Lo que importa – 59 “Habemus papam”
Espectacular, pero fugaz


Vayamos al grano. Del papa se dice, con razón teológica, jurídica y evangélica, que es el “Vicario de Cristo” y, diciéndolo, si de importancia va el tema, no se repara en absoluto en que cualquier cristiano, incluso cualquier hombre de cualquier índole y por degradado que esté, es “imagen y morada de Dios”. Ahora bien, esto último es muchísimo más importante, trascendente y sólido que lo primero. ¿Qué quiero significar con ello? Que por mucho que nos empeñemos en concebir la Iglesia de Jesús como un entramado de papas, cardenales, obispos, curas y frailes, la verdad es que esa Iglesia nada o poco tiene que ver con un emporio de poder, de influencia o incluso monetario.

Dios me libre de minusvalorar, diciendo lo dicho, la figura y el rol del papa en la Iglesia católica, pero justo es reconocer que el cristianismo no está al albur de un clérigo, de cualquier categoría que sea, que, debiendo ser un celoso servidor de Dios y de los hombres, es decir, un santo, bien pudiera ser un pedófilo, un putero, un drogadicto, un borracho o un simoníaco, como desgraciadamente ha ocurrido y sigue haciéndolo en los estratos más bajos y no tan bajos de la estructura clerical. Francamente, creo que el cristianismo es ante todo una forma de vida que engloba no solo las dimensiones vitales del conocimiento (verdades) y sociales (reglas de comportamiento), sino todo lo ancho y profundo de la vida humana. El esfuerzo colosal de Jesús de Nazareth se cifró en hacernos ver que el amor debe ser el leitmotiv, el motor y la piedra angular de toda nuestra conducta. Fue el celo que puso en la defensa de esa forma de vida, no la reparación del supuesto mítico pecado original, lo que lo clavó en la cruz.

Sea alto o bajo, guapo o feo, ágil o torpe, viejo o joven, un águila o un topo mental, tenga a gala o no presumir de izquierdas o derechas, lo que debería esperarse del próximo papa y lo que realmente debería importarles a los creyentes es que sea un “buen hombre”, fiel servidor del evangelio de Jesús, que por allá por donde vaya nos lo recuerde y que, como él, esté dispuesto, por la causa del amor constituyente de la condición humana de todos los hombres, a encaramarse a una cruz para ser crucificado en ella y derramar su sangre, si fuera necesario. El incensario y la cohorte de aduladores sobran, razón por la que deberían ser eliminados de los papeles y de los escenarios, sobre todo de los eclesiales.

Atención, pues, a los creyentes españoles, pues acostumbramos ser, además de papanatas, más papistas que el mismo papa. Tras la elección del nuevo papa, sea quien sea el elegido, no habrá ningún motivo objetivo ni para echar las campanas al vuelo ni para hundirse en una profunda desesperación o depresión, ni tampoco para ser pasto de desencantos. Lo único que deberíamos desear en estos momentos es que sea el hombre adecuado para que el evangelio cristiano impregne la vida de los hombres de nuestro siglo y para que la gratuidad, signo de amor, se abra camino en la maraña de intereses que esclavizan nuestra actual forma de vida. Para una tarea tan descomunal importa que sea un hombre abierto, comprensivo, misericordioso, que enarbole el perdón incondicional y encauce la potencialidad humana hacia el bienestar de todos los seres humanos, sin afanes ni servidumbres rigoristas, sin anatemas, sin puertas cerradas.

Que el papa tenga en la actualidad el prestigio y la influencia mundiales que tiene lo convierte, sin duda, en una persona clave y en un poderoso motor para que los seres humanos llevemos la vida razonable que debemos llevar, ganada siempre con tanto sudor y sangre. De ello bien que podemos presumir todos los católicos, al tiempo de emplearnos a fondo para coadyuvar a que las cosas sucedan así. Creo que ese acento es la raíz de la cuestión que nos convoca y entretiene hoy: la necesidad imperiosa de orar, de pedir insistentemente a Dios, aunque él lo sepa mejor que nosotros y su disponibilidad sea infinitamente superior a la nuestra, que eche una mano al papa que sea elegido en este cónclave para que sea realmente baluarte de fe cristiana, es decir, modelo de vida humana.

Sea quien sea el papa elegido, antes o después también él morirá y dejará tras sí una comunidad de creyentes, de seguidores de Jesús que han dejado todo para servir a sus semejantes, como iglesia sólida e indestructible para perpetuar su obra de salvación. Que Roma se inunde de creyentes y turistas estos días de cónclave y los medios de comunicación llenen sus espacios con la noticia de algo que realmente podría cambiar el rumbo de la historia de depredación que sufrimos, como si una fuerte marejada o un descomunal tsunami invadiera nuestras playas y ciudades, tiene solo lamentablemente la virtud o fuerza de un espectáculo pasajero que terminará dejando, poco más o menos, las cosas tal como están, pues la evolución humana suele ser muy lenta en todos sus ámbitos de actuación. Habiendo rezado por el papa Francisco todos los días de su pontificado, hoy lo hago ya por quien sea el nuevo papa, razón por la que, en mi oración de hoy, le pediré a Dios que nos dé como papa un hombre bueno, al estilo de Juan XXIII, de Juan Pablo I o de Francisco. Para especular o elucubrar, ya me basto yo solo, encadenado como me encuentro por un gran deseo de iluminación y por la oración chirriante que la nada eleva al Todo.