentro de sí mismo y se destruye, María nos conduce a la verdad del corazón que se abre al Cristo, descubriendo así la vida 15. Ella es la primera que ha vivido el misterio de la fe, en la línea de Rom 10,9-10.

RECORDAR EL NACIMIENTO (LC 2,19)

Significativamente, recordar (del latín recordar) implica traer de nuevo o situar un hecho en el hondón del corazón (cor) para entenderlo así profundamente, allí donde la vida adquiere su sentido. En ese aspecto, María ha recordado, evaluando y conservando en su raíz de corazón los hechos primordiales del nacimiento de Jesús, el Cristo, que aparecen en Lc 2,1-21. Son estos:

a) Jesús, heredero del trono de David, que reinará sobre Israel por siempre (Lc 1,32-33), nace como un simple ciudadano sometido al imperio de Augusto (Lc 2,1). Es la primera paradoja del misterio. La anunciación le colocaba en ámbito de gloria poderosa: ya parece que viene el gran milagro, el cambio trascendente, externo, victorioso, de los tiempos (Lc 1,26-38). Pues bien, la realidad le resitúa en el espacio de los hechos ordinarios de este mundo: en el imperio dominado por el César, entre los números de un censo. Como uno más nace Jesús, hijo de la promesa (Lc 2,1-7).


b) Nace y le recuestan sobre un pesebre, porque no había para ellos lugar en la posada de los ricos e influyentes (2,7). El pesebre de pastores puede recibir también otros sentidos, como luego mostraremos. Pero es claro que, en un primer momento, alude al campo abierto, a la vida que discurre fuera del poblado donde la posada ha de pagarse con dinero o con influjos sociales.

Por eso, Jesús nace sometido a los poderes políticos (del César) y expulsado por las fuerzas económicas (posada). Nace entre los pobres más pobres de la tierra, en campo abierto, donde pasan y se juntan o refugian los rebaños. Sobre un pesebre de animales deben recostar al que según la anunciación es soberano universal. Es la segunda paradoja. 1

c) Nace Jesús y le visitan los pastores que, también a campo abierto, fuera de los círculos de influjo social y religioso, montan guardia en torno a sus rebaños. Ciertamente, la palabra y el oficio de pastor guarda el recuerdo de los viejos tiempos en que grandes reyes y líderes del pueblo recibían nombre de pastores. En el entorno de Belén donde nos pone el evangelio resulta también clara la memoria de David, el pastor a quien Dios hizo rey sobre su pueblo (cf. 1 Sam 16; 2 Sam 7,710).

Pero pastores de Lc 2,820 son en el contexto israelita de aquel tiempo personajes casi impuros, religiosa y socialmente marginados. Quizá no sean pobres en sentido económico; lo son en clave socioreligiosa. Su mismo trabajo les obliga a vivir a campo abierto y así no participan del ritual y la enseñanza, del culto y las costumbres que han impuesto en Israel los sacerdotes y letrados. Son precisamente estos pastores impuros, ignorantes, marginados, los que entienden el camino de Jesús, los que le buscan y le acogen, como Lc mostrará luego a lo largo de todo su evangelio. Esta es, a mi juicio, la tercera paradoja del texto.

d) La cuarta es el niño envuelto entre pañales. Una larga tradición, reflejada en los iconos de la Iglesia oriental, ha proyectado sobre el nacimiento de Jesús el misterio de su muerte. Nacer en forma humana es comenzar a morir: asumir una existencia que culmina en el sepulcro, cuando el hombre ya difunto pone su existencia en manos del poder originario. Por eso, muchos iconos representan el pesebre‒ cuna de Jesús como una tumba y sus pañales infantiles como vendas y sudario de difunto .

Los pañales son señal de pequeñez y de cariño. El niño no se viste, hay que vestirle. No tiene autoridad sobre su cuerpo; hay que cuidarle, alimentarle, limpiarle (cf. Sab 7,4-5). Un niño abandonado a quien arrojan a la vera del camino, sin frotarle ni envolverle entre pañales de cuidado-amor, es ser que muere, carece de futuro (cf. Ez 16,1-6). Pues bien, el mismo Hijo de Dios y soberano de la tierra necesita de una madre que le cuide. Así lo ha señalado el signo que el ángel ha dado a los pastores: le hallaréis en un pesebre, pero está bien arropado; es impotente como niño, pero cuenta con la ayuda de la madre (cf. 2,7.12.16). Esta es la cuarta paradoja: el rey del cielo necesita de los hombres. Dios ha prometido un soberano triunfador, pero María tiene que acoger, cuidar a un niño que no vive por sí mismo. Por eso, la pequeñez de Dios y la ayuda de María pertenecen al misterio original del nacimiento.

e) Como paradoja final quiero señalar el hoy del evangelio: «os evangelizamos un gozo grande: os ha nacido hoy un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David» (2,10-11). Esta palabra ha recibido en Lucas resonancias especiales que derivan del último Isaías: Jesús viene a este mundo para ofrecer buena noticia a los pobres (cf. Lc 7,22); por eso, el hoy de salvación se identifica con el hoy de su noticia redentora, que implica libertad y plenitud para los pobres de la tierra (Lc 4,18; cf. Is 61,1-2). Pues bien, éste es el hoy del evangelio de la infancia, la noticia gozosa y transformante de Dios a los pastores: «os ha nacido un salvador».

La paradoja está en la forma de entender ese momento de salvación. El texto no dice que hoy, en pequeñez y esperanza, ha nacido un niño que después, en actuación transformadora, vendrá a ser el salvador del mundo. En ese caso, el nacimiento no sería más que el prólogo piadoso de una historia que tan sólo después se mostraría como redentora. Pues bien, el texto dice algo distinto: el hoy del nacimiento es ya día de revelación de Dios para los hombres. Por eso añade que ha nacido ya el Soter: el Cristo Kyrios de los cielos.

Estas palabras nos devuelven al centro del Magnificat. María ha descubierto la grandeza de Dios y le presenta como Kyrios (Señor que está elevado) y Soter (salvador de plenitud ya realizada) (cf. Lc 1,46-47). Pues bien, ahora el anuncio oficial a los pastores asegura que ese Kyrios grande es el Jesús recién nacido y que el Soter o salvador de la existencia y de la historia es el mismo hijo pequeño que María envuelve entre pañales. Lo que parecía camino de transformación externa, instantánea, victoriosa (casi mágica) de Dios ha venido a presentarse como urgencia de fidelidad cercana y servicio en lo pequeño.

Quizá esperábamos el cambio inmediato de los tiempos, las personas y las cosas. Nos habíamos sentado a la puerta de la casa, aguardando las señales de los cielos, como aquellas que pidieron a Jesús los de su pueblo (cf. Mt 12,38; 16,1 y par). Pues bien, el Dios de Cristo nos ha dado una señal mucho más honda: el pesebre y pañales del Kyrios-Soter que ha nacido como un necesitado, puro niño, entre los hombres.

Esta es, a mi juicio, la inversión definitiva. Con las voces de su canto victorioso (Lc 1,46-55), María pudo encender la ilusión de un cambio fácil, realizado en la estructura más externa de la sociedad y de la historia. Pues bien, el nacimiento de Jesús le reconduce al centro, a la matriz de toda vida: la impotencia del niño refleja la fuerza de Dios; su pequeñez hace presente la grandeza originaria. Ahora sabemos que Dios empieza a salvarnos haciéndose «salvado»: necesitado de amor y mendigo de gracia en medio de la tierra.

En esta perspectiva ha de entenderse ya la anotación fundamental del evangelio: «María conservaba todas estas cosas, comparándolas o intepretándolas en su corazón» (Lc 2,19).

Ella es el lugar donde se asienta y viene a hacerse humanamente comprensible la más grande paradoja: Dios que es soberano sometido, dueño sin posada, grande entre pastores marginados, poderoso entre pañales, salvador del cosmos al que debe acunar su misma madre. Esta novedad del evangelio que los ángeles de Dios anuncian sobre el mundo (cf. Lc 2,9-14), como nuevo nacimiento de la historia, ha desbordado su capacidad antigua de mujer israelita y de profeta de la historia. Por eso, después de proclamar el canto de la libertad universal (cf. Lc 1,46-55), ella misma ha de aprender y recorrer en carne propia el camino de esa libertad: deja que la vida de Dios le sorprenda en Jesucristo y, llena de sorpresa, le recuesta en el pesebre, rodeado de pañales. Su oficio materno pertenece al misterio de liberación que ella ha cantado en el Magníficat.

En este aspecto resulta muy significativo un dato que pudiera parecer marginal dentro del texto. Los pastores reciben la señal del salvador: «un niño envuelto entre pañales y recostado en un pesebre» (2,12). Corren aprisa y encuentran «a María y a José y al niño recostado en un pesebre» (2,16). Falta, como vemos, la señal de los pañales. En lugar de ella encontramos a María y a José que han acogido al niño, acompañándole, cuidándole, educándole. Dios sólo ha podido nacer humanamente si unos hombres, y de forma especial una mujer, le reciben con amor sobre la tierra. Por eso, en la raíz del evangelio es necesario el signo de María: ella no es sólo la mujer que ha dado a luz; es la que faja al niño con cuidado; es la primera creyente que se deja sorprender por el misterio, descubriendo, acogiendo, interpretando los caminos de Dios sobre la tierra.

ENTENDER A JESÚS. LA ESCENA DEL TEMPLO (LC 2,50-51)

Hemos visto que María «conservaba en su corazón» todas las cosas de eso que pudiéramos llamar el nacimiento pasivo de Jesús. El niño aún no hace nada, simplemente deja que le hagan y que en torno a él se anuncie y crezca el evangelio. Pero una escena posterior, Lc 2,41-52, expone aquello que llamamos nacimiento activo: el niño asume su propia singularidad y, rompiendo de algún modo con sus padres (Lc 2,48), traza un nuevo espacio de apertura al Padre del cielo, en búsqueda del Reino (2,49). Evidentemente, los padres del mundo no pueden entenderle. El camino que Jesús ha comenzado a recorrer les desborda (Lc 2,50). Pero María, desde el fondo de su misma incomprensión, acoge la palabra y la conserva (2,51), caminando así en una actitud de fe (cf. Lc 1,45; 8,21; 11,28) que culmina dentro de la Iglesia, en la venida del Espíritu, en la Pascua (Hch 1,14).

La escena empieza con un signo de ruptura familiar:

«al acabar las fiestas, quedó Jesús en Jerusalén, sin que los padres lo supieran» (Lc 2,43). Como signo de actuación de Dios, como principio de Reino, María ha recibido un niño que debe ser cuidado, envuelto entre pañales (2,7). Pudiera haber pensado que ese niño, cercano, cariñoso, obediente, iba a mostrarse para siempre sumiso a su cuidado. Pero el niño, acercándose a su edad de independencia (doce años), se le vuelve independiente. Por eso, la señal de Dios se vuelve signo de ruptura.

En un lugar fundamental del AT se nos dice que, al llegar a madurar, «el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a la mujer, formando así los dos una sola carne» (Gén 2,34). Pero Jesús no ha madurado todavía como esposo, ni abandona a sus padres en un gesto público de boda. Les deja cuando es solamente un niño y sin decirles nada: para señalar de esa manera que la voz de Dios supera los antiguos lazos familiares. Desde entonces la madre que ha entregado todo por Jesús viene a encontrarse como madre abandonada. La soledad de su abandono sobre el mundo pertenece desde ahora al ámbito del Reino.


La escena es, en segundo lugar, gesto de inserción israelita.

Los padres encontraron a Jesús «en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles» (Lc 2,46). Ciertamente, tomado en perspectiva historicista, el relato ofrece rasgos de anécdota ejemplar: Jesús aparece como un niño maduro, casi prodigioso, que viniendo de la oscura Galilea sabe discutir con los maestros de Jerusalén y les asombra «con su comprensión y sus respuestas» (Lc 2,47). Pero superando la anécdota, el sentido del texto se desvela en eso que pudiéramos llamar maduración israelita de Jesús: es hijo de María, pero debe recibir luz y camino entre los sabios de su pueblo, sobre el templo.

Por eso viene a escuchar y preguntar. Las palabras de la anunciación le presentaban como rey universal, santo, que tiene la fuerza del Espíritu divino (Lc 1,32-33.35). Pues bien, ahora le hallamos aprendiendo, dialogando sobre el templo. Sólo porque escucha y pregunta puede comprender y responde a los doctores. María le ha educado y quiere mantenerle cerca, pero él se independiza (se le pierde) en el camino de preguntas y respuestas de su pueblo.

En tercer lugar, la escena marca una ruptura trascendente.

Como madre angustiada le dice María: «¡hijo!, ¿cómo te has portado de esta forma con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos llenos de dolor» (Lc 2,48). En un primer momento, el camino de liberación que María canta en Lc 1,51-53 se expresaba en el gesto de cuidado por un niño que no puede valerse por sí mismo. Pero ahora, la misma edad exige que Jesús rompa el estadio precedente de cariño cercano y obediencia infantil para asumir su responsabilidad de Hijo divino. De esa forma, ha respondido: «¿Por qué me buscabais? ¿no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Supone esta respuesta que sus padres ya sabían, especialmente su madre. Sabían que el camino de Jesús es diferente y que no puede predecirse de antemano. Y sin embargo el día en que Jesús lo asume y rompe el equilibrio antiguo de familia ellos se angustian: la misma cercanía se les vuelve señal de lejanía; han de perder al que sirvieron como niño, para descubrirle como salvador en el misterio de Dios Padre.

Quizá podamos destacar aún otro rasgo de esta escena y descubrir en ella el signo de la muerte de Jesús y de su pascua.

Jesús abandona a los padres de este mundo, que le buscan por tres días, dominados por la angustia. Pasados esos días de dolor le encuentran en un gesto de pascua anticipada que les abre hacia la altura de Dios Padre (cf. Lc 2,46.49) Aunque esta referencia pascual no se halle literalmente demostrada, pensamos que teológicamente es verdadera. La maternidad mesiánica ha colocado a María en situación de cruz. Ella tiene que perder a su hijo si pretende recuperarle como Cristo. Esos tres días de abandono y soledad pertenecen a su propio destino de madre del mesías: ha de perder a Jesús, perder su propia vida, para descubrirle de nuevo y encontrarla en dimensión de Reino, como asegura el evangelio (cf. Mc 8,34-35).

Pero debemos avanzar, explicitando ya el quinto nivel de nuestra escena: vinculada todavía con José, María no comprende la palabra de su hijo (Lc 2,50). José, que es signo del AT, no le puede ayudar en esta empresa. Tampoco le resultan suficientes las palabras del ángel que anunciaban la realeza de su hijo (cf. Lc 1, 32-35), ni tampoco la palabra de utopía que ella misma ha proclamado cuando evoca la justicia final sobre la tierra (Lc 1,46-55). Pienso que el problema se ha desenfocado cuando pretendemos saber si es que María conocía o no el carácter divino de su Hijo. No es la divinidad en un sentido estricto lo que aquí se pone en juego. En juego está el camino de Jesús, su forma de tender ante Dios Padre, la manera de trazar y realizar su misión sobre la tierra. Pues bien, María, fundada en el camino de Israel y en su experiencia anterior (anunciación y nacimiento), no comprende. Ciertamente, ella no puede comprender porque es el mismo camino de la cruz el que ha empezado a desplegarse ante sus ojos, de una forma misteriosa.

A María le desborda la respuesta de Jesús: la forma en que ha empezado a ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,49). Este dato es significativo. No se dice que María desconozca a Dios. A Dios le ha comenzado a comprender, recibiendo su palabra y acogiendo su misterio salvador en las entrañas (cf. Lc 1,34-38). Tampoco ignora la liberación universal: al contrario, la entiende y la ha cantado (Lc 1,46-55). Lo que ignora es eso que pudiéramos llamar ruptura mesiánica del Cristo, la manera en que ha empezado a realizar su obra, abandonando a su familia y comenzando un camino de Calvario.

Pienso que esta ignorancia de María (y de José) debe entenderse a partir de lo que dice más tarde el evangelio. Jesús anuncia a sus discípulos, de un modo ya cercano, la exigencia de su muerte. Pero ellos no le entienden, la palabra de Jesús se les escapa, como realidad que sobrepasa sus posibilidades (cf. Lc 18,34; 9,45) . Esta ignorancia sólo puede superarse con la pascua, en el misterio de la nueva creación, cuando suscite Dios el Reino por Jesús, al rescatarle de los muertos. Por eso, María no puede entenderlo al principio.

Sólo en este fondo se comprende la palabra inmediatamente posterior: «y su madre conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51).

Conserva precisamente aquello que no entiende, abriendo así un espacio nuevo de verdad, un tiempo nuevo de búsqueda. Nosotros, deformados por siglos de racionalismo, tendemos a igualar verdad y comprensión: sólo recibe sentido y es real aquello que nosotros dominamos, precisamos y catalogamos por medio de argumentos. Pues bien, el gesto de María nos invita a descubrir, a recibir y cultivar una verdad distinta donde cabe también lo no sabido, aquello que nosotros no podemos resolver por medio de razones. Esta es precisamente la verdad de la existencia, la más honda y creadora.

La verdad es creadora en la medida en que integra lo ignorado, sorprendente y novedoso dentro del espacio de búsqueda de aquello que sabemos o creemos. María, la creyente, acepta desde Dios el camino mesiánico de Cristo, su hijo. Por eso ha de aprender: el misterio de su vida sigue abierto y allí donde acogió en su día el anuncio del ángel deberá acoger también la novedad del hijo anunciado, aunque al principio no le entienda. Así realiza su existencia como itinerario de fe, en la línea de los grandes creyentes de su pueblo (cf. Heb 11; Vaticano II, Lumen gentium 58).

CAMINO DE FE

Jesús mismo ha comparado su Reino a una semilla que arrojamos en la tierra. Semilla es ante todo la palabra: es la existencia y es la vida de Jesús que el mismo Dios nos ha ofrecido como germen en el centro de la historia. Podemos permitir que la palabra de Jesús resbale en nuestra vida, como grano que resbala sin entrar dentro de tierra; podemos recibir esa semilla para ahogarla después en nuestro campo pedregoso, sin hondura, en nuestra selva donde triunfan las malezas de la lucha por los bienes materiales o los simples placeres de la tierra (cf. Mt 4,1-9.13-20).

Pues bien, en contra de eso, María es tierra buena: ella ha acogido la semilla de Jesús en su existencia más profunda (cf. Lc 1,39.45), en proceso de maduración y crecimiento que ahora precisamos en sus rasgos principales (cf. Lc 2,19.51; 7,21; 11,28), fijándonos de un modo especial en sus aspectos de madre, mujer y persona.

Lc 1,51 ha destacado la función de María como madre. Todo en el texto parece dirigir hacia ese tema. Son los padres (hoi goneis) los que, tomando a Jesús como mayor, antes de cumplir los 13 años de su maduración oficial, le llevan con ellos al templo. Jesús se queda allí, «ocupado en las cosas de su Padre» (Lc 2,49), mientras los padres de este mundo le buscan angustiados (2,43.48). Precisamente en ese fondo ha comentado el evangelio: «y su madre conservaba todas estas cosas en su corazón» (1,51). «Ella irá reconociendo su verdadero ser de mujer-madre en la medida en que vaya descubriendo quién es el Padre; en la medida en que renuncia a lo que cree que es ser madre, revistiéndose de lo que Jesús, conscientemente, dice sobre su Padre de los cielos».

Así María, mujer-madre, viene a revelarnos un aspecto radical de la existencia. Conocemos de verdad si concebimos, como señalaba ya Platón cuando decía que «saber es recordar», traer al corazón y dar a luz lo que llevamos dentro. Pero ahora debemos añadir que concebimos porque Dios ha enriquecido nuestra vida también desde su propio misterio superior: recibimos la palabra y la acogemos como el campo acoge la semilla que penetra en nuestra vida y fructifica allá por dentro. En ese aspecto, conocer es acoger y dar a luz: sólo sabemos de verdad lo que se adentra en nuestra vida, madurando luego en ella.

Por eso ahora decimos que María conoce como madre: en un camino de crecimiento y maduración interna que comienza cuando nace su mismo hijo Jesucristo. Aquel que ha concebido le desborda; así en el momento en que lo entrega como fruto maduro, en manos del Dios Padre de los cielos, en el templo, lo ha perdido de nuevo y ella queda, como madre abandonada, buscando por las plazas y las calles de la gran ciudad adversa. Después, cuando lo encuentra descubre que ese hijo es ya distinto, que reclama autonomía y que le dice ¿por qué me buscabais...? (2,49). Al fondo de ese gesto hay un misterio de Dios sobre la tierra: el mismo Padre de los cielos se refleja en esta madre que se entrega por su hijo hasta olvidarse de sí misma. Su generosidad profunda y don intenso culmina allí donde cuida al niño que la deja y la desborda.

Pero tanto como la maternidad ha destacado Lc 2,19 la feminidad de María. Los pastores aparecen en la escena con su gesto de varones: cuidan los rebaños en la noche, sobre el campo (2,8). Escuchan la palabra de Dios, la compulsan con el signo del niño que ha nacido y luego la transmiten de manera abierta hacia los hombres (cf. 2,17-18). Ese rasgo es tan fuerte que muchos han visto una alusión a los mismos varones-pastores de fieles que anuncian, celebran y extienden la voz de la Iglesia (cf. Lc 2,20); el mismo nacimiento pertenece a la palabra de pascua que proclaman los ministros eclesiales cuando llaman a Jesús Soter y Kyrios (Salvador, Señor). 33

Pues bien, María dialogó con Dios y su palabra, transmitida en la raíz del evangelio (Lc 1,38), es fundamento de vida para todos los creyentes. Habló después en forma abierta, proclamando la llegada de la nueva humanidad sobre la historia (Lc 1,46-55). Ahora, en cambio, está callada. ¿Por qué? Porque es tiempo de silencio y todos, varones y mujeres, deben acoger con reverencia el gran misterio.

Hay una palabra de varón que tiende a ser inútil y aburrida, si se cierra entre las cosas, repitiendo nombres, para dominarlas (Gén 2,19-20). La mujer, en cambio, sabe acoger en actitud interna, dejando que la vida la fecunde y enriquezca en actitud de maduración abierta hacia la vida. María está callada, acogiendo en su interior lo que sucede: la vida de su hijo. Así madura su palabra y puede transmitirla luego en el conjunto de la Iglesia (cf. Hch 1,14). Ella no quiere presentarse como la persona sabia que impone su verdad sobre los otros. Es sencillamente una mujer que sabe ir aprendiendo para ofrecer la voz de su experiencia entre los hombres y mujeres de su pueblo, dentro de la Iglesia.

Este gesto de María se refleja de manera significativa en el pasaje central donde se afirma que ella «conservaba todas estas cosas symballousa, interpretándolas (explicándolas, comparándolas) dentro de su corazón» (Lc 2,19).

Esto significa que no queda en actitud pasiva, dejando que Dios diga su problema desde fuera o que los hombres (ministros de la Iglesia) precisen y resuelvan sus preguntas. Al contrario, ella se muestra como intérprete privilegiado: exegeta que compulsa los datos, compara las palabras y deduce, con la ayuda de Dios y con su propia inteligencia, los rasgos y caminos del misterio.

Con esto hemos llegado al corazón del tema. María ya no actúa solamente como madre que madura y aprende al contacto con su hijo. Tampoco es simplemente una mujer que, en contra de aquello que realizan los varones, sabe recibir en actitud de acogimiento. Ella se presenta como persona humana: un individuo que, al ponerse en relación con Dios, acoge su misterio de manera responsable, madura, reflexiva. Esta reflexión, que está marcada por el verbo «symballousa», indica hondura, independencia. María sabe pensar y piensa. Por eso se sitúa ante el misterio de la revelación de Dios y «recuerda», en el sentido que ese término tenía en el AT, actualizando en su propia vida los signos que Dios ha realizado a lo largo de la historia. Pero hay más, iluminada desde el AT (cf. Lc 1,46-55) y acogiendo la verdad de Dios en su existencia (al modo más platónico), ella se pone de una forma reflexiva, esto es, pasivo-activa, frente al Cristo.

Esta traducción, interpretación, mariana del nacimiento pertenece al misterio de Cristo. Sabemos que la pascua implica el testimonio de una Iglesia donde se incluye la presencia de María (In 19,25-27; Hch 1,14). Pues bien, en el nacimiento de Jesús sólo estaba ella, como auténtica creyente. Por eso, en aquel primer momento, ella es la Iglesia: la fe de todos los creyentes (varones y mujeres, laicos y pastores) se encuentra condensada en su fe de mujer-madre-persona. Así lo resaltamos a través de cuatro observaciones conclusivas.

María representa la conciencia escatológica de la Iglesia, como han destacado aquellos que interpretan Lc 1,19 en sentido apocalíptico. En diferentes lugares del AT, sobre todo en Dan, se afirma que el vidente debe compulsar los datos para interpretar de forma recta sus visiones. Pues bien, María tiene la visión del Cristo que ha nacido como niño que está necesitado: ése es el signo que ella debe interpretar y que interpreta como profetisa de los tiempos delfinal, conforme al verbo symballousa. De esa forma nos transmite la certeza de que en Cristo han culminado ya todas las cosas.

María representa, al mismo tiempo, la conciencia sapiencial de los creyentes. Sabio es quien penetra en el misterio de Dios y va encontrando, compulsando, sus señales sobre el mundo. Pues bien, María ha descubierto que la sabiduría de Dios está encarnada en su propio hijo. Por eso le recibe en actitud orante. Más que el don de profecía, ella cultiva el don de inteligencia: es Virgen Sabia que penetra en el misterio de Dios que ella descubre en el recién nacido. Por eso, es modelo de contemplativos, de varones y mujeres que, poniéndose ante Cristo, van entrando de manera radical, comprometida, en el misterio de Dios sobre la tierra.

Pienso que se puede dar un paso más, viendo a María como tipo de aquellos que se comprometen en el seguimiento de Jesús. Le ha buscado como a un hijo a quien se debe proteger y le ha encontrado después como a un mesías «que se ocupa de las cosas de su Padre» (2,49). Por eso, recibir a Jesús, educándolo en su casa (2,51-52), significa ir aprendiendo el camino de la cruz. Precisamente allí donde María «no conoce» los designios y misterios de su hijo (2,50) ha de seguirle y le sigue en el camino.

De esa forma asume y explicita aquel proceso de conocimiento que venía destacado en Lc 1,19. Jesús aparecía sobre un fondo de pobreza: sometido al César de Roma, recostado en un pesebre, sobre el campo, rodeado de pastores... Pues bien, sobre esa base, con los pobres de la tierra, que fueron objeto de su promesa en Lc 1,46-55, María ha comenzado un camino de interpretación creyente que le lleva al mismo centro del evangelio. Y con esto pasamos al siguiente tema.
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