Desayuna conmigo (sábado, 20.6.20) Destierros

Armas y sonrisas

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Casi, casi, los seres humanos somos como árboles anclados al terreno en que nacen y crecen. El pueblo del que se procede y el lugar donde se  nace, una vez frenado por imperativo vital el nomadismo original, pasaron a ser pronto, en el desarrollo de la humanidad, parte importante de la propia identidad. De hecho, los genes y los primeros recuerdos de la infancia nos anclan a una forma determinada de ser y sentir que nos acompaña siempre. No somos lo que nos apetece ser sino lo que se nos ha dado ser y a cada uno se nos ha provisto de una herencia genética determinada y se nos ha emplazado en el mundo en un lugar concreto con el trazado de un camino cuyo recorrido, pese a nuestra grandilocuente libertad, depende muy poco de nuestro libre albedrío. Sin embargo, somos muy afortunados porque, partiendo de tales imposiciones, ese camino puede conducirnos a muchas metas, cuyo logro dependerá en gran parte del mayor o menor empeño que pongamos en conseguirlas.

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Lo dicho obedece a la reflexión ineludible que provoca el hecho de que hoy celebremos el “día mundial del refugiado”, día que nos invita a dirigir una mirada comprensiva y a abrir nuestras manos al drama de los millones de seres humanos que se ven obligados a desplazarse a otros territorios porque las tensiones internas de los suyos no les permiten vivir. La emigración forzosa es una operación sumamente dificultosa y problemática que exige mucho esfuerzo y tacto. Algo así como el trasplante de un árbol que, al dejar atrás muchas raíces, pierde fuerza y necesita hacer un esfuerzo mayor para enraizar en la nueva tierra, crecer, florecer y fructificar en ella.

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La pandemia del coronavirus y los brotes racistas, que están haciendo mella en tantas ciudades, encuadran la celebración de este día, instituido por la ONU en 2001, pues todo ello viene a demostrarnos que debemos mejorar mucho esta forma de vida nuestra que está obligando a veinticuatro personas cada minuto a huir de la guerra, de la persecución o del terror. “Este año –proclama el ACNUR, atendiendo al lema “toda acción cuenta”-, nuestro objetivo es recordar al mundo que todas las personas, incluidos los refugiados, pueden hacer una contribución a la sociedad y cada acción cuenta para crear un mundo más justo, inclusivo e igualitario”.

Tras este primer plato, de contenido tan fuerte por su sabor de inhumanidad y tan indigesto por el drama que oculta, la mesa de nuestro desayuno parece embarullarse un poco al ofrecernos al mismo tiempo sonrisas y disparos a discreción.

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Dos circunstancias importantes apuntan hacia las sonrisas. La primera se debe a que hoy es el “yellow day o el día más feliz del año”, el día en que entra el verano en el hemisferio norte, día concebido como tal en contraposición al “blue monday” (tercer lunes de enero), el día más triste del año. Dos colores: el amarillo, tan luminoso y explosivo, y el azul, tan replegado y apagado, dibujan para nuestra sorpresa un programa de sentimientos que muchas veces no coincide en absoluto con nuestro estado de ánimo. Que hoy sea el día más feliz se debe, según los psicólogos y meteorólogos, a que “las temperaturas medias cercanas a los 20 o 21 grados nos sientan mejor y a que la prevalencia de la luz y los días más largos hacen que nuestro ánimo aumente considerablemente”. En fin, doctores tiene la Iglesia, porque la verdad es que hoy, aunque en España esta noche se inicie la desbandada que pone fin al confinamiento, si nos atenemos a los rebrotes del virus, a los latigazos de la economía y a los disturbios racistas, es obvio que “el horno no está para bollos”.

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Otra circunstancia, aunque mucho menos anecdótica e incluso con tintes dramáticos, valga el oxímoron, apunta también hacia la sonrisa de muchos ciudadanos, pues hoy se celebra igualmente el “día mundial de la distrofia muscular facioescapulohumeral”, difícil palabro médico este último para pronunciarlo de corrido y sonriendo. Se trata de una enfermedad neuromuscular de origen genético, caracterizada por una debilidad muscular progresiva, principalmente de los músculos de cara, hombros y brazos. El eslogan de la celebración de este año, “salva nuestra sonrisa”, señala un objetivo sumamente importante. Si bien lo primero y principal es siempre la salud, distorsionada por cualquier enfermedad, la deformidad del rostro, además, apaga toda su luz y congela su mejor expresión, la sonrisa. Drama físico y drama psicológico.

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Tras el destierro forzoso y la sonrisa, volandera la primera a que hemos aludido y dramática la segunda al proceder de un dolor hondo, temas que ya hemos puesto sobre la mesa, nos toca ahora vérnoslas con el fragor de armas que matan y con el cacao jurídico que a veces desencadenan las guerras. Con el fragor de las armas me refiero a que un día como hoy del lejano 451, cuando Roma estaba ya prácticamente desahuciada, tuvo lugar la batalla de los Campos cataláunicos en algún lugar del norte de Francia, en la que se las vieron los ostrogodos, lo visigodos, los alanos, los hunos y los romanos. Difícil y cruel contienda en la que, tras muchos vaivenes, perdieron los hunos y Atila estuvo a punto de sacrificarse a lo bonzo, pero que las estrategias políticas cortoplacistas no hicieron necesario.

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Con lo de “cacao jurídico”, sin salirme del férreo cerco de las armas, me refiero a que, un día como hoy de 1967, era condenado en Houston Muhammad Ali (Cassius Clay) por violar las leyes del “servicio selectivo” americano al negarse a ser reclutado por el ejército para la guerra de Vietnam, decisión que le acarreó muchos inconvenientes y que fue revocada por la Corte Suprema de los Estados Unidos mucho después. Si bien la defensa de las propias raíces, es decir, el derecho a no ser trasplantado a otra tierra a la fuerza, es cometido de todos los ciudadanos, la mentalidad occidental de la última mitad del siglo pasado reconoció el derecho a la “objeción de conciencia” a empuñar armas. Y así, mal que bien, el desarrollo de la humanidad sigue adelante, al impulso tanto de quienes están dispuestos a levantarse en armas al menor contratiempo como al freno armamentístico de quienes están dispuestos a dejarse matar antes de intervenir en una guerra.

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Vivimos tiempos convulsos, como también los fueron los pasados, sometidos desgraciadamente a grandes movimientos de población, a pandemias y a circunstanciales dificultades económicas. Necesitamos aunar voluntades y esfuerzos tanto más cuanto mayores son los problemas que adquieren dimensiones mundiales. Vivimos pues en un magma incandescente en el que el cristianismo, que es fuente de agua viva, camino y luz, está llamado a ejercer de bombero y a dejar una impronta indeleble de “fraternidad católica”, es decir, de fraternidad universal inclusiva e igualitaria, para cuyo logro toda acción, venga de donde venga, cuenta.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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