Expresión eclesial en la España vaciada

La España vaciada

Daba yo vueltas hace unos días al traído y llevado fenómeno de la despoblación en España, y puedo asegurar que no fueron horas aquellas ni medianamente entusiastas ni mínimamente tranquilizadoras, sobre todo por lo que atañe a la pastoral rural. Bien está lo de Iglesia en salida, redescubrir la alegría del Evangelio, hacerse presentes junto a los más pobres, y cien tópicos más, algunos, por cierto, del benemérito papa Francisco, que para titulares resulta insuperable, amén de los que van surgiendo en los últimos meses a propósito del Sínodo pan-amazónico. El hecho, sin embargo, es que no hace falta salir de España para detectar problemas de similar crudeza. El de la España vaciada, por ejemplo.

Eso de que actualmente haya en el territorio nacional de la España luz de Trento curas con diecisiete pueblos, o más, a sus espaldas se las trae. Las preguntas se agolpan conturbadoras, claro: ¿Qué se hizo, o se está haciendo, de la España rural? ¿Qué medidas están ahora mismo arbitrando los obispos españoles para solucionar el problema? ¿Qué hacer los domingos con tantos pueblos que ni tienen ya santa Misa? ¿Podrían validarse, a falta de remedios más a mano, las misas que uno pueda seguir por el televisor? Y puestos a ello, ¿tendría sentido que el grupo residual de fieles, en un pueblo vaciado, pudieran  comulgar sin cura? ¿Que un laico, digamos, pueda abrir el sagrario y dar la comunión a los allí presentes?

El deber de un parroquiano es cultivar «sin cesar el sentido de diócesis, de la que la parroquia es como célula» (AA 10). ¿Pero qué sentido de diócesis ni qué historias pueden tener los seis o cinco o siete vecinos de cualquier pueblo abandonado, adonde no llegan ni la luz, ni el teléfono, ni el surtido de alimentos, ni el cura? Entiendo por expresión eclesial la energía, el afán, la luz, la fuerza que a diario destella un colectivo cristiano. La Iglesia debe reflejarse en la vida diaria de los fieles, sí, pero ha de hacerlo de suerte que también estos se reflejen en ella, pues son sus hijos.

Debe obtener la Iglesia su resonancia en la parroquia, y ésta, a su vez, eco fiel en la Iglesia. Ahora bien, cómo sea esto posible y hasta qué punto estén en ello involucradas nuestras diarias aspiraciones es lo que, por el momento, no se vislumbra en absoluto. El canon 515 del Código de Derecho Canónico abre marcha cuando dice que «La parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio» (515 & 1). Retengamos de entrada eso de una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular.

La carga jurídica del Código de 1917 quedó sensiblemente diluida en el de 1983 y convertida en nada menos que comunidad de fieles. Este modo de hablar nos acerca a san Pablo, el fundador de aquellas comunidades apostólicas presididas por el amor (cf. Ef. 1, 4). La exhortación del infatigable Apóstol fundador de comunidades eclesiales conduce de forma directa y constante a la caridad: «antes bien, siendo sinceros en el amor (Veritatem… facientes in caritate), crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo» (Ef 4, 15). Y a la catequesis iniciática: «instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio» (Col 1, 5). Y a un Evangelio transmitido y predicado, del que Pablo recordará «que llegó hasta vosotros, y justifica y crece entre vosotros lo mismo que en todo el mundo, desde el día en que oísteis y conocisteis la gracia de Dios en la verdad» (Col 1, 6).

Comunidad de fieles, pues, que, oída y conocida la gracia de Dios en la verdad, instruida por la palabra de Dios, crece en esa misma palabra de Dios que es el Evangelio siendo sinceros en el amor. En ese admirable sintagma del canon 515, laten el lenguaje paulino de la caridad y el espíritu solidario del Concilio.

Porque, de hecho, en la Constitución Sacrosanctum Concilium, el Vaticano II explica y manda en torno a la erección de parroquias esto: «Como no le es posible al Obispo, siempre y en todas partes, presidir personalmente en su Iglesia a toda la grey, debe por necesidad erigir diversas comunidades de fieles. Entre ellas sobresalen las parroquias, distribuidas localmente bajo un pastor que hace las veces del Obispo, ya que de alguna manera representan a la Iglesia visible establecida por todo el orbe» (SC 42).

Constatado el hecho, he aquí, en otro lugar, unas pinceladas teológicas sobre las diversas comunidades de la Iglesia en las que los seglares tienen su parte «como partícipes del oficio de Cristo sacerdote, profeta y rey» (AA 10): precisa el Concilio que «la parroquia ofrece un modelo clarísimo del apostolado comunitario porque reduce a unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran y las inserta en la universalidad de la Iglesia» (AA 10).

Pueblos vacíos

Y arrancando desde las mismas formas organizadas del apostolado, manda luego que los cristianos «sean apóstoles tanto en el seno de sus familias como en las parroquias y diócesis, las cuales expresan el carácter comunitario del apostolado» (AA 18). Magnífico modo de relacionar dos entidades íntimamente convergentes: la familia y la parroquia.

Dice más todavía el Concilio: «Hay que trabajar para que florezca el sentido comunitario parroquial, sobre todo en la celebración común de la Misa dominical» (SC 42). Nótese, por ende, la definición de parroquia en cuanto comunidad de fieles, y la relación de su vida litúrgica con el obispo, y de qué modo las parroquias representan a la Iglesia establecida por todo el orbe. Esto, tal y como ahora mismo están las cosas, le deja a uno francamente perplejo y de un aire.

Menos mal que el Vaticano II nos regaló con un texto de preciosa factura, como éste: «Para responder a las necesidades de las ciudades y de las regiones rurales, no limiten (los párrocos) su cooperación dentro de los límites de la parroquia o de la diócesis; procuren más bien extenderla a los campos interparroquial, interdiocesano, nacional o internacional, sobre todo porque el aumento diario de las emigraciones, el incremento de las relaciones sociales y la facilidad de las comunicaciones no permiten que quede encerrada en sí misma parte alguna de la sociedad. Vivan, por tanto, preocupados por las necesidades del pueblo de Dios disperso por toda la tierra. Consideren, sobre todo, como propias las obras misioneras, prestándoles medios materiales e incluso ayuda personal. Porque es un deber y un honor para el cristiano devolver a Dios parte de los bienes que de Él recibe» (AA 10).

Lo novedoso aquí es que el Vaticano II reclama de la vida parroquial abrir ventanas y asomarse a un mundo exterior menesteroso. Dicho de otro modo: la acción parroquial no se reduce a los muros internos, sino que debe abrirse también a esa gran parroquia que es el mundo. Es justamente lo de la Iglesia en salida, lo cual nos lleva inevitablemente al problema de marras. Dudo mucho que a los pueblos de la España vaciada se les antojen estos remedios como la alegría de la huerta, cuando lo que piden, esperan, ansían, es, más que la Iglesia en salida, una Iglesia en llegada.

Decía Pablo VI que la Iglesia «tiene todavía necesidad de ser enunciada con más exactitud. La Iglesia es misterio, es decir, realidad penetrada por la divina presencia, y por esto siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones» (Discurso del 29.IX.1963: BAC 252, p. 1007; cf. pp.1016.1025).

La Iglesia «mira a los pobres, a los necesitados, a los afligidos, a los hambrientos, a los enfermos, a los encarcelados, es decir, mira a toda la humanidad que sufre y llora; ésta le pertenece por derecho evangélico […] Mira más allá, por encima de los confines del horizonte cristiano. ¿Cómo podría ella poner límites a su amor, si debe hacer suyo el de Dios Padre, que hace descender la lluvia de sus gracias sobre todos (cf. Mt 5, 48) y ha amado al mundo de tal manera que le ha dado a su Hijo unigénito? (cf. Jn 3, 16).

[…] La mirada de la Iglesia se extiende todavía sobre otros inmensos campos humanos (…juventud;… las innumerables criaturas humanas que se sienten solas…) y a todos, a todos, lanza su grito de saludo y de esperanza, a todos desea y ofrece la luz de la verdad, de la vida y de la salvación, porque Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4)» (Ib., 1013s.).

«La Iglesia, en este mundo, no es fin de sí misma; está al servicio de todos los hombres; debe hacer presente a Cristo a todos, individuos y pueblo, del modo más amplio, más generoso posible; ésta es su misión. Ella es portadora del amor, favorecedora de verdadera paz» (Ib., 1045).

Apasionante, la tarea que aguarda. Pero, al propio tiempo, de difícil y compleja praxis. Bueno será recordar que Dios actúa casi siempre por lo que en teología llamamos causas segundas. ¿Tenemos cerebro?, usémoslo. ¿Corazón?, pongámoslo a punto. ¿A su Hijo?, oigamos su voz, imitemos sus gestos, secundemos sus pasos, que el tiempo, ni siempre da canas, ni siempre seso. El tiempo es padre de la verdad, y a lucir la sacará.

¿Tiempo al tiempo? La España vaciada se muere sola. Y con ella, vivencias y modos de encarnar la fe. No parece que la solución ideal sea obstinarse en revivir una época que se fue para no volver: las oscuras golondrinas de Bécquer no volverán sus nidos a colgar. Tampoco resuelve nada imaginarse que lo desaparecido es el mejor modo de vivir la fe. Si cada día tiene su afán, ¿por qué no también el nuestro? ¿Por qué no el de un futuro por llegar?

Otro pueblo de la España vaciada

Hasta que la aurora despunte, algo habrá que hacer a esas gentes medio aisladas, medio asistidas, medio abandonadas de la España interior. La verdad es que. hoy por hoy, lo hecho no pasa de mediocre. Serio problema, en fin, para una Conferencia Episcopal Española sin soluciones satisfactorias, ilusionantes y creativas: sólo palabras, palabras y más palabras en su pastoral rural. Como si la Palabra pidiera sólo palabras.

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