«Vende lo que tienes y sígueme»



El Evangelio de este domingo, XXVIII del tiempo ordinario Ciclo-B (Mc 10,17-30), tiene como tema principal la riqueza, esa efímera criatura de la que el refranero afirma que es «trabajosa en ganar; medrosa en poseer; llorosa en dejar». Su antónimo, tampoco desdice: «la pobreza hace al hombre estar en tristeza», de suerte que «triste debe de estar quien no tiene qué gastar». De una y otra es pródiga en testimonios la Sagrada Escritura. Hoy, sin ir más lejos, encontramos al respecto clara y probada constancia.

Jesús deja entender al buen entendedor que para un rico es muy difícil entrar en el Reino de Dios, cierto, mas no imposible, desde luego. Dios es omnipotente; es la Riqueza con mayúscula; pero al propio tiempo quiso con su Encarnación abrazarse de modo tal a la pobreza que se hizo guía y camino de suma Pobreza para poder alcanzar a quien nunca dejó de ser Riqueza. Y sin embargo, estos conceptos –Riqueza – Pobreza-, cuando se aplican al género humano cambian inmediatamente de color y de melodía.

Sólo a la luz de Dios seremos capaces de comprender, por ejemplo, que Dios puede conquistar el corazón de una persona adinerada e impulsarla a compartir con el menesteroso, esto es, con los pobres, para entrar en la lógica del don. Entrar en la lógica del don es tanto como adentrarse en la órbita de la Gracia, donde siempre terminan abrazados el tú y el yo. Es entonces cuando la persona rica en bienes materiales puede hacerse al camino de Jesús, el cual —como escribe san Pablo— «siendo rico se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2 Co 8,9).

Todo empieza con un encuentro: hoy concretamente el de Jesús con uno que «era muy rico» (Mc 10,22); persona que desde su juventud cumplía fielmente con los mandamientos de la Ley de Dios, pero que aún no había encontrado la verdadera felicidad. De ahí su pregunta a Jesús sobre qué hacer para «heredar la vida eterna» (v.17). Por un lado es atraído, como todos, por la plenitud de la vida; pero por otro, acostumbrado a contar con las propias riquezas, piensa que también la vida eterna se puede «comprar» de algún modo, tal vez observando un mandamiento especial. Jesús percibe el profundo deseo de esa persona —lo apunta el evangelista— y fija en él una mirada llena de amor: la mirada de Dios (cfr. v.21).

Lo que pasa es que Jesús comprende asimismo cuál es el punto débil de aquel joven, a saber: su apego a sus muchos bienes. Lo cual explica que le proponga dárselo todo a los pobres, de forma que su tesoro —y por ende su corazón— ya no esté en la tierra, sino en el cielo. Jesús añadió seguidamente lo que aquel joven necesitaba para ser rico de verdad: «¡Ven! ¡Sígueme!» (v.21).

Porque la Riqueza con mayúscula no es algo, sino alguien: es él, Jesús. El joven, sin embargo, en vez de acoger con alegría la invitación de Jesús -¡menudo regalo!-, se marchó triste (cf. v.22) porque no consiguió desprenderse de sus riquezas, que jamás podrían darle la felicidad ni la vida eterna. Fue, digamos, incapaz de dar el salto cualitativo de Algo a Alguien, de la cantidad a la calidad.

Es entonces cuando Jesús imparte a sus discípulos —también a nosotros hoy, ello es evidente— su enseñanza: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!» (v.23). Ante estas palabras, los discípulos quedaron desconcertados; y más aún cuando Jesús añadió: «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios». Pero al verlos atónitos, llenos de estupor, agregó: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo» (cf. vv.24-27).



Explica san Clemente de Alejandría que «la parábola enseña a los ricos que no deben descuidar la salvación como si estuvieran ya condenados, ni deben arrojar al mar la riqueza ni condenarla como insidiosa y hostil a la vida, sino que deben aprender cómo utilizarla y obtener la vida» (¿Qué rico se salvará?, 27,1-2). La historia de la Iglesia está llena de ricos que utilizaron sus bienes de modo evangélico, alcanzando también la santidad, v.g.: san Francisco, santa Isabel de Hungría,san Carlos Borromeo, y una lista interminable.

Curioso caso, este del anónimo joven rico. Apenas sabemos de su vida. Sólo su deseo sincero de alcanzar la vida eterna llevando una existencia terrena honesta y virtuosa. De hecho, conoce los mandamientos y los cumple fielmente desde su juventud. Ya es mucho, sin duda. Pero no basta —dice Jesús—; una sola cosa falta, esencial por lo demás, el remate a esa vida ordenada. El divino Maestro lo mira con amor y le propone el salto de calidad, lo llama al heroísmo de la santidad. Le pide que lo deje todo para seguirlo: «Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres... ¡y ven y sígueme!» (v. 21).

«¡Ven y sígueme!». ¡Cuántas almas habrán sentido en vida esta llamada! He aquí la vocación cristiana, la que surge de una propuesta de amor del Señor, y la que sólo puede realizarse gracias a una respuesta nuestra de amor. Jesús invita a sus discípulos a la entrega total de su vida, sin cálculo ni interés humano, con una confianza sin reservas en Dios.

Los santos aceptan esta exigente invitación y emprenden, con humilde docilidad, el seguimiento de Cristo crucificado y resucitado. Su perfección, en la lógica de la fe a veces humanamente incomprensible, consiste en no ponerse ya ellos mismos en el centro, sino en optar por ir a contracorriente viviendo según el Evangelio.

Para nuestra sociedad posmoderna, amiga de gobernar el mundo con el dinero, sometida al avasallador influjo del materialismo, se hace difícil centrar la atención sobre el dicho «cien veces más» prometido por Dios aquí, a cambio de la vida eterna que promete para el futuro (Mc 10,30). Las personas necesitan reconocer que en su interior hay una profunda sed de Dios. Precisan tener la oportunidad de enriquecerse del pozo de su infinito amor. Es fácil ser atraídas por las posibilidades casi ilimitadas que la ciencia y la técnica nos ofrecen. Y fácil creer que se puede conseguir con nuestros propios esfuerzos saciar las necesidades más profundas.

Vana ilusión (cf. Spe salvi,31) y ganancia de tres al cuarto. Nuestras vidas están realmente vacías. Las personas han de ser llamadas continuamente a cultivar una relación con Cristo, que vino para que tuviéramos la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El objeto de nuestra predicación debe ser ayudar a las personas a establecer su relación vital con «Jesucristo nuestra esperanza» (1 Tm 1,1).



Jamás condena Jesús la riqueza ni los bienes terrenos por sí mismos. Quede esto claro. Entre sus amigos figuran José de Arimatea, «hombre rico»; Zaqueo, declarado «salvado», aunque retenga para sí la mitad de sus bienes, que, visto el oficio de recaudador de impuestos que desempeñaba, debían ser considerables. Y no digamos Leví, o sea san Mateo. Lo que sí condena es el excesivo apego al dinero y a los bienes: hacer depender de ellos, o sea, la propia vida y acumular tesoros sólo para uno (Lc 12,13-21).

La Palabra de Dios llama al excesivo apego al dinero «idolatría» (Col 3,5; Ef 5,5). Y no es que el dinero sea uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia. Literalmente «dios de fundición» (Ex 34,17). Es el anti-dios porque crea una especie de mundo alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en eso viscoso y feble que es el dinero. Siniestra inversión de valores, la suya. «Nada es imposible para Dios», dice la Escritura, cierto; y también: «Todo es posible para quien cree». Pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Por eso nada en corrupción de puro cifrarlo todo en el dinero. Y por eso también, para el mundo, el hombre vale lo que tiene, no lo que es.

La avaricia, además de idolatría, es fuente de infelicidad. El avaro es hombre infeliz. De todos recela, se aísla. Sin afectos, ni siquiera entre los de su misma carne, a quienes ve siempre como aprovechados y quienes, a su vez, alimentan a menudo, respecto a él, un solo deseo verdadero: que muera pronto para heredar sus riquezas. Tenso hasta el espasmo para ahorrar, se niega todo en la vida y así ni disfruta de este mundo ni de Dios, pues sus renuncias no se hacen por Él. Es de los que viven para tener, no de los que tienen para vivir.

Pero Jesús a nadie deja sin esperanza de salvación, tampoco al rico. La cuestión no es «si el rico se salva» (esto jamás estuvo en discusión en la tradición cristiana), sino «qué rico se salva». Señala Jesús a los ricos una vía de salida de su peligrosa situación: «Acumulaos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan» (Mt 6,20); «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16,9).

¡Cualquiera diría que Jesús aconseja a los ricos transferir su capital al exterior! ¡Anda que no se pondrían contentos los paraísos fiscales! Pero no. No dice a Suiza, sino ¡al cielo! «¡Rico! –exhorta san Agustín- en esta vida el pobre se ha convertido en tu compañero de viaje. Ves que él se fatiga porque no tiene, y tú te fatigas porque tienes. Él, al no poseer, no tiene donde apoyarse; tú, poseyendo demasiado, tienes algo que te oprime. Ayuda a la pobreza y disminuye tu carga […] ¿Qué diste de grande, si has dispuesto emigrar de este lugar donde todo perece? Con lo que diste a los pobres los convertiste en tus portaequipajes» (Sermón 25 A, 4; cf. 38,9; 53 A, 6; 60,6, 107 A; 114 A, 4).



Lo que pasa es que la limosna de calderilla y la beneficencia tampoco son ya el único modo de emplear la riqueza para el bien común, ni probablemente el más recomendable. También están el pagar honestamente los impuestos, crear trabajo, dar un salario más generoso a los trabajadores cuando la situación lo permita, crear empresas en los países en vías de desarrollo. En resumen, hacer que el dinero rinda, que corra. Deben los ricos ser canales fluyentes, no lagos artificiales que retienen el agua sólo para sí. A lo mejor así resolvíamos, ya de paso, el problema de la inmigración…

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