La Cuaresma



La primitiva Iglesia se preparaba para la celebración pascual con largo ayuno, según épocas e Iglesias. La de Roma lo fijaba en cuarenta días para recordar la santa cuarentena que Jesús había pasado en el desierto. De ahí el nombre de Cuaresma, forma popular de la palabra Cuadragésima, que significa cuarenta días. La Cuaresma concluía con la gran semana, cuyos oficios litúrgicos eran en ella cotidianos; de mañana y noche. El ayuno se volvía más riguroso y los fieles le daban a una ascesis severa en todos los supuestos. Los tres últimos días eran ya solemnes: andando el tiempo se llamarán Triduo Sacro; y su gloriosa cumbre, la Pascua.

La Cuaresma, siendo así, es el tiempo que precede y dispone a la celebración pascual: tiempo de escucha de la Palabra de Dios y de conversión, de preparación y memoria del Bautismo, de reconciliación con Dios y los hermanos, de recurso más frecuente a las «armas de la penitencia cristiana»: oración, ayuno y limosna (cf. Mt 6, 1-6.16-18). En la piedad popular no se percibe fácil su quid mistérico. Tampoco se han asimilado algunos de sus grandes valores y temas, como la relación entre el «sacramento de los cuarenta días» y los de la iniciación cristiana, o el misterio del «éxodo», presente a lo largo del itinerario cuaresmal. Según costumbre de la piedad popular, que tiende a centrarse en los misterios de la humanidad de Cristo, los fieles concentran su atención por Cuaresma en la Pasión y Muerte del Señor.

« La Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquel que es la fuente de la misericordia. Peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua». Así abría Benedicto XVI su mensaje cuaresmal del año 2006 (cf. Langa, P., Voces de sabiduría patrística. Ed. San Pablo, Madrid 2011, p. 178).

Es el de Cuaresma tiempo litúrgico de arrepentimiento y conversión, de cuarenta días desde el Miércoles de Ceniza hasta el Domingo de Ramos, dintel de la Semana Santa. Tiempo de un esfuerzo por recuperar ritmo y altura de creyentes que viven como hijos de Dios. Tiempo, en suma, basado en el símbolo bíblico del número: cuarenta días del diluvio, cuarenta años de la marcha del pueblo judío por el desierto, cuarenta días de Moisés y de Elías en la montaña, cuarenta días que pasó Jesús en el desierto antes de comenzar su vida pública. A ello vendré luego.

Cuarenta días, pues, nos separan de la Pascua. Tiempo «fuerte» del Año litúrgico y, por ende, favorable para esperar, con mayor empeño, en nuestra conversión, para intensificar la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la penitencia, abriendo el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina: un itinerario espiritual que nos prepara a revivir el Misterio pascual.

Rompe marcha la Cuaresma con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Se trata de un itinerario de cuarenta días que nos conducirá al Triduo Sacro, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. En los primeros siglos de la Iglesia este era el tiempo en que los que habían acogido el anuncio de Cristo iniciaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para llegar a recibir el sacramento del Bautismo.

Con término ya típico en la liturgia, la Iglesia denomina este período «Quadragesima», es decir, tiempo de cuarenta días. Y con una clara referencia a la Sagrada Escritura, nos introduce así en un contexto espiritual preciso. De hecho, cuarenta es el número simbólico con el que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento representan los momentos más destacados de la experiencia de la fe del pueblo de Dios.

Es cuarenta cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la consciencia de que Dios es fiel a sus promesas. Y no constituye este número un tiempo cronológico exacto, resultado de la suma de los días, no. Indica, más bien, paciente perseverancia, larga prueba y período suficiente para ver las obras de Dios. Un tiempo, en definitiva, dentro del cual es preciso decidirse y asumir sin reparos las propias responsabilidades. Tiempo de las decisiones valientes, maduras, serenas, generosas, trascendentes.



El número cuarenta aparece ante todo en la historia de Noé. A causa del diluvio, este hombre justo pasa cuarenta días y noches en el arca, junto a su familia y animales que Dios le había ordenado llevar consigo. Y, acabado el diluvio, espera otros cuarenta días antes de tocar tierra firme, salvada de la destrucción (cf. Gn 7, 4.12; 8, 6). La próxima etapa será Moisés, que permanece en el Sinaí, en presencia del Señor, cuarenta días y cuarenta noches, para recibir la Ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex 24, 18).

Cuarenta son los años de viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra prometida, tiempo apto para experimentar la fidelidad de Dios: «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto [...] No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años», dice Moisés en el Deuteronomio (Dt 8, 2.4). Los años de paz de Israel bajo los Jueces son cuarenta (cf. Jc 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y la vuelta al pecado.

El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, monte donde se encuentra con Dios (cf. 1 R 19, 8). Cuarenta son los días de penitencia de los ciudadanos de Nínive para obtener el perdón de Dios (cf. Gn 3, 4). Cuarenta los años de los reinos de Saúl (cf. Hch 13, 21), David (cf. 2 Sm 5, 4-5) y Salomón (1 R 11, 41), los tres primeros reyes de Israel. También reflexionan los Salmos sobre el significado bíblico de cuarenta años. Así, por ejemplo, el 95: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”. Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: “Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino”» (vv. 7c-10).

En el Nuevo Testamento Jesús, antes de iniciar su vida pública, se retira al desierto cuarenta días sin comer ni beber (cf. Mt 4, 2): se alimenta de la Palabra de Dios, su arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús evocan las que el pueblo judío afrontó en el desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta, en fin, son los días durante los cuales Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 3).

La liturgia cuaresmal tiene como fin favorecer un camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y sobre todo imitar a Jesús, que en sus cuarenta días en el desierto enseñó a vencer la tentación con la Palabra de Dios. Los cuarenta años de la peregrinación de Israel en el desierto presentan actitudes y situaciones ambivalentes.

Por una parte, son el tiempo del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo. Dios, por así decir, había puesto su morada en medio de Israel, lo precedía dentro de una nube o columna de fuego, proveía cada día a su sustento haciendo que bajara el maná y que brotara agua de la roca. Aquellos años en el desierto, pues, se pueden ver como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a él por parte del pueblo: tiempo del primer amor.



Por otro lado, la Biblia muestra asimismo otra imagen de la peregrinación de Israel en el desierto: también es el tiempo de las tentaciones y de los peligros más grandes, cuando Israel murmura contra Dios y quisiera volver al paganismo: se construye sus ídolos, pues siente la exigencia de venerar a un Dios más cercano y tangible. Es asimismo el tiempo de la rebelión contra el Dios grande e invisible. En este tiempo de «desierto» y encuentro con el Padre, Jesús es asaltado por la tentación y seducción del Maligno, el cual le propone un camino mesiánico diferente, alejado del proyecto de Dios, porque pasa por el poder, el éxito, el dominio, y no por el don total en la cruz. Esta es la alternativa: un mesianismo de poder, de éxito, o un mesianismo de amor, de entrega de sí mismo.

En este «desierto» los creyentes tenemos la oportunidad de hacer una profunda experiencia de Dios que fortalece el espíritu, confirma la fe, alimenta la esperanza y anima la caridad. Ella nos hace partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte mediante el sacrificio de amor en la cruz.

Lo malo es que también el «desierto» es el aspecto negativo de la realidad que nos rodea: aridez, pobreza de palabras de vida y de valores, laicismo y cultura materialista, que encierran a la persona en el horizonte mundano de la existencia sustrayéndolo a toda tensión trascendente. Es de igual modo este el ambiente en que el cielo se oscurece, pues lo cubren las nubes del egoísmo, de la incomprensión y del engaño.

Pese a ello, también para la Iglesia de hoy el tiempo del desierto puede transformarse en tiempo de gracia, pues tenemos la certeza de que incluso de la roca más dura puede Dios hacer que brote el agua viva. En este itinerario cuaresmal, por eso, no estamos solos, pues la Iglesia nos sostiene desde el principio con la divina Palabra, que encierra un programa de vida espiritual y de compromiso penitencial, y con la gracia de los Sacramentos.

La dimensión comunitaria es básica en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido para reunir a los hijos de Dios dispersos (cf Jn 11,52). La fe es necesariamente eclesial. Esto cumple recordarlo y vivirlo en Cuaresma: que cada uno sea consciente de que el camino penitencial no lo afronta solo, sino junto a tantos hermanos y hermanas en la Iglesia.



Vivir, en fin, la Cuaresma en comunión eclesial, superando individualismos y rivalidades, es un humilde y precioso signo para quienes están lejanos o indiferentes ante la fe (cf. 1 Co 13,12). No extrañe, por tanto, que el concilio Vaticano II hiciese ver, entre otras cosas, que «la penitencia del tiempo cuaresmal no debe ser sólo interna e individual, sino también externa y social», y que, metidos ya en Triduo Sacro, el ayuno «ha de celebrarse en todas partes el viernes de la pasión y muerte del Señor y aun extenderse, según las circunstancias, al Sábado Santo, para que de este modo se llegue al gozo del domingo de Resurrección con elevación y apertura de espíritu» (SC 110).

La Cuaresma, por eso, discurre a ritmo escalonado de gracia y salvación. Su imparable crescendo, en medio del cirio, el canto de la Angélica y los aleluyas, culmina con salvas de Vigilia solemne y traca de Pascua.

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