El domingo de las tres parábolas

El padre que sale al encuentro del hijo pródigo

En el Evangelio del XXIV domingo del tiempo ordinario, Ciclo C, Jesús narra las tres «parábolas de la misericordia» (c.15 de san Lucas): el pastor que va tras la oveja perdida; la mujer que busca la dracma; y el padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza. De hecho, el pastor que encuentra la oveja perdida es el Señor mismo que toma sobre sí, con la cruz, la humanidad pecadora para redimirla. El hijo pródigo, en la tercera, es un joven que, tras obtener de su padre la herencia, «se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino» (Lc 15,13).

Las dos primeras responden al reproche de que Jesús acoge a los pecadores. La tercera, que culmina en el banquete festivo, al de que come con ellos. En las dos brilla la alegría  de Dios por el pecador que se convierte.

Las denominaciones de la tercera son de variado signo, según el especialista que las estudie. Subrayan unos la figura del hijo mayor. Otros, en cambio, la del menor, concluyendo que lo más acertado sería decir «parábola de los dos hermanos». Tampoco faltan, en fin, los que ponen el acento en el padre y sugieren la conveniencia de titular «parábola del padre misericordioso».

Encontramos aquí dos grupos, dos «hermanos»: los publicanos y los pecadores; los fariseos y los letrados. El Señor retoma así una tradición ancestral: la temática de los dos hermanos recorre el Antiguo Testamento desde Caín y Abel, pasando por Ismael e Isaac, hasta llegar a Esaú y Jacob.

El hombre que tiene dos hijos es un labrador hacendado: viven en su casa muchos jornaleros, a los que nada les falta (v.17); y criados (v. 22); hasta un becerro cebado (v. 23). Ambos hijos son solteros y casi veinteañeros. El padre mismo explota su granja. En esta narración el hijo menor pide la tercera parte de los bienes muebles, que el padre otorga, pues reparte el capital entre los hijos. El mayor es designado como futuro propietario absoluto (v. 31), pero el padre ejerce el usufructo (v. 22s.29). Pide el menor, además, la propiedad y el derecho de disponer: quiere ser independiente. Ambos derechos le son otorgados.

El pastor que encuentra la oveja perdida

De modo que junto a la figura del hijo pródigo, se deja ver también desde el principio la de su bondadoso padre. El hijo se marcha «a un país lejano», lo que para los Santos Padres de la Iglesia denota sobre todo el alejamiento interior del mundo del padre —del mundo de Dios a la postre—, la ruptura interna de la relación. Puestos al análisis, también cabría ver en ello el espíritu de la rebelión moderna contra Dios y su Ley. 

El hijo perdido desperdicia su «naturaleza», lo que equivale a desperdiciarse a sí mismo. El hombre que entiende la libertad como puro arbitrio, ir donde se le antoja, vive en la mentira. Así, una falsa autonomía conduce a la esclavitud. Para los judíos, por ejemplo, el cerdo es un animal impuro, de donde sale que ser cuidador de cerdos es, por tanto, la expresión de la máxima alienación y el mayor empobrecimiento del hombre. El que era totalmente libre se convierte en un esclavo miserable.

Hay en este proceso, no obstante, un momento de «vuelta atrás». El hijo pródigo se da cuenta de que está perdido. «Entonces recapacitó», dice el Evangelio (15,17), y esta expresión, como ocurrió con la del país lejano, vuelve a socorrerse de la reflexión filosófica de los Padres: viviendo lejos de casa, dicen, este hombre se había alejado también de sí mismo, vivía alejado de la verdad de su existencia.

Su retorno, su «conversión», consiste, ni más ni menos, en reconocer todo esto; se da cuenta de que se ha ido realmente «a un país lejano» y que ahora vuelve hacia sí mismo, donde descubre el camino hacia el padre, hacia la verdadera libertad de «hijo». Las palabras que prepara para cuando llegue a casa son la expresión de una existencia en camino que ahora vuelve «a casa». Con esta interpretación «existencial» del regreso a casa, los Padres nos explican al mismo tiempo lo que es la «conversión», el sufrimiento y la purificación interna que implica.

El padre, a la luz de la patrística, ve al hijo «cuando todavía estaba lejos» y sale a su encuentro. Escucha su confesión y reconoce en ella el camino interior que ha recorrido, ve que ha encontrado el camino hacia la verdadera libertad. El hijo perdido se convierte así, para los Padres, en la imagen del hombre, en el «Adán» que todos somos, en ese Adán al que Dios sale al encuentro y recibe de nuevo en su casa.

Es de notar que en la parábola, el padre encarga a los criados que traigan enseguida «el mejor traje». Para los Padres, ese «mejor traje» no es sino una alusión al vestido de la gracia, que tenía originalmente el hombre y que después perdió por el pecado. Ahora, este «mejor traje» se le da de nuevo, es el vestido del hijo.

En la fiesta que se prepara, por otra parte, ellos ven una imagen de la fiesta de la fe, la Eucaristía festiva, en la que se anticipa el banquete eterno. En el texto griego se dice literalmente que el hermano mayor, al regresar a casa, oye «sinfonías y coros»: para los Padres es una imagen de la sinfonía de la fe, que hace del ser cristiano una alegría y una fiesta.

El encuentro de la dracma perdida

De lo dicho sale que el corazón de Dios se revuelve, digamos, contra sí mismo y aparece el Dios «compasivo». Pero ¿y Jesucristo? ¿Falta quizás la cristología en esta parábola? San Agustín de Hipona, tantas veces retratado en la parábola (su abrazo al maniqueísmo, por ejemplo, él lo entiende como un ir -igual que el hijo pródigo- in longinquam regionem), intentó introducir la cristología, descubriéndola donde se dice que el padre abrazó al hijo (cf. 15,20).

«El brazo del Padre es el Hijo», dice. Y habría podido remitirse a Ireneo, que describió al Hijo y al Espíritu como las dos manos del Padre. «El brazo del Padre es el Hijo»: cuando pone su brazo sobre nuestro hombro, como «su yugo suave», no se trata de un peso que nos carga, sino del gesto de aceptación lleno de amor.

Benedicto XVI, siguiendo a Grelot, encuentra, en cambio, una interpretación más conforme al texto haciendo notar que, con la actitud del padre de la parábola, como con las anteriores, Jesús justifica su bondad para con los pecadores, su acogida de los pecadores. Con su actitud, Jesús «se convierte en revelación viviente de quien El llamaba su Padre». La consideración del contexto histórico de la parábola, pues, delinea de por sí una «cristología implícita».

El padre trata también de complacerle y le habla con benevolencia. «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo» (15,31). Con eso le explica la grandeza de ser hijo. Son las mismas palabras con que Jesús describe su relación con el Padre en la oración sacerdotal: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (Jn 17,10).

Los Padres, muy en general, han vinculado el tema de los dos hermanos con la relación entre judíos y paganos. No les ha resultado muy difícil ver en el hijo disoluto, alejado de Dios y de sí mismo, un reflejo del paganismo, al que Jesús abre las puertas a la comunión de Dios en la gracia y para el que celebra ahora la fiesta de su amor. Así, tampoco resulta difícil reconocer en el hermano que se había quedado en casa al pueblo de Israel.

Ciertamente, las palabras de Jesús sobre el hermano mayor no aluden sólo a Israel (también los pecadores que se acercaban a Él eran judíos). Para los judíos, Dios es sobre todo Ley; se ven en relación jurídica con Dios y, bajo este aspecto, a la par con Él. Pero Dios es algo más: han de convertirse del Dios-Ley al Dios más grande, al Dios del amor. 

En la parábola, de todos modos, aflora la misericordia del padre saliendo al encuentro del hijo. Se siente hondamente conmovido cuando ve su miseria. Corre a su encuentro, cosa nada corriente e indigna para los antiguos orientales. Olvida su dignidad y le prodiga todas las muestras de su amor paterno. Besándolo en la mejilla lo acoge como hijo antes de que él haya podido pronunciar sus palabras de arrepentimiento.

El padre restituye al hijo pródigo sus derechos de hijo. El vestido más rico lo constituye en huésped de honor, el anillo lo capacita de nuevo para proceder como hijo. Las sandalias lo declaran hombre libre; es otra vez hijo libre de un labrador libre, no uno de los jornaleros descalzos. Sacrificando el becerro cebado se inicia una fiesta de alegría.

La conducta del hermano mayor

Pero el hijo mayor, que estaba en el campo, vuelve a casa y observa la escena: terminado el banquete, comienza la danza. El criado que le explica la razón del júbilo, ve sólo lo exterior: el regreso del hermano, el sacrificio del becerro cebado, la salud del que ha vuelto a casa.

Estalla su enfado contra el proceder de su padre y protesta contra esta increíble misericordia. ¿Entrar en la sala del festín? Sería como entrar en comunión con un pecador, sentarse a la mesa con uno que se ha contaminado con meretrices, con paganos y con puercos. El hijo mayor, pues, se comporta como los fariseos: «Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos» (15,2).

Pero su padre sale a llamarlo. No le es indiferente. Le habla con ruegos y exhortaciones. Lo que pasa es que al hijo mayor lo que está sucediendo en casa le parece provocador: el justo es preterido, el pecador desencadena la alegría. A sus ojos se contraponen «tantos años» de servicio fiel y «devorar tus bienes»; «nunca me diste un cabrito para celebrar alegremente una fiesta con mis amigos» y «matar para él el becerro cebado».

También la misericordia de Dios y su amor son misterios que no se pueden apreciar con criterios humanos. Hijo, tú siempre estás conmigo, y mis cosas son tuyas; pero había que hacer fiesta y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado.  

Dios es alegre

La sangre de Jesús vuelve a restaurar la primera alianza perfeccionándola. La voluntad de Dios exige que se celebre la fiesta con júbilo. Se trata del hermano. El mayor sólo se preocupa por la ley, pero carece de amor fraterno. Ahora bien, según el mensaje de Jesús, este amor es el núcleo de la ley y de la voluntad de Dios. Y Dios es alegre.

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