Burundi. Luces y sombras de una iglesia

(JCR)
“A ese le hicieron obispo sin ser cristiano”, decían los misioneros del arzobispo de Bujumbura André Makarakiza cuando en 1973 –durante una masacre de 300.000 Hutus por parte del ejército- en obispo en cuestión (perteneciente a la minoría dominante Tutsi) entregó a los militares una lista de 14 sacerdotes Hutus que fueron fusilados pocos días después. Al poco tiempo la Santa Sede le obligó a dimitir. Cuando murió el Nuncio se negó tajantemente a que fuera enterrado en la catedral.

Afortunadamente, no todos los obispos en Burundi han sido de semejante calaña. El antiguo arzobispo de Bujumbura y actual titular de Gitega, Simon Ntamwana, ha sido una de las voces que han apelado siempre a la paz y el entendimiento, arriesgando su vida en diversas ocasiones. Sin duda, la figura más profética ha sido Joachim Ruhuna –quien vino a España en diversas ocasiones ya que tenía misioneros españoles en su diócesis de Gitega. Durante las nuevas masacres de Hutus por parte del ejército en 1993, Ruhuna se plantó delante de los militares y no les dejó pasar a las oficinas del obispado, donde varios cientos de aterrorizados campesinos se habían refugiado huyendo de las matanzas. Tres años más tarde, en Julio de 1996, hubo en Bugendana una matanza de 400 personas desplazadas. Esta vez las víctimas eran Tutsis y los verdugos rebeldes Hutus. En el funeral celebrado dos días después –del que el mismo presidente tuvo que escapar en helicóptero para no ser linchado por las iracundas masas- Ruhuna comparó a los asesinos con Caín y dijo de ellos que eran “como hijos malditos errando sin rumbo tras haber abandonado la familia, a los que la sangre de sus víctimas perseguirá”. En septiembre de ese mismo año, cuando el arzobispo regresaba de una visita pastoral a una parroquia, cayó en una emboscada de los rebeldes y fue asesinado. En total durante la guerra que asoló a este pequeño país centroafricano, 30 sacerdotes y religiosos fueron asesinados, incluyendo un valeroso nuncio irlandés tiroteado en 2003.

La Iglesia Católica en Burundi sufrió una dura prueba durante el régimen de Bagaza (1973-1987), el cual expulsó a la mayoría de los misioneros (de forma elegante, simplemente no les renovaban el visado al caducar), prohibió las misas y reuniones religiosas excepto los domingos y nacionalizó los seminarios. Tras su derrocamiento por el Coronel Pierre Buyoya, el nuevo régimen intentó normalizar las relaciones con la Iglesia.

Los primeros misioneros que evangelizaron Burundi fueron los Padres Blancos, quienes llegaron en barca por el Lago Tanganika procedentes de Tanzania en 1879. Los integrantes del primer grupo fueron todos asesinados. Tras veinte difíciles años, en 1899 finalmente abrieron una misión permanente en Mugera. Declarado Vicario Apostólico en los años 20, su primer obispo, el francés Julián Gorju, nada más llegar en 1927 recorrió el país a pie durante seis meses, experiencia que plasmó en su libro “En zigzag por Burundi”, un verdadero clásico de la literatura misionera.

Burundi se presentó en los años 50 y 60 como un ejemplo del éxito de las misiones en Africa, percepción que las terribles masacres de años sucesivos cuestionaron hasta la raíz. Hoy día es fácil detectar en los pocos misioneros que quedan un sentimiento de culpabilidad por haber favorecido durante las primeras décadas de la evangelización a la élite Tutsi, estrategia que marcó aún más las divisiones étnicas. La Iglesia, que cuenta con uno de los porcentajes de católicos más altos en Africa (60%), es prácticamente autosuficiente por lo que respecta al número de sacerdotes, los cuales al tener tantos fieles a los que atender están volcados en la práctica sacramental. La Iglesia tiene también un gran prestigio en lo que se refiere a la puesta en marcha de proyectos de desarrollo: escuelas, dispensarios, orfanatos, centros sociales, y un largo etcétera, aunque no faltan voces que señalan que la fuerte dependencia económica del extranjero ha menoscabado entre los laicos el sentido de la participación. Este flujo constante de fondos ha tenido también sus ambigüedades. Se habla estos días en Burundi de la “patata caliente” que ha dejado el poderoso obispo Bernard Bududira a su muerte. Nadie parece dispuesto a tomar la responsabilidad de su diócesis de Bururi, en el sur del país, de donde procedió durante décadas la élite del gobierno y del ejército que dominó Burundi. Las cuentas de la diócesis tienen enormes agujeros, con las consiguientes deudas.

Obispos oportunistas y obispos mártires. Sacramentalización a mansalva y comunidades de base que intentan realizar una profundización seria en el evangelio. Métodos pasados que favorecen a las élites dominantes y sacerdotes que se dejan hoy la piel por luchar por los derechos de los pigmeos Batwa. Así es la Iglesia en este país de mil colinas, superpoblado, que se empeña en consolidad una paz frágil después de décadas de horror.
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