La religión -no cuenta? No ha de contar?

La religión, ¿no cuenta?,  ¿no ha de contar?

* 1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de cultos de los individuos y de las comunidades, sin más limitación,  en sus  manifestaciones,  que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.

  1. “Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”.
  2. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (Artículo 16 de la Constitución española de 1978)

** “El cristianismo no da soluciones; da luz para buscarlas” (Cfr. J. MARÍAS, Meditaciones sobre la sociedad española; cap. 8: Panorama desde el Concilio, Alianza Editorial Madrid, 1966, pag. 192).

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Según las estadísticas, el 70 % de los españoles se  confiesan católicos.     Por si el porcentaje fuera exagerado y el número no lo fuera de verdad sino de nombre o quizás ni eso, dejémoslo en el 50 %. De todos modos, habremos de convenir en que,  para una parte muy notable de la sociedad española, la religión –y en concreto la religión católica-, el pensamiento cristiano y la concepción de la vida y de la realidad en general –la política incluida- que el cristianismo abandera desde hace veinte siglos, son valores de  trascendencia y peso en nuestra sociedad.    

Quedemos, pues, en sólo esto y dejemos de lado perspectivas como, por ejemplo, el decisivo papel histórico que la religión católica haya podido representar en la conformación, desarrollo, integración, etc. de “lo español” en campos como la cultura, el arte,   las letras, los usos y costumbres, el folklore incluso, nacionales.  En una palabra, queden al margen en esta reflexión los aportes cristianos a la estructura, hechuras y razón histórica de “las Españas” desde el siglo uno al veintiuno de nuestra era.   

Pasemos por alto este dato de tanto calado y quedémonos en la pura estadística, en el hecho de  que más de la mitad de la población española, hasta  cuando no pisa las iglesias, se siente culturalmente deudora de una visión cristiana de la realidad,  de proyección individual y social y “enteramente original”, la cual –lo remarca J. Marías en el Prólogo a su opúsculo La perspectiva cristiana (Al.  Editorial Madrid, 2005, p. 10)- “se añade a su contenido religioso, del cual emerge y que no se reduce a él”; y que –por lógica- ni se siente ajena a los   tiene sentimientos religiosos y en particular sentimientos religiosos cristianos, ni los considera extraños por completo a su vida.

Pues bien,  con la mera estadística y el hecho que le subyace,  una primera pregunta. ¿Alguien ha visto --en los programas de los partidos que van a competir este domingo en España por el Poder, o  en los debates del lunes y martes pasados en que –supuestamente- debieron plantearse  las cuestiones de más interés para los españoles en este momento crucial de su devenir histórico con los pertinentes perfiles y motivaciones- algo relativo a la “cuestión religiosa” hoy en España,   algo  referible al respeto de los derechos –sociales sobre todo- del “homo religiosus” en este país y en esta hora, al modo como se  sacan a escena o se tratan de analizar y debatir en público otros derechos de los españoles, los relacionados por ejemplo con el “homo sapiens” o el “homo faber” o el “homo oeconomius” o el “homo ludens”? ¿Derechos a la educación, al trabajo, el desarrollo económico, a los deportes incluso? 

Me temo que no. Creo que brillaron por su ausencia.

Y pienso –puede que alguien más piense del mismo modo- que la religión, en general, tiene –ha de tener- un lugar, si no de privilegio, sí decoroso, en la sociedad, porque la dimensión religiosa del ser humano es ahora mismo un dato cierto e incuestionable de la ciencia antropológica más solvente. Y porque, a donde quiera que vaya el hombre –al cine, al teatro, al mercado, a la escuela, a los campos de fútbol, a un mitin político, al parlamento, a cualquier acto de la vida social- va todo él. Va todo él a una iglesia cuando entra en una iglesia y va todo él al parlamento cuando se enzarza en discutir  la justicia o la injusticia de una ley.  El arrebato laicista –no laico,  que es cosa distinta- de recluir al “homo religiosus” en la sacristía se muestra tan ilógico y absurdo como dejar al “homo faber” recluido en su fábrica sin derecho a la huelga, o  al “homo sapiens” convertido en pieza de laboratorio o en ratón de biblioteca sin permitirle que abra la boca fuera de esos espacios. El hombre, por definición, es un “ser integrado” que va a todas partes  entero y con todos sus atributos y cualidades a la vista bajo el paraguas de su personal libertad y responsabilidad.    El hombre “duplicado” o “triplicado” no deja de ser un capricho ideológico ajeno por completo a la condición humana, que pervierte y ningunea.

Ante lo anterior, una segunda pregunta es obligada: la del por qué, o a qué se debe tamaña incongruencia. ¿Por qué lo eluden, por qué se callan? ¿Los partidos, los líderes, los asesores de ideas o de imagen, los que aspiran a gobernar un país con, al menos, la mitad de ciudadanos que se confiesan católicos?

Las razones o las explicaciones pueden ser variadas.

Puede verse una de ellas en la galopante secularización de la vida –desde la sonada Ilustración que, pretendiendo buscar el justo medio entre sacralización y secularización, se corre de frenada y se planta en el otro extremo, sustituyendo una suma sacralización por una, suma también, secularización; es decir, yendo de extremo a extremo, sin parecer enterarse, al menos de momento, de que si el primer extremo es antropológicamente  falso, el otro  lo es igualmente.

Otra –remarcable en la España del s. XIX y primera mitad del XX sobre todo, por no haber sabido resolver acertadamente y de una vez por todas el gravísimo desvarío colectivo de “las dos Españas”- tiene un cariz más ideológico que científico. Sus raíces son parte de nuestra historia y pueden palparse con abrir las manos;  pero no son –ahora mismo- cosa de las ideologías anti-clericales y anti-católicas de antaño (en las que España fue abanderada en esos tiempos), para las que la religión era “el enemigo a batir”. Hoy, como es notorio, estas ideologías ya no “se llevan” por ser anacrónicas y  desprovistas de razón;  porque la religión –en concreto la católica- se ha purificado y y ha luchado con denuedo por superar tanto sus aristas fundamentalistas como sus apetencias de poder fuera o más allá de lo que la justicia y la razón aprueban.  Quien lea por ejemplo la Declaración de Libertad religiosa del C. Vaticano II o se asome  a la Constitución, llamada Gaudium et spes, sobre el “ser” y el “estar” de la Iglesia Católica en el mundo actual, en todos los aspectos y particularmente en el político (cap. IV, nros. 73-76),  y lo haga en serio y sin prejuicios,   seguramente rebajará en un elevadísimo porcentaje lo de “la Iglesia, el enemigo a batir.

Por eso, hay que decir que, puesto que esas ideologías están desfasadas salvo en contados fósiles intelectuales, ahora mismo, las  ojerizas, los rencores, las manías –irracionales como son todas las “manías”- o el  veneno de algunos “cargos” venenosos contra la religión ya no responden a ideologías fundadas, sino que se quedan sencillamente en “resabios”, es decir –como señala el  Diccionario- en “posos” malévolos con bastante más de resentimiento que de lògica y razones. 

Y una tercera explicación o raíz de los silencios, de las omisiones, del cuidarse tanto de no mentar siquiera lo religioso en la campaña electoral, a pesar del sinsentido político que es –en el caso de España- olvidar el sentimiento de al menos la mitad del electorado-, habría que ponerla en “los complejos”. Los complejos existen fuera de los manuales de psiquiatría y los complejos se dan; y suelen darse a veces, con más frecuencia, en quienes menos razones tienen para sentir complejos por lo que piensan, dicen o realizan.

Los complejos que, por lo general, se nutren de conflictos  intrapsíquicos que la persona no es capaz de resolver adecuadamente y la sumen en contradicciones e incongruencias morbosas con bastante frecuencia y neurotizan al sujeto que los alimenta están –en esta sociedad de la “imagen”- más al día de lo que parece. Y en política más que en otros campos de menor espacio para las apariencias: es donde más se acusa el miedo de  que a uno le llamen “carca” o “facha”;  aunque en verdad no haya razones para ello… Y lo más preocupante pudiera estar en que los complejos nacen y crecen con más profusión en terrenos bien cuidados y abonados. Al sinvergüenza pocas veces le nacerán complejos. La experiencia lo dice.

Pues bien -tras estas notas-, ¿a qué atribuiremos el referido  silencio?     Yo diría que, en un 50 % a los “resabios” y en otro 50 % a los “complejos”; los resabios, por lo general, por el lado izquierdo  y los complejos, también por lo general, en el lado derecho de las políticas. Aunque puede haber excepciones.

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En una coyuntura o circunstancia como ésta, ¿qué han de hacer los católicos, sobre todo aquellos que sienten su religión y no se limitan a llevarla encima como si de un amuleto más se tratara?

En cuanto a estos últimos –los del amuleto- sencillamente esto. Si votar en conciencia cristiana y católica no les va, porque no les resulta útil políticamente, que dejen de llamarse o tenerse por católicos. Es decir, que dejen de hacer farsa con sus creencias y se apliquen esa definición de farsa que acuñara Ortega en referencia a la sinceridad de su amigo Pio Baroja.  Según la cual es farsante  quien “defiende exuberantemente por fuera unasopiniones que en el fondo le traen sin cuidado”, y también  lo es,  y quizá mucho más, el que ”tiene realmente esas opiniones, pero no las defiende ni patentiza”    (Cfr. j.  Ortega y Gasset, Obras Completas, Alianza Editorial Madrid, 1998, t. II, Ensayos de crítica- Ideas sobre Pío Baroja, pag. 85)

Y pragmáticamente, ¿ante la realidad de ahora mismo? Lo que suelo decir desde hace años en casos así.

Somos pocos. Mañana tal vez seremos menos. Pero somos algo. Y eso que somos –ese “algo” aunque no sea mucho- es obligado, por dignidad y decencia, hacerlo valer para no caer en farsantes. Y hacerlo valer ahora precisamente, en este momento, en la circunstancia de pasado mañana, tiene un nombre: votar y votar en conciencia cristiana, que es algo más fondero y entrañable que la conciencia intelectiva o la conciencia patriótica incluso. Todas conciencia compromete pero la conciencia cristiana compromete sobre todo ante Dios.  Y si se cree en Dios….

Está en la Constitución la libertad religiosa,  en su parte dogmática dd derechos fundamentales y libertades cívicas .  Es una  libertad básica entre todas ellas, porque es llave de otras libertades como la de  conciencia y pensamiento, de ideas y creencias, de información, expresión y prensa (cfr. F.  Garrido Falla,  Comentarios a la Constitución Española, 3ª edic., Madrid, 2001, pags. 312-313).  Y porque, además, libera de servidumbres más al fondo que otras libertades, porque preserva la inmunidad de la conciencia, en cuanto a ideas y creencias, en la dimensión más autónoma de la condición humana cual es la religiosa.   Es, por otra parte, una patente de la laicidad y el mejor antídoto del laicismo, tanto del reductor de su campo –el empeñado en sacar a la religión del espacio público troceando aviesamente la condición humana-, como del perseguidor de la religión, no por otra cosa en el fondo que por una concepción totalitaria del poder terrenal. 

Sin privilegios pero con derechos, la religión y su presencia viva y activa en la sociedad son de justicia y razón. ¿No cuentan? ¿No deben contar? ¿Por qué no cuentan?  Pensemos un poco en esto mañana, día de reflexión electoral.

Don Julián Marías fue observador oficial a partir de la 2ª sesión del concilio Vaticano II.  El punto final de sus impresiones ante la gran tarea renovadora del mismo, la que en verdad abre la Iglesia a una modernidad tan limpia como actualizadora del mensaje evangélico, es el que aparece en el encabezamiento de esta reflexión: “El cristianismo no da soluciones; da luz para buscarlas”. En determinadas etapas de su larga historia, pudo fallar aspirando a parcelas de poder que no son las suyas.  A algunos, dentro y fuera de la Iglesia, tal vez les parezca poco “dar luz”, abrir caminos, orientar, poner ideas al servicio de los han de buscar las soluciones a los problemas terrenales –los gobiernos de las naciones.

Para quienes lo vean así, cierro esta reflexión con una idea-frase del gran liberal francés Benjamin Constant, con la que perfila el papel que a la Ilustración correspondió para dar paso y garantizar la modernidad que propulsara en su tiempo. “Les Lumières ne font q’éclairer la route, mais ne donnent pas aux hommes la force de la parcourir”.

¿Es poco dar luz?. La religión, la Iglesia, ¿no cuentan? ¿No han de contar en unas elecciones como las actuales en España?

Hay omisiones; hay silencios; hay debilidades o frivolidades que parecen impropias de seres libres y responsables. Sean debidos a resabios o a complejos,  la verdad y, a estas alturas, hay cosas que no tienen explicación, porque suenan a error y a injusticia.

Ante ello, la conciencia del creyente ha de hacer valer su voto pasado mañana. Es un deber religioso, pero también patriótico.

SANTIAGO PANIZO ORALLO

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