Desayuna conmigo (viernes, 1.5.20) Honra de trabajador
De brazos caídos


La ley del más fuerte de los tiempos de la selva se transformó en la tiranía laboral que impuso el capitalismo más salvaje y despiadado que hemos venido padeciendo: la primacía suprema de los bienes de consumo, de la mercancía y del dinero, sobre la vida y la dignidad humana. Confiemos con que este maldito virus dé también cuenta de ese capitalismo o de sus restos y erradique las tentativas de seguir manteniéndolo.
El beneficio o productividad es una aspiración, desde luego, no solo legítima, sino también incentivadora y promotora del esfuerzo humano. Se ha demostrado hasta la saciedad que “trabajar para el Estado” anula las iniciativas, mengua las fuerzas y anquilosa todo deseo de mejora, razón por la que una economía basada y centrada en el predominio absoluto de lo público condena a la miseria a toda la población. El reto de ganarse la vida y, a ser posible, de hacerlo con alguna holgura es lo que realmente mueve al hombre a trabajar en serio.


Capital y trabajo son las fuerzas dinamizadoras de la sociedad en que vivimos. Si sustituimos el capital por el Estado, la ruina será total. Si el capital se enseñorea del trabajador, jamás se acabará la tensión, la pobreza de la masa asalariada y la esclavitud de los trabajadores. Habrá que seguir buscando equilibrios que no solo obliguen a los trabajadores a cumplir como Dios manda su parte, la de trabajar, sino también a los empresarios capitalistas a hacer lo propio para no auparse económicamente sobre las espaldas de los trabajadores. Es terrible que la defensa del trabajo tenga que hacerse, en último extremo, dejando de trabajar, a base de huelgas, la espada de Damocles que debería empuñarse muy raramente, en casos muy extremos, cuando no obtengan respuesta las reivindicaciones salariales razonables y justas. Las sabias negociaciones laborales, incluso si son audaces en sus acuerdos, pueden evitar enormes pérdidas económicas, que repercuten en todos, y muchísimo sufrimiento humano de los trabajadores y sus familias. Seguro que vale mucho más un mal acuerdo laboral que el triunfo apoteósico de una prolongada huelga.

El coronavirus, poniéndonos las peras al cuarto, ha demostrado, por un lado, hasta qué punto los trabajadores sanitarios, transportistas y fuerzas públicas son capaces de sacrificarse para que la sociedad entera no perezca al enfrentarse con tanta resolución a un reto tan descomunal como el que padecemos. El suyo ha sido un gran esfuerzo al que también se han sumado generosamente muchos capitalistas con sus aportaciones y el sacrificio de una población modélicamente confinada en sus casas. Que en el próximo futuro las empresas puedan salir adelante será la prórroga del partido que todos nos hemos visto obligados a jugar. Si nos cansamos de aplaudir y colaborar a fondo todos los ciudadanos, desempeñemos el papel social que nos corresponda, o nos ahogaremos en el intento o prolongaremos mucho tiempo nuestras zozobras y angustias vitales. La “gratuidad” en las relaciones humanas en las que haya dineros de por medio es una de las grandes lecciones, si no la más grande, que podemos aprender de la situación límite en que nos encontramos.

El trabajo adquiere otras dimensiones, muy novedosas, si lo enfocamos desde la perspectiva cristiana, en la que el único capitalista es el más justo y generoso que uno pueda imaginar. Todos somos trabajadores en la viña del Señor, viña en la que no hay patronos ni esclavos. A todos se nos regalan talentos para que los explotemos, no para que los enterremos ni malgastemos. Al final del periplo, todos tendremos que saldar nuestras cuentas. Una vez cuadradas estas, el dueño de la viña repartirá entre todos su heredad, una heredad tan misteriosa e inagotable que no sufrirá mengua en el reparto, pues será toda entera para cada heredero. La salud, la fuerza y las habilidades son los talentos a explotar, la medida del trabajo a realizar. Que el trabajo sea el medio que todos los seres humanos, también los capitalistas y los empresarios, tenemos para vivir no significa que se pueda limitar a satisfacer las necesidades de la vida propia, pues ha de contribuir a las de toda la comunidad humana, de tal manera que quien, pudiendo dar más de sí, no lo da en beneficio de toda la sociedad, comete un fraude por el que tendrá que rendir cuentas. En la perspectiva cristiana, la gratuidad adquiere dimensiones de obligatoriedad, como obligatorios son la gracia y el amor.

En resumidas cuentas, el trabajo, en la perspectiva cristiana en la que seguramente también está la mayoría de los lectores de este blog, viene a ser no solo nuestro medio de vida, sino también la única forma en que los humanos podemos cooperar a la magnífica obra de creación que graciosamente nos regala nuestro ser y nuestro tiempo de vida. Más allá de la satisfacción que produce saber que el dinero, el que yo gano justamente con mi trabajo, hace posible mi vida y la de mi familia, está la de saber que, trabajando, coopero eficientemente con la obra del Dios en quien creo. Aun sintiéndonos siervos inútiles e innecesarios para la gran obra divina, debemos comportarnos como si el éxito de la misma dependiera totalmente de nosotros mismos, pues el Dios de nuestra fe, que no nos necesita absolutamente para nada, nos hace necesarios e imprescindibles por el amor que nos profesa.
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