(JCR)
Durante los últimos meses la palícula "El Ultimo Rey de Escocia" se ha
convertido en un éxito de taquilla en Estados Unidos, Canadá y Reino Unido. Basada en la novela de Giles Fodes "The Last King of Scotland", narra las aventuras de un médico británico durante la época del dictador ugandés Idi Amin. El protagonista, Forest Whitaker, acaba de recibir el Globo de Oro al mejor actor de la academia de Hollywood, lo que abre las puertas para la nominación a los Oscars el próximo mes de febrero. Aquí en Uganda la prensa local dedica grandes elogios al film, cuyo estreno se espera el 23 de febrero.
Sin embargo, todo esto no deja de causarme bastante pena. Durante los 18 años que llevo en Uganda he conocido a personas de una extraordinaria calidad humana, a veces rayana en el heroismo, y me pregunto por qué Uganda tiene que ser conocido internacionalmente como el país de Idi Amin, como si la persona de más calidad nacida en el país de las fuentes del Nilo tuviera que ser un dictador sanguinario que fue responsable de la muerte de al menos 300.000 personas durante los años de su tiranía (1971-1979). Una de sus víctimas, por cierto, fue el fiscal general del Estado Benedict Kiwanuka, un católico ejemplar del que se podría incluso abrir causa de beatificación. Como un nuevo Santo Tomás Moro en versión africana, por negarse a firmar condenas injustas fue asesinado por órdenes de Amin.
En noviembre del año 2000, por ejemplo, tuvimos una epidemia de Ébola en Gulu, y durante cinco meses el director del hospital misionero de Lachor, el doctor Matthew Lukwiya, fue el primero en ofrecerse voluntario para trabajar en el pabellón de aislamiento donde se atendía a las víctimas de esta epidemia mortal. Veinte enfermeros y enfermeras, entre ellas dos monjas ugandesas, murieron por entregarse día y noche a atender a los afectados por el virus del Ebola. En el funeral de una de ellas, a finales de octubre, Lukwiya dijo: "Acabo de comprender que la dedicación a los enfermos como médico es un servicio en el que Dios puede pedirnos que demos nuestra vida, como Jesús, por los enfermos. Yo estoy dispuesto".
Como si de una profecía se tratara, a los pocos días Lukwiya cayó enfermo y murió de forma fulminante. Sus últimas palabras fueron: "Dios mío, que sea yo el último en morir de Ebola".
Matthew Lukwiya tenía 40 años, y en varias ocasiones había rechazado propuestas para ir a trabajar al Reino Unido, siempre argumentando que prefería trabajar por su gente que sufría tanto en una zona de guerra.
Recuerdo que pocos meses después, acompañando yo al embajador francés, le llevé a visitar la tumba del doctor Lukwiya, donde sus palabras sobre el servicio médico como dedicación están grabadas en su lápida. El diplomático sentenció: "Que pena que Uganda sea un país conocido por Idi Amin, y no por el doctor Lukwiya".
Pues eso mismo digo yo, qué pena. Aunque comprendo que hacer una película sobre un dictador sanguinario y bufón debe de dar más dinero que hacer una película sobre un héroe que dio su vida por los enfermos.