Sobre el contencioso interortodoxo de Ucrania



Se fue septiembre como si nada hubiera pasado. Lo cierto, sin embargo, es que los acontecimientos no han hecho sino agravarse, y esto del contencioso interortodoxo ucranio tiene ahora mismo pinta de acabar peor que mal. Escribo contencioso, pues no faltan medios con la matraca del término cisma. Y cisma, lo que se dice cisma, todavía no se ha producido, la verdad. Llegará, quién sabe, porque tiene que llegar si antes Constantinopla y Moscú no se ponen de acuerdo. De momento, la comunión eucarística no se ha roto, y ese es el punto crítico de la cuestión.

Es más, lo sucedido hasta la fecha tampoco es cosa del otro jueves, que ya el patriarcado moscovita se las tuvo tiesas con el de Constantinopla a propósito de la Iglesia de Estonia en 1996. Prueba de ello fue luego el incidente de Rávena (2007). Lo que pasa es que en Ucrania sí existe un cisma -¡y qué cisma!- desde octubre de 1995. Así que ser, lo que se dice ser, en Ucrania son ya tres Iglesias ortodoxas locales por falta de una…

Opinan algunos que estamos ante una venganza del Patriarcado Ecuménico contra el ruso por haber éste vuelto la espalda al Concilio Panortodoxo de Creta a mediados de junio de 2016. Puede que algo se atisbe, no sé, para eso es asunto que llevan entre manos los humanos. Con todo, no creo yo que la cosa tenga mucho recorrido. En temas así, privan cabezas de variado coeficiente, desde las que no tienen más que serrín, hasta las que tampoco necesitan que la verdad exista para demostrarla. Lo del Concilio Panortodoxo fue, digámoslo en resumen, un pulso que el patriarca Kirill se permitió echarle a Bartolomé I. Y menos mal que éste anduvo listo cortando a tiempo la maniobra, porque, si se descuida, Kirill le habría comido todo el sembrado.

Hace escasas fechas, George Weigel, biógrafo de san Juan Pablo II, se refería al año 2018 como a un annus horribilis católico. El contexto es conocido: la renuncia en pleno del episcopado chileno, el caso del cardenal Theodore McCarrick, la decisión del Papa de retirar el estado clerical del influyente cura chileno Fernando Karadima, el informe del gran jurado de Pensilvania o el que empieza a conocerse en Alemania, el terremoto originado por el testimonio del arzobispo Carlo Maria Viganò, que también hace falta ser calamidad y estar tocado de idiocia, y las enfrentadas reacciones subsiguientes, o el inicio de un sínodo sobre los jóvenes cuyo punto de partida inquieta no menos al mismo Weigel que al arzobispo de Filadelfia, Charles Chaput.

Pero los ortodoxos, ciertos ortodoxos por lo menos, parece que en esto de reveses del annus horribilis tampoco quieren quedarse cortos. De manera que ahí están, atiza que te atiza, particularmente a raíz del Concilio Panortodoxo de Creta (del 19 al 25 de junio de 2016), y mucho me temo que el incendio se extienda de modo que no haya en la Centroeuropa ortodoxa eslava bomberos suficientes para atajarlo.

Sobre los problemas interortodoxos de Ucrania, especialmente los desencuentros del contencioso que me ocupa, tengo ya escrito algo por donde colegir qué pasa. Mi última colaboración es del 31 de agosto de 2018, o sea del viaje del patriarca Kirill a Estambul para tratar estas cosas cara a cara con Bartolomé I (cf. «La encrucijada de Ucrania en la Iglesia Ortodoxa»: Vida Nueva 3.096 [8-14 septiembre de 2018] 35).

Pocas semanas antes, Kirill había sido rotundo: «La concesión de autocefalía en Ucrania sería una catástrofe». Ya se sabe que expresiones tales, dichas en público, pueden herir el tímpano de los oyentes. De modo que Constantinopla procuró, por si acaso, dejar constancia de que el viaje de Kirill a Estambul había sido «a petición propia». Catástrofes aparte, allí estuvo el amigo de Putin repartiendo sonrisas y firme el ademán, él, que desde el encuentro con el papa Francisco en La Habana no se había hecho ver en cumbres intercristianas como Lesbos o Bari, por solo traer dos ejemplos.



¿Qué ha deparado, pues, septiembre? Más complicaciones, sin duda. Veamos: A las pocas horas del mencionado viaje, El Fanar movía ficha poniendo en marcha la maquinaria autocefalista con el nombramiento de dos exarcas (rango en las Iglesias ortodoxas inmediatamente inferior al de patriarca). Son ellos el obispo de Edmonton y de la diócesis del Oeste del Canadá, Hilarión [no confundirlo con el de Volokolamsk], y el arzobispo de Pamphylia y de la diócesis del Oeste de USA, Daniel.

Al presidente ucranio Porochenko le entraron ganas de recibirlos cuanto antes en audiencia y largar, entre otras, esta perla: «Es extremamente importante que yo me pueda expresar con vosotros en lengua ucraniana. Es un inmenso placer y yo comprendo que Ucrania ocupe un puesto de relieve en vuestro corazón [nb: proceden de comunidades ucranianas en Estados Unidos y en el Canadá]. Le estoy por ello muy reconocido a Su Santidad el patriarca ecuménico Bartolomé por su coraje y su sabiduría demostrados con vuestra designación».

Ellos, por si acaso, en vez de salir de naja equivocándose de medio a medio, dejaron entrever que la ansiada autocefalía (por la que estaban en Kiev como agentes de Constantinopla) ya había empezado. Su quehacer ahora en Ucrania, pues, se limitaba a estudiar los procedimientos más oportunos para llevarla a buen puerto: «hemos venido a trabajar sobre una cuestión ya resuelta».

La verdad es que las presiones eslavas no se lo están poniendo fácil: el Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa ucraniana dependiente de Moscú, por ejemplo, más proclive sin duda al puntapié que al diálogo (nótese el nivel ecuménico de sus reverendos… -¡vaya elementos!-), les han venido a decir que en Ucrania sobran, lo cual, además de constituir una evidente descortesía, prueba bien a las claras, por lo que luego veremos, su manifiesta desinformación, si es que no distorsión, a propósito de los cánones de la Iglesia ortodoxa.



Visto lo visto con la llegada de los exarcas, el patriarcado de Moscú, no se arrugó. Es más, cabría decir que su lema vino a ser el verso de Miguel Hernández: «Como el toro me crezco en el castigo». Lo cual que, reunido el Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa rusa el 14 de septiembre en sesión extraordinaria para examinar la cuestión, tomó las siguientes decisiones:

1. Suspender la mención del nombre del patriarca de Constantinopla Bartolomé durante los oficios.
2. Suspender la concelebración con los jerarcas del Patriarcado de Constantinopla.
3. Suspender la participación de la Iglesia ortodoxa rusa en todas las asambleas episcopales, en todos los diálogos teológicos, en las comisiones multilaterales y en las otras estructuras, presididas o co-presididas por los representantes del Patriarcado de Constantinopla.
4. El Santo Sínodo, decidió además añadir en la ectenia (dígase letanía) de la liturgia las oraciones siguientes: « En todas las iglesias dependientes de la Iglesia ortodoxa rusa, durante cada divina liturgia, ha sido decidido incluir las preces siguientes en la ectenia doble:
• “Oremos también a nuestros Señor y Salvador que guarde a la Iglesia ortodoxa en el mundo entero en la unidad y en la verdadera fe y le conceda la paz y la serenidad, el amor y la concordia. Digamos todos, oh Señor, escúchanos y ten piedad de nosotros.
• Te pedimos igualmente poner los ojos, con benevolencia y misericordia, sobre nuestra santa Iglesia ortodoxa y guardarla de las divisiones y de los cismas, de la enemistad y de los desórdenes, no disminuir y no debilitar su unidad, sino, más bien, que en ella sea glorificado tu Nombre tres veces santo, digamos todos, oh Señor, escúchanos y ten piedad de nosotros”».

Después del briefing subsiguiente a la sesión extraordinaria del Santo Sínodo, el metropolita Hilarión de Volokolamsk, número 2 del patriarcado ruso, aclaró a los periodistas que el Santo Sínodo se había visto precisado a tomar esta medida porque «el patriarca de Constantinopla ha cometido una intrusión ilegal, a pesar de los cánones eclesiásticos, sobre el territorio del Patriarcado de Moscú, nombrando dos exarcas en Kiev». ¡Y se quedó tan ancho, él, que tiene escritos de eclesiología ortodoxa!



Luego prosiguió afirmando que el Patriarcado de Constantinopla funda sus actos sobre historiosofía original, refutada en la declaración del Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa rusa. Siguió más adelante, dale que te pego, con respuestas que el Patriarcado Ecuménico rechaza de plano una por una. Mucho me temo que los historiadores de la Iglesia vayan a divertirse de lo lindo con estas declaraciones. Porque este portavoz, dotado del divino don de la palabra, largó lo que no está en los escritos. Y menos mal que se contuvo a propósito del cisma.

No es de omitir aquí, por eso mismo, su respuesta en causa: «La decisión del Santo Sínodo de suspender la conmemoración litúrgica del patriarca de Constantinopla, y el hecho de que nosotros suspendamos las concelebraciones con los jerarcas del Patriarcado de Constantinopla, no significa la rotura total de la comunión eucarística. Los laicos que visiten el Monte Athos o se encuentren en las iglesias del Patriarcado de Constantinopla, pueden allí comulgar. Pero nosotros rehusamos concelebrar con los jerarcas del Patriarcado de Constantinopla porque se menciona a cada paso su patriarca en el curso del oficio, cuya conmemoración nosotros hemos suspendido».

Con suspensiones y descalificaciones así, el ecumenismo lo va a tener crudo. Además, esta música es conocida de años atrás con el complejo asunto de la Iglesia de Estonia, otro que provocó suspensiones y descalificaciones… ¡Triste historia!

Por ahí justamente comenzó la entrevista-réplica del arzobispo Job de Telmessos, del Patriarcado Ecuménico, que ya le tiene bien tomada la medida a Hilarión. «Si se estudia la historia de la Iglesia ortodoxa según los textos y los documentos, y no sobre la base de mitos creados y de una falsa historiografía –empezó diciendo-, es evidente que todas por completo las autocefalías contemporáneas fueron proclamadas por el Patriarcado Ecuménico. Incluso si se considera la historia de la Iglesia ortodoxa en Rusia, vemos que su autocefalía fue proclamada en 1448 cuando en Moscú el metropolita Jonás había sido elegido independientemente, sin autorización del Patriarcado Ecuménico».



«Es interesante subrayar -prosiguió ya en tromba el de Telmessos- que un Tomos de autocefalía ¡jamás ha sido dado a la Iglesia ortodoxa en Rusia! En los años 1589-1590, el patriarca ecuménico Jeremías II simplemente normalizó la situación, elevando esta sede al rango patriarcal, dejando bien entendido que al jerarca de Moscú le estaba permitido “llamarse” patriarca a condición de que conmemorase al Patriarca ecuménico y que considerase a éste « como su jefe y primero », según lo escrito en el papel-constitución (del archivo)».

«Las autocefalías más tardías, de los siglos XIX y XX –agregó el arzobispo Job sin darse ya tregua-, han sido todas proclamadas por el Patriarcado Ecuménico: la autocefalía de la Iglesia ortodoxa de Grecia (1850), de Serbia (en 1879, y elevada al rango patriarcal en 1922), en Rumanía (en 1885 y elevada al patriarcado en 1925), en Polonia (1924), Albania (1937), Bulgaria (en 1945 y elevada al patriarcado en 1961), Georgia (1990), y en Chequia y Eslovaquia (1998)».

Pronto se echó de ver que el arzobispo Job no estaba, como la Magdalena, para tafetanes, ni dispuesto a secundar al santo patriarca de la Biblia en lo de la paciencia.

Digamos que cada una de estas proclamaciones estuvo ligada a un factor político, y la autocefalía fue proclamada en cuanto medio de asegurar tanto la unidad de la Iglesia en el interior de cada uno de estos países, como la unidad entre Iglesias locales. Más allá del Patriarcado Ecuménico, ninguna otra Iglesia local en la historia de la Iglesia ortodoxa ha proclamado autocefalías.

Podrá decirse, sí, que la Iglesia ortodoxa en Rusia puede sacar pecho significando que ella ha proclamado la autocefalía en Georgia (1943), en Checoslovaquia (1951) y en América (1970), pero estas autocefalías no han sido reconocidas por el pleroma de la Iglesia ortodoxa, porque la Iglesia ortodoxa en Rusia no tiene una tal prerrogativa de conceder la autocefalía. Razón por la cual dichas tres Iglesias se dirigieron al Patriarcado Ecuménico para obtener el Tomos autocefalista. Con el tiempo, el Patriarcado Ecuménico normalizó la situación, proclamando las autocefalías de la Iglesia ortodoxa en Georgia (1990) y en Chequia y Eslovaquia (1998).

Job el de Telmessos, ya imparable ante las preguntas, siguió atizando: «En cuanto a la teoría de Moscú de autodenominarse « Tercera Roma » no es ni una doctrina eclesiológica, ni la prerrogativa del derecho canónico (eclesiástico). Este mito fue inventado por el starets de Pskov, Filoteo, a principios del siglo XVI. Pero la Iglesia ortodoxa no vive ni puede vivir de mitos, por supuesto. La historia de la Iglesia ortodoxa no conoce eso de « primera » y « segunda » Roma, sino solamente la « antigua » (Roma) y la « nueva » (Constantinopla). No hay, pues, tercera».

Esto, pues, que se lo vayan metiendo los ortodoxos rusos en la cabeza. La Iglesia ortodoxa vive, además de la Sagrada Escritura, sobre la base de la doctrina y de los cánones de los Concilios ecuménicos. Allí está indicado, de forma precisa y clara, que solamente estas dos sedes históricas han recibido derechos particulares y prerrogativas del tiempo de los Concilios ecuménicos.

¿Quién puede hoy, por tanto, arrogarse el poder supremo sobre los Concilios ecuménicos para modificar sus decisiones? Cada obispo ortodoxo, durante la confesión de fe que precede a su consagración episcopal, promete, de hecho, observar siempre no sólo la doctrina, sino también las reglas eclesiásticas de los Concilios ecuménicos y locales que le atan (relacionan).

En lo relativo a las acusaciones de « herejía papista » (otra milonga de los ortodoxos rusos), endosadas por ciertas personas contra Constantinopla, es preciso recordar que en la Sagrada Escritura, el apóstol Pablo compara la Iglesia de Cristo a un cuerpo, que es presidido por Cristo y en el cual nosotros somos los miembros cf. 5,23, 30; Col. 1,18). Claro que, para los ortodoxos, la Iglesia no es cualquier cosa abstracta, como sucede si acaso en los protestantes, sino algo muy concreto, el organismo divino-humano, constituido por personas concretas.

Según el derecho canónico eclesial, el jefe de una Iglesia local es asimismo un hombre concreto, el obispo. Con arreglo, en fin, al canon 34 apostólico, los obispos de una Iglesia regional deben decidir quién es, entre ellos, el primero y reconocerle como su jefe, y no hacer nada sin él saberlo. Al próximo Santo Sínodo de Moscú por tanto, no le van a faltar deberes que hacer.

Inmerso en honduras eclesiales, el co-presidente de la Comisión mixta, Job de Telmessos, insistió: «Esta regla fue aplicada siempre a la Iglesia universal, porque la Iglesia ortodoxa es única, ella es “la Iglesia, una, santa, católica y apostólica” y no es una suerte de confederación de Iglesias separadas e independientes, como en el protestantismo. Del hecho de ser la Iglesia una –el cuerpo de Cristo- ella tiene un solo jefe.

¡La Iglesia no es un monstruo con muchas cabezas! De ahí que se diga, en la constitución por la cual la sede de Moscú fue elevada al nivel patriarcal en 1590, que el jerarca de Moscú debe reconocer el Trono apostólico de Constantinopla como “su jefe y el primero”, igual que lo hacen los otros patriarcas ortodoxos. Renunciar a esto significaría no solo perder estos privilegios dados a la sede moscovita por las actas patriarcales constantinopolitanas, sino también apartarse de la doctrina ortodoxa sobre la Iglesia conforme a las disposiciones de los Concilios ecuménicos y de la Santa Escritura».

Desde mediados de septiembre, ambos patriarcados llevan entre manos un denso despliegue de medios encaminados al esclarecimiento autocefalista y, por supuesto, un plan de captación de voluntades, teniendo bien sabido, claro es, que el Patriarcado Ecuménico no lo necesita, o por lo menos no lo necesita tanto, gracias a las prerrogativas que le asisten en cuanto protos o primus inter pares.

El ruso, en cambio, mueve los hilos entre las Iglesias ortodoxas eslavas muy sutilmente, sin duda con el propósito de que estas acaben cerrando filas detrás de él. Sibilina operación, ésta, sin duda, de la que se ocupa el número 2 del patriarcado y presidente del Departamento para las relaciones exteriores, Hilarión de Volokolamsk.

El Patriarcado Ecuménico, no obstante, tiene muy bien posicionados a sus primeros espadas en este menester. Son los metropolitas Enmanuel de Francia y Joannis Zizioulas, éste [la cabeza ortodoxa mejor amueblada en teología] más en la sombra..., sin omitir al citado arzobispo Job de Telmessos, portavoz oficial que fue del Concilio Panortodoxo de Creta y en la actualidad co-presidente ortodoxo (el católico es el cardenal Koch) de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa. Organismo, este, por cierto, afectado de lleno por las medidas del Santo Sínodo de Moscú.

El jueves 27 de septiembre, en fin, Su Santidad Bartolomé I recibió en el Fanar al metropolita de Patras, Crisóstomo, y a un grupo de fieles de su diócesis. La cordial audiencia permitió hacer preguntas y respuestas sobre el Patriarcado Ecuménico y su responsabilidad de proclamar la autocefalía en Ucrania.

«En diferentes épocas, a lo largo de la historia, tal y como atestiguan los documentos que nosotros conservamos en los archivos patriarcales –precisó el Patriarca-, ellos [los ucranianos] han pedido su independencia de la Iglesia de Rusia. Incluso la jerarquía actual de la Iglesia ucraniana, y el metropolita Onufrio, que es metropolita de Kiev, presidente del Santo Sínodo local de Ucrania, desde que Ucrania ha devenido en un Estado independiente a principios de los años 1990, han pedido su independencia y su separación de la Iglesia de Rusia, a saber: la autocefalía. Nosotros tenemos sus firmas y las hemos publicado. En el presente, parece que a causa de grandes presiones de Moscú, algunos dan marcha atrás, pero scripta manent. Nosotros tenemos las firmas. Y yo estoy seguro de que cuando nuestro patriarcado proceda a la concesión de la autocefalía, todos integrarán la nueva Iglesia autocéfala de su patria».

A las palabras de gratitud del metropolita de Patras en nombre propio y de sus fieles allí presentes, el patriarca Bartolomé repuso todavía: « Ellos (los fieles) leen muchas cosas, yo las leo también, pero ello no influye en mí para nada, no me perturba. Sé que muchos de entre ellos me son opuestos, pero después de 27 años que, gracias a Dios, llevo de patriarca, he leído muchas cosas parecidas, he sido el blanco de muchos, pero yo tengo la conciencia tranquila. Cuando el hombre actúa en conciencia y cumple su deber, que digan lo que quieran y escriban lo que quieran».



¡Ay, las firmas, las firmas! ¡Si pudieran contar cómo a sus autores se les nubla, a veces, la vista…! Claro que peor es verlo todo negro. «Ojos negros que no ven lo que ver desean, ¿qué verán que vean?», se pregunta un anónimo autor del Cancionero. Pues en esas andamos, y ya veremos cómo termina todo.

Uno tiene la impresión, para qué engañarnos, de que los rusos se han puesto nerviosos y lo quieren solucionar todo apabullando con el argumento del número. Pero monseñor Hilarión de Volokolamsk, con libros sobre la Iglesia ortodoxa en su haber, y doctorados honoris causa a pasto, debiera recordar (porque saberlo creo que lo sabe), que la Iglesia no la forma el número. Empeñarse en ello es tanto como arriesgarse a que le digan que miente más que habla. Abrigo la esperanza de que se imponga la cordura. Como en el Cancionero, también aquí es posible decir: «Turbias van las aguas, madre, turbias van: mas ellas aclararán».

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