Cristo nuestra Pascua



No está aquí, ha resucitado (Mt 28,6). Así lo anunció el ángel y así lo ha creído siempre la Iglesia. Porque «no es cosa grande creer que Cristo murió. Eso también lo creen los paganos, los judíos y los perversos. Todos creen que Cristo murió. La fe de los cristianos, en cambio, consiste en creer que Cristo resucitó» (San Agustín, In ps. 120,6). He ahí lo grande. Porque exige, ¡casi nada!, morir y resucitar con El, o sea, mejorar todos los días y siempre aspirar a las cosas superiores saboreando incesantemente a Dios.

O dicho con el lenguaje de la llamada Nueva Evangelización: pregonar con nuevo vigor, nuevas fórmulas, nuevo entusiasmo, nuevo afán, que Cristo es Señor de la muerte y de la vida. La muerte llama a la muerte, vienen a decirnos desde su endémica decrepitud los ateos y agnósticos y servidores de la tierra. La vida llama a la vida, replican, en cambio, desde su renacida juventud los que creen en el hecho glorioso que celebramos.

La Pascua, por eso, reclama profetas que anuncien sin tregua y con insistencia cultura de la vida, civilización del amor, exigencia de la fe, decoro de la verdad, repunte de la esperanza y dignidad en la conducta: los valores todos del espíritu, sencillamente. La esencia del Evangelio, en definitiva.

«El Señor pasó, por la pasión, de la muerte a la vida, y se hizo camino a los creyentes en su resurrección para que nosotros pasemos igualmente de la muerte a la vida» (In ps. 120,6). Estas palabras agustinianas acerca de la interpretación de los sintagmas Pascha-passio / Pascha-transitus, encierran la clave no sólo para entender, sino incluso para encarnar el sentido profundo de las fiestas pascuales.

Por de pronto apuntan al cambio radical que en la sociedad supone el retorno al espíritu, centro de los valores humanos en el devenir de la vida, de igual modo que la Pascua siempre lo fue todo explicando y resumiendo la historia de la salvación. Frente a lo efímero y transitorio de una sociedad a veces apática y envejecida, inercial y descontenta, cumple oponer el eterno aire de primavera y la siempre renovada juventud que irradia el Cristo glorioso de la resurrección. El cántico de la Iglesia estos días lo resume con esta sencilla frase: ¡Cristo ha resucitado, Aleluya! Y todavía más, si cabe, las estrofas del consabido Victimae paschali laudes immolent Christiani («A la Víctima pascual ofrezcan alabanzas los cristianos»).



Celebrar la Pascua no es, en definitiva, sino conmemorar la muerte y la resurrección de Cristo. En ello consiste la sollemnitas (solemnidad). La sollemnitas es palabra posterior a la época clásica; es un derivado de sollemnis que se dice, en el lenguaje religioso, de las fiestas que recurren anualmente, de las fiestas establecidas y, por tanto, como decimos nosotros, «solemnes».

«Con toda solemnidad leemos y celebramos la pasión de quien con su sangre borró nuestras culpas para reavivar gozosamente nuestro recuerdo [memoria nostra laetius innouetur] a través de estas prácticas anuales y hacer que, mediante la afluencia de gente, irradie mayor claridad nuestra fe [fides nostra clarius illustretur]» (San Agustín, Sermón 218,1). Y ello porque lo esencial de la fe es precisamente creer en Cristo resucitado.

«Que nadie crea, respecto a Cristo, otra cosa diferente de lo que Cristo mismo quiso que creyéramos. ¡Cuánto nos conviene creer lo que quiso que creyéramos de él quien nos redimió, quien buscó nuestra salvación, quien derramó por nosotros su sangre, quien sufrió lo que no le correspondía! Creamos» (San Agustín, Sermón 237,4).

A fuer de preciso cumple decir que es más aún, porque no es sólo, como Navidad, como la Epifanía, como muchas otras fiestas cristianas, una sollemnitas, sino también un sacramentum. La sollemnitas ve los hechos y la enseñanza objetiva que ellos comportan. El sacramentum, en cambio, introduce a los fieles en una realidad invisible que les concierne directamente. Que el Cristo resucitado no muere más, y que la muerte no tiene más dominio sobre él, he aquí el objeto de la sollemnitas. Que Cristo haya sido entregado por nuestros pecados, sea resucitado por nuestra justificación: he aquí el sacramentum. Esto al menos es lo que explica san Agustín en su carta a Jenaro (Ep. 55,1-2).

A tal respecto el sermón 272 suministra una definición: «Lo que veis es pan y un cáliz; vuestros ojos así os lo indican. Mas según vuestra fe, que necesita ser instruida, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. Esto dicho brevemente, lo que quizá sea suficiente a la fe; pero la fe exige ser documentada […]. A estas cosas, hermanos míos, las llamamos sacramentos, porque en ellas es una cosa la que se ve y otra la que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende posee fruto espiritual. Por tanto, si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol, que dice a los fieles: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1Co 12,27). En consecuencia, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el Amén, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: “El cuerpo de Cristo”, y respondes: “Amén”» (Sermón 272).

Es de notar que en ese aliud uidetur, aliud intellegitur encontramos la definición de sacramento que se ha hecho clásica. Sólo que en Agustín tiene una amplitud mayor de la que ordinariamente se le da, puesto que, para él, los «sacramentos» no pueden reducirse a los siete de la teología posterior. Para él, toda la Escritura está llena de esos sacramentos o misterios, e igualmente la liturgia de la Iglesia. Y en cuanto a la palabra Amén, he aquí el Amén que pronuncia cada fiel al recibir la comunión según el rito restablecido a partir del Vaticano II.

Según la carta a Jenaro, una celebración litúrgica es un sacramentum cuando la conmemoración de los hechos históricos es tal que se comprende que ella significa un don sagrado hecho a los fieles a través de ella. Hacer Pascua es recibir este don invisible, este fructus spiritalis, este aliquid quod sancte accipiendum est [Ep. 55,1]: «Hay sacramento en una celebración cuando la conmemoración se hace de modo que se sobrentienda al mismo tiempo que hay un oculto significado y que ese significado debe recibirse santamente [Sacramentum est autem in aliqua celebratione, cum rei gestae commemoratio ita fit, ut aliquid etiam significari intelligatur, quod sancte accipiendum est].



Cuando celebramos la Pascua [agimus Pascha] no nos contentamos con traer a la memoria el suceso, esto es, que Cristo murió y resucitó. En la celebración de este sacramento ejecutamos las demás cosas que el sacramento entraña» (Ep. 55, 1,2; para los diversos sentidos de la palabra sacramentum, recomiendo el estudio de S. Pôque remitiendo a C. Couturier y a J. de Ghellinck, quien estudia la evolución de la palabra en los primeros latinos [Tertuliano, Cipriano y los últimos antenicenos]).

Hacer Pascua, por tanto, siendo aún más concreto, es recibir el don invisible, esto es, el «sacramento de su pasión y de su resurrección» (Sermón 231,7); «Nos prometió su vida; pero más increíble es lo que ha hecho: nos envió por delante su muerte» (Sermón 231, 5). Este sacramento de su pasión y de su resurrección es el sacramentum por excelencia, puesto que el hecho visible, significando, es la muerte y la resurrección históricas; el hecho invisible pero real, significado, es el paso de la muerte a la vida. Pascua es el sacramento del paso, pues. La misma palabra lo indica.

Para san Agustín la celebración de la Pascua era, en primer lugar, la conmemoración sacramental del transitus del Señor, del paso de Cristo de la muerte a la vida, transitus éste que consagra nuestro paso de la muerte a la vida. San Agustín rechaza la antigua etimología popular de pascha-passio, que, por cierto, era todavía corriente en su época. El, en cambio, defiende la interpretación de transitus, lo que pasa es que, en ayuda de esta interpretación y por un reenvío constante a Jn 13,1, texto que marca el principio de la pasión, él pone pascha en relación directa con la pasión, la muerte y la resurrección del Señor.

El mismo desarrollo del drama de la redención es, para Agustín, un transitus. En la manera en que el Obispo de Hipona explica y aplica la noción de transitus, esta palabra retoma una gran parte del contenido de pascha-passio, esa es la verdad, pero con sucesivo enriquecimiento del término por parte del Hiponense.

El constante reenvío agustiniano al transitus Domini (tránsito del Señor), rasgo característico de la interpretación agustiniana de pascha, está en estrecha relación, a juicio de la especialista en esta materia Christine Mohrmann, con su concepción, bastante tradicional todavía, en el cuadro de los hechos hasta aquí señalados. Es decir, el estudio de los textos donde san Agustín habla directamente de la celebración de Pascua en general y de la vigilia pascual en particular.

Hay que dejar sentado como principio inconcuso que para san Agustín la fiesta pascual reviste un valor litúrgico y sacramental único. Para él, ninguna otra fiesta es comparable a la Pascua: ni Navidad se le aproxima en modo alguno. Pascua es el nudo mismo de todo el año litúrgico y de la celebración pascual, cuyo punto central lo constituye la vigilia de Pascua.



«Nuestro Señor Jesucristo ya celebró la pascua (ya hizo el tránsito), pues pascha (pascua) se traduce por “tránsito”. Esta palabra es hebrea; sin embargo, piensan los hombres que es griega y que significa “pasión”; pero no es así. Por los estudiosos y doctos se demostró que la palabra pascha (pascua) es hebrea, y no la tradujeron por “pasión”, sino por “tránsito” o “paso”. El Señor pasó, por la pasión, de la muerte a la vida, y se hizo camino a los creyentes en su resurrección para que nosotros pasemos igualmente de la muerte a la vida.

No es cosa grande creer que Cristo murió. Esto también lo creen los paganos, los judíos y todos los perversos. Todos creen que Cristo murió. La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo. Tenemos por grande creer que Cristo resucitó» (In ps. 120, 6).

Nuestra fe aquí, por tanto, también es un tránsito: el que va de lo que afirman los paganos, judíos y perversos, a lo que creen los cristianos: nada menos que la Resurrección del Señor, principio, causa y fundamento de nuestra futura resurrección."

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