(JCR)
En el norte de Uganda, en guerra desde 1986, nunca ha habido mucho tráfico y por lo tanto los accidentes no son frecuentes. Pero miles de personas se
han dejado la vida en las carreteras debido a las frecuentes emboscadas de la guerrilla y las minas. Felizmente, llevamos casi un año sin incidentes de este tipo debido al debilitamiento militar de los rebeldes y también a la tregua de la que disfrutamos desde agosto del año pasado, fruto de las negociaciones de paz. Pero el trauma causado por viajar por caminos solitarios donde sabes que detrás de cada curva puede haber francotiradores al acecho es un estrés que no desaparece fácilmente aún después de muchos años.
Se dice que en las guerras de las últimas décadas la población civil no suelen ser víctimas accidentales, sino verdaderos objetivos contra los que se ataca sin piedad. Las emboscadas en las carreteras forman parte de esta estrategia diabólica. Matar a seres inocentes cuyo único delito es desplazarse para ir a estudiar, a visitar familiares o a ganarse la vida con el comercio tiene como objetivo sembrar el caos y el terror, hacer la vida lo más ingobernable que se pueda y humillar y causar dolor al gobierno al crear descontento y desmoralización entre sus ciudadanos.
Durante muchos años he vivido en una situación en la que viajar era jugar a una lotería mortal. Han disparado a coches después de pasar yo y me he encontrado con vehículos destrozados e incendiados contra los que atentaron apenas pocos minutos antes de llegar en mi vehículo. Cuántas veces hemos recibido en nuestra radio de la misión llamamientos de otros compañeros que nos pedían ayuda para ir a recoger a heridos dejados en mitad de la carretera desangrándose.
Varios compañeros nuestros misioneros han muerto en estas emboscadas. Cuando tu trabajo consiste en salir e ir a visitar comunidades cristianas rurales varias veces por semana sabes que vives una vocación de riesgo. Yo, personalmente, cuando las cosas se ponían muy mal dejaba el coche y procuraba ir en bicicleta, programándome las cosas con más calma pues sabía que el viaje me llevaría tres horas en lugar de media hora. Quién sabe por qué los guerrilleros rarísima vez disparaban a ciclistas.
Yendo en bicicleta me di cuenta de que la gente me podía ayudar mucho más. Cuando me encontraba con otros ciclistas nos parábamos y nos poníamos al día, intercambiándonos información sobre la presencia de la guerrilla para no meternos en la boca del lobo. Aún así era imposible eliminar todo el riesgo y en una ocasión, después de una cuesta que parecía no terminar nunca, me encontré a los guerrilleros que se disponían a cruzar la carretera. Creo que ellos se quedaron más sorprendidos que yo. No me lo pensé dos veces y, encomendándome a San Indurain, pedaleé a toda pastilla cuesta abajo sin mirar atrás hasta que los perdí de vista.
Desde entonces, siempre que he ido por una carretera peligrosa en bicicleta digo a mis compañeros que le rezo a San Indurain. Si voy en coche le rezo al padre Rafael Di Bari. Fue mi mejor amigo en el norte de Uganda durante aquellos años durísimos. Murió en una emboscada cuando iba a celebrar misa en una de las capillas de la parroquia de Pajule, el 1 de octubre del 2000. Los guerrilleros incendiaron el coche con su cuerpo dentro.
Me da una pena tremenda pensar que viajar, que es una de las cosas más bonitas que hay en la vida, se puede convertir en un final trágico que siembra tristeza y muerte. En África la gente sabe mucho de eso.