Desayuna conmigo (viernes, 16.10.20) Dualidad alimentaria más FAO

Dualidad corporal más “¡sí, señor!”

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La dualidad de título y subtítulo más sus respectivas coletillas nos salen al paso al dictado de los temas que hoy se ofrecen a nuestra consideración. Una de las grandes preocupaciones de la humanidad de todos los tiempos es la alimentación, tan necesaria no solo para seguir viviendo (quitar el hambre), sino también para lograr que vivir sea un placer (alimentación de calidad). Y dentro de la alimentación, por su propia entidad y, sobre todo, por su proyección significativa, el pan es, además de un alimento consistente, un símbolo de todo aquello que quita el hambre y nutre. A nadie le resulta extraña la consigna moral que impone la obligación de “ganarse el pan de cada día con el sudor de su frente”, exigente deber de comer el pan ganado, el no robado ni a la propia familia ni a los demás ciudadanos.

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Traer hoy a colación esta primera dualidad, alimentación y pan, se debe a la celebración, por un lado, del “día mundial de la alimentación” y, por otro, del “día mundial del pan”, para atraer nuestra atención sobre inquietudes similares y complementarias, pues la primera engloba la segunda. El día de la alimentación viene celebrándose desde 1979, cuando la ONU promovió esa celebración, en el ámbito de las competencias de la FAO, con el objetivo de disminuir el hambre en el mundo, propósito reflejado después en la pretenciosa “Agenda 2030” que fija dicho año como tope para llegar al “hambre cero”, es decir, que en esos momentos ninguno de los más de ocho mil millones de habitantes de entonces pase hambre.  A la preocupación específica para este año del coronavirus, el año redondo del doble 20 que tan caro nos está saliendo, cifrada en el significado más amplio de los verbos “cultivar, nutrir y preservar”, esta celebración añade el adjetivo “juntos” por imperativo de las actuales circunstancia sanitarias y económicas mundiales. Si para la voracidad del covid-19 la humanidad entera es un solo objetivo, ¿no deberemos comportarnos todos como un solo pueblo a fin de defendernos eficazmente de tan cruel enemigo y de afrontar con éxito la calamitosa situación económica que a causa suya padecemos? Esa es la madre del cordero, el simple “juntos” que viene a duplicar o triplicar los efectos positivos de cualquier esfuerzo individual.

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Dada la cantidad de preocupaciones y negruras que copan nuestro horizonte vital, no atiborraré al sufrido seguidor de este blog con datos de hambres que claman al cielo o imágenes brutales de niños a los que se les pueden contar todos los huesos, pero sí dejaré constancia de dos realidades lacerantes. Primera, que vivimos en un mundo en el que, produciendo ya suficientes alimentos para todos sus habitantes, son muchos millones, sobre todo de niños, los que cada año mueren de inanición. Segunda, que el placer que produce alimentarse desencadena conductas obsesivas que condenan a muchos a una obesidad que no solo resta enteros a la calidad de sus vidas, sino que incluso los arrastra a una pesada muerte. Visto desde fuera, se diría que estamos locos, pues, siendo toda la humidad una familia (papa Francisco dixit), mientras unos hijos mueren de hambre otros comen hasta reventar

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El segundo, el día del pan, se celebra con el propósito de dar a conocer el valor nutricional y la importancia de uno de los alimentos más antiguos. Si bien cada país tiene su forma de fabricarlo, todos se sirven por lo general de harina de trigo, de levadura, de agua y de sal, ingredientes todos ellos fáciles de conseguir, lo que hace que el pan sea realmente un alimento asequible. Su textura, su olor y, sobre todo, su sabor lo convierten realmente en un manjar para el paladar humano. He conocido comensales que nunca finalizaban una buena comida sin dar buena cuenta de un rescaño de pan como si fuera el más deleitoso digestivo.

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Tampoco en este caso será necesario llenar el texto de estadísticas y datos, pero, dado el contexto general del blog, no puedo menos de catapultar la reflexión a que nos convoca este día hacia la condición de un alimento que eligió Jesús, quizá por ser imprescindible en toda mesa y por sus propias connotaciones significativas, como soporte de su presencia continua entre nosotros tras su muerte cuando, en la “última cena”, partió un trozo de pan diciendo: “tomad y comed, esto es mi cuerpo”. La hondura de esa identificación propició que, siendo yo niño, alguien me reprendiera severamente por intentar cortar un pan con una navaja, alegando que se la clavaba al Señor.

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Aunque en este blog ya me he esforzado por emplazar la eucaristía en su significación sacramental, convirtiéndola en eje de todo el quehacer eclesial, es decir, en la forma de conseguir que Jesús siga realmente vivo entre nosotros, la celebración de este día me exige realzar, por un lado, su “universalidad” como alimento y su significación como sacramento. En la eucaristía, Jesús se hace nuestro alimento y nos incorpora a su cuerpo, convirtiéndonos también a nosotros en eucaristía. Por esa razón, sin mengua ni elongación de su propio significado, puede decirse que también nosotros estamos realmente presentes en ella. De ahí que la celebración de la eucaristía convierta la creación entera en una “acción de gracias”. Mientras los cristianos no entendamos que todos formamos una eucaristía y vivamos conforme a tan excelsa realidad, no seremos capaces de transformar en profundidad  nuestro mundo. Puede que el virus que nos domina sea un aldabonazo para despertar esa conciencia y, desde luego, tengo la impresión de que la encíclica del papa sobre la hermandad universal ha sido un chispazo para que miremos en esa dirección.

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Tras esta primera dualidad matinal, la de la alimentación y la del pan, la mañana nos recuerda que fue un día como hoy de 1945 cuando se creó la FAO con el propósito, ya apuntado, de eliminar el hambre del mundo, ardua tarea que debería ser el primer objetivo a conseguir por una Iglesia que dice ser “pan” y que de hecho se identifica sacramentalmente con él. Dar de comer a los que lo seguían es, sin duda, una de las preocupaciones de Jesús a lo largo de los evangelios, tanto que se convirtió en su doctrina (da de comer al hambriento) y en su propio testamento (la eucaristía).

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Por lo demás, el día apunta hacia otra dualidad también corporal, en armonía con nuestras actuales inquietudes por la salud, pues hoy se celebra, por un lado, el “día mundial del anestesiólogo” y, por otro, el “día mundial de la columna vertebral”. El primero se estableció para recordar que fue un día como hoy de 1846 cuando el cirujano William Thomas Morton creó la anestesia, la substancia de efectos misteriosos que obra la maravilla de librarnos por completo del dolor quirúrgico, superando con creces todos los remedios naturales anteriores y facilitando con ello un progreso espectacular de la cirugía. El segundo pone de relieve la función esencial de la columna vertebral como estructura básica del cuerpo humano y como vía de comunicación entre todas sus partes. El cuerpo humano es una maravilla de la naturaleza construida sobre un esqueleto frágil que es preciso cuidar con esmero.

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Finalmente, la coletilla del “sí, señor”, añadida en el título a esta segunda dualidad, viene a cuento de que hoy se celebra también el “día Internacional del jefe”, celebración que con ese título pretendemos retrotraer irónicamente a su origen. A nadie se le escapa el pavor que aureola a un jefe, sea de familia o de empresa o de cualquier otra jerarquización humana, cuando este se enfunda su papel y se pone borde. Pero la razón de esta celebración no apunta en esa dirección, pues parece ser que el 16 de octubre de 1958, fecha del cumpleaños  de su padre y jefe, a la atareada Patricia BaysHaroski  se le olvidó felicitarlo. Pues bien, al día siguiente, ella, ni corta ni perezosa, tuvo la feliz ocurrencia de ir al registro de la Cámara de Comercio de Illinois, donde vivía, para proponer que, en lo sucesivo, el día 16 de octubre se celebrara el “día del jefe”, propuesta que fue aprobada cuatro años después por el gobernador de dicha ciudad y práctica que ha adquirido dimensión universal. Digamos, celebrándolo a nuestro modo, que “el jefe siempre es el jefe”, ¡"sí, señor!", pero que nunca debe dejar de ser un padre. La cosa tiene muchísima miga.

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El cuerpo, tan despreciado en algunas orientaciones e incluso escuelas de espiritualidad por identificar su avidez de placeres con el mundo de la diabólica “carne” pecadora, juega, sin embargo, un papel esencial en la comprensión del cristianismo. Uno no se explica cómo ha podido producirse tan burda depreciación cuando el cristianismo parte de solideces tan fuertes como que “el Verbo se hizo carne”, que Jesús convierte en soporte de su permanencia el pan como alimento del cuerpo y que, finalmente, tendremos “cuerpos gloriosos” tras la resurrección de la carne. Los cristianos, al habernos acostumbrado a vivir partidos por el eje en dos mundos, el natural y el sobrenatural, rehusamos entender la unicidad del obrar divino, de un amor que se desborda en una grandiosa creación para que esta, tras hacer su propio recorrido de amor por obra y gracia de la presencia del hombre en ella, retorne consumada a su origen. Es a este retorno de toda la creación a Dios a lo que debemos llamar “salvación”, no a la transacción comercial de la sangre de un Jesús real por el pecado de un personaje de ficción como Adán. Es decir, sabiendo de dónde venimos, los cristianos deberíamos tener muy claro quiénes somos y hacia dónde caminamos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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