El árbol del paraíso y el árbol de la cruz

El árbol del paraíso, bajo sus dos formas de árbol de la vida y árbol de la ciencia del bien y del mal (Gen 2, 9 y 17), conecta con el universo mítico del árbol sagrado, el árbol cósmico, el árbol de la inmortalidad y el árbol de la sabiduría. Dentro del cristianismo todo este cúmulo de imágenes culmina en el árbol de la cruz.

La experiencia del árbol como símbolo sagrado se contempla ampliamente en la mente de las comunidades primitivas. Para la conciencia religiosa arcaica de Mesopotamia es indiscutible que el árbol representa un poder: porque el árbol está cargado de fuerzas sagradas, porque es vertical, porque crece, porque pierde las hojas, aunque después las recobra, es decir, se regenera, muere y resucita infinidad de veces. Cito palabras de Mircea Eliade: «Un árbol se convierte en sagrado en virtud de su poder; dicho de otro modo: porque manifiesta una realidad extrahumana, que se presenta al hombre bajo cierta forma, que da fruto y se regenera periódicamente» (Historia de las religiones).

Por otra parte, la dimensión sagrada del árbol se proyecta en su condición de «árbol cósmico». Por su simple presencia (el poder) y por su propia ley de evolución (la regeneración), el árbol repite lo que, para la experiencia arcaica, es el cosmos entero. En este sentido el árbol puede llegar a ser símbolo del universo. Para una conciencia religiosa arcaica, el árbol es el universo; y lo es porque lo repite y lo resume a la vez que lo simboliza (M. Eliade).

En el relato bíblico se habla del árbol de la vida y del árbol del conocimiento (Gen 2, 9). Ya lo he indicado al principio. Pero, más adelante, el texto del Génesis introduce matizaciones importantes a este respecto: «Yahvé Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió. Se dijo Yahvé Dios: Resulta que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal. Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre» (Gen 3, 21-22).

El árbol de la vida y el árbol del conocimiento. El árbol de la vida puede conferir la inmortalidad; pero es difícil llegar hasta él, porque está oculto. Así se desprende del poema babilonio de Gilgamesh que lo busca, oculto en el fondo del océano, como la hierba de la inmortalidad, custodiado por monstruos marinos. En todo caso, la coexistencia de estos dos árboles bíblicos, el de la vida y el de la sabiduría, se encuentra también en otras tradiciones arcaicas. A la entrada del cielo los babilonios colocaban los dos árboles, el de la verdad y el de la vida. A este propósito, un texto de Ras-Shamra dice que Alein concede a Ltpn juntamente la sabiduría y la eternidad.

Las conexiones con las tradiciones míticas son numerosas. Voy a referirme aquí únicamente al relato del Gilgamesh, el héroe babilonio. Este quiere obtener la inmortalidad. Para conseguirla tiene que acudir a la casa del sabio Ut-Napistim. El camino es largo y cargado de peligros, como todos los caminos que llevan al «centro», al paraíso, a la fuente de la inmortalidad. Pero Gilgamesh se pone en camino. A la postre, después de avatares diversos, obtiene la inmortalidad en el fondo del océano. Igual que Adán, Gilgamesh pierde la inmortalidad por la astucia de la serpiente y por su propia estupidez.

Es evidente que la escenografía bíblica del árbol del paraíso debe ser enmarcada en el contexto que nos ofrecen las tradiciones religiosas arcaicas sobre el árbol sagrado. Pero a nosotros nos importa destacar ahora la importancia del árbol de la cruz, en el que culmina toda la tradición simbólica del árbol.

De entrada voy a citar las palabras de la liturgia de viernes santo: «Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo». Y en el himno que se canta durante la adoración de la cruz: «Oh cruz fiel, árbol único en nobleza. / Jamás el bosque dio mejor tributo / en hoja, en flor y en fruto. // Dolido mi Señor por el fracaso / de Adán, que mordió muerte en la manzana, / otro árbol señaló, de flor humana, / que reparase el daño paso a paso».

Aparte el testimonio de estas hermosas palabras, hay que prestar atención al testimonio emblemático del ábside que preside la basílica superior de San Clemente, en Roma, regentada por los dominicos irlandeses desde el 1677. La basílica medieval, junto con el mosaico del ábside, hay que datarla entre los siglos XI y XII. Pero nadie niega que el ábside, que ahora contemplamos, pudiera ser una recuperación del primitivo mosaico que adornaba el ábside de la primitiva basílica romana de finales del siglo IV.

Fijémonos ahora en el espléndido mosaico. El centro es una cruz en la que aparece Cristo triunfador y glorioso. La cruz emerge de un fondo formado por hojas de acanto y se extiendo como un árbol frondoso, formando un fondo exuberante de ramas que se multiplican en espiral y llenan todo el espacio. Junto a la frondosidad de las ramas aparece un bello marco ornamental cuajado de hojas, flores, frutos y pájaros. Del árbol de la cruz surgen cuatro arroyos, a cuyas aguas acuden a beber ciervos, faisanes, palomas, peces y toda clase de animales.

Nadie duda que este mosaico es una espléndida representación de la cruz de Cristo, verdadero árbol de la vida, desde la cual el Cristo crucificado se manifiesta como el salvador de todos los hombres. El árbol de la cruz aparece como la contrapartida del árbol del paraíso; de este salió el castigo, por la desobediencia de Adán; de la cruz, por la acción de Cristo, nos llegan la vida y la liberación.
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