El don de ciencia



Hallamos en quinto lugar del Decretum Damasi el «Espíritu de ciencia: Conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef 3,19) [Denz. 83]. Es de notar que aquí el sentido paulino va más allá de comprender. Se trata de «conocer» mediante un discernimiento religioso, místico, impregnado de amor, que llega más lejos que cualquier otra intuición intelectual (cf. 1 Co 13). Más que de conocer –diré precisando-, se trata de ser amado y ser consciente de ello (cf. Ga 4,9), aunque resulte imposible penetrar la profundidad de ese amor.

Los dones del Espíritu son, de hecho, realidades magníficas que permiten formarse como cristianos, vivir el Evangelio y ser miembros activos de la comunidad. De ellos nos hablan ya el profeta Isaías y luego Jesús. Figura entre todos el de ciencia, pero no una ciencia en el sentido técnico, como de ella se habla y se enseña en la Universidad, sino ciencia en el sentido más profundo del término, es decir, ciencia que enseña a encontrar en la creación los signos de los tiempos, las huellas de Dios, que nos hace caer en la cuenta y percibir que Dios habla en todo tiempo y me habla a mí mismo, pequeña criatura dentro de la gran creación; que nos adiestra para que animemos con el Evangelio el trabajo de cada día; en resumen: que nos ayuda a comprender que hay una profundidad y a evaluarla, claro, y así dar sentido al trabajo, también al que resulta difícil.

Cuando el Espíritu Santo se hace luz de presencia en nuestro corazón, nuestros ojos se abren a la divina contemplación de Dios en la belleza de la naturaleza y en la grandiosidad del cosmos, y nos llevan a descubrir cómo cada cosa nos habla de Él, de su amor. De modo que al hablar de ciencia, el pensamiento va raudo a la capacidad que el hombre tiene de conocer siempre mejor la realidad que lo circunda y a descubrir las leyes que regulan la naturaleza y el universo.

Pero la ciencia que viene del Espíritu Santo no se limita al conocimiento humano, por supuesto: es un don especial que nos lleva a regalarnos y gustar, a través de la creación, la grandeza y el amor de Dios, así como su relación profunda, íntima, con cada criatura. Suscita todo esto en nosotros, claro es, no poco estupor, deleite abundante y un profundo sentido de gratitud.

Es la sensación que nos invade también cuando admiramos una obra de arte o cualquier maravilla que sea fruto del ingenio y de la creatividad del hombre. Emplazados frente a todo ello, el Espíritu nos lleva a alabar al Señor desde lo profundo de nuestro corazón y a reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don inestimable de Dios y un signo de su infinito amor por nosotros.

Precisamente el primer capítulo del Génesis evidencia que Dios se complace de su creación subrayando, una vez y otra, la belleza y la bondad de cada cosa con el repetido estribillo «y vio Dios que estaba bien» (Gn 1,1-30). Claro que si Dios ve que la creación es una cosa buena y bella, también nosotros hemos de tener esta actitud y, por esta belleza, alabar a Dios y agradecerle que nos haya dado ¡tanta belleza!

Porque a los ojos de Dios nosotros somos lo más bello, lo más grande, lo más bueno de la creación, sin duda. Más que los ángeles, incluso. Lo escuchamos en el libro de los Salmos. ¡Nos quiere el Señor! Debemos agradecerle tanta dádiva. Aquí sí que vale decir que no es pagada con oro. Mediante el don de la ciencia entramos en profunda sintonía con la Creación y nos hacemos partícipes de la limpidez de su mirada y de su juicio.

Desde tal perspectiva se nos hace sencillo captar en el hombre y en la mujer el culmen de la creación, como cumplimiento de un designio de amor impreso en cada uno de nosotros y que nos hace reconocernos como hermanos y hermanas. El don de ciencia, en resumen, es fuente de serenidad y de paz, y hace de nosotros, por múltiples procedimientos, testigos gozosos de Dios. Poniendo en nosotros, por ejemplo, la lupa de san Francisco de Asís, conseguimos alabar y cantar su amor a medida que contemplamos la creación.

El don de ciencia, por otra parte, nos ayuda a evitar excesos y equivocaciones. Por ejemplo, considerarnos dueños de la creación, porque la creación no es una propiedad gobernable a voluntad; ni tampoco propiedad de sólo algunos pocos: la creación es un regalo, un don maravilloso que Dios nos ha dado para que lo cuidemos y utilicemos con respeto y gratitud en beneficio de todos. Otra actitud equivocada es quedarnos en las criaturas, como si éstas pudieran ofrecer la respuesta a todas nuestras expectativas. El Espíritu Santo con el don de ciencia nos ayuda a evitar estos riesgos.

«En aquel momento –refiere san Lucas-, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños”» (Lc 10, 21). Jesús, en efecto, nos manifiesta el don de ciencia cuando ora en el gozo del Espíritu Santo al ver volver a los setenta y dos discípulos de su misión. Y es que este don contribuye lo suyo a la oración, pues nos descubre la relación entre las cosas creadas y Dios.

Por la acción iluminadora del Espíritu Santo, este don de marras perfecciona nuestra fe y concurre directamente a la contemplación, dándonos un conocimiento inmediato de la relación de las creaturas a Dios. Nuestra mente descubre así, en la belleza e inmensidad de la creación, la presencia de la belleza, bondad y omnipotencia de Dios y se siente impulsad a traducir semejante descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias.

También nos permite este don descubrir a Dios detrás de las obras humanas: es la sensación que nos invade, ya digo, cuando admiramos una obra de arte o cualquier maravilla que es fruto del ingenio humano. El Espíritu entonces nos conduce a alabar al Señor desde lo profundo de nuestro corazón en cuanto tenemos y somos.

Los salmos, en sí mismos oraciones inspiradas, son también incesante prueba de la acción de los dones del Espíritu Santo, el de ciencia sobre todo. Otro tanto cabe decir de la ciencia espiritual en las parábolas de Jesús, al encontrar un sentido escondido en todo lo creado: el agua, el pan, el vino, una piedra, los campos de labranza, el cielo, el sol, la vida, la higuera, la semilla, la tempestad.

Efecto asimismo de este don en el alma, esencial para la oración y para abrirse a la gracia de la contemplación, es la conciencia de lo efímero de las criaturas. El hombre, iluminado por el don de ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, las usa mal. Es un descubrimiento que le empuja a volverse con mayor ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la sed de infinito (cf. San Juan Pablo II, 23.06.1989).



Genial la Sabiduría en torno a los ateos: «Como viven entre sus obras, se esfuerzan por conocerlas, y se dejan seducir por lo que ven. ¡Tan bellas se presentan a los ojos!» (Sab 13,7). De tal suerte abstraído puede quedar el creyente por las huellas de Dios, que en su oración ya no pase más allá de ellas para quedarse sólo en el Creador. Lo cual así dicho, constituye indudablemente una oportuna advertencia para quien desea progresar en la oración contemplativa.

Cuando el alma -sólo es un ejemplo- se siente llena de paz delante un paisaje majestuoso, alabando al Creador, corre, pese a todo, el peligro de detenerse en la belleza misma de la criatura. El don de ciencia viene entonces en su ayuda, para corregir rutas y enderezar rumbos: para que el orante contemple, más bien, no a las criaturas, sino a su Origen y Señor. Le pasó a san Agustín antes de convertirse y lo deja plasmado hasta con lirismo en las Confesiones. Y es que, desengañémonos, no es lo mismo buscar las cosas de Dios, que al Dios de las cosas; ni es igual pedir a Dios consuelos, que suplicar al Dios de los consuelos.
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