El amor no tiene remedio
Oblígame a gritar
mi verdadero nombre
(J.Cortázar)
Aparece el libro del cantautor y poeta Luis Ramiro “Poemas para infancias mal curadas”, celebrado por Carlos Salem por sus versos rebeldes e insurrectos, que concelebran el encuentro y el desencuentro amoroso, el amor descarnado y el desamor abrupto, lo urbano noctámbulo exento de la vieja urbanidad y un romanticismo seco, continuando el estilo popular de su colega J.Sabina. El poeta vive por nosotros experiencias urbanas y suburbanas, de un cierto realismo sucio y de un incierto anhelo límpido – a veces sin saberlo. El gozo y el dolor, el placer y la miseria del mundo se dan cita en un lenguaje con gracia y rima, con ritmo y tino. Es un poemario propio de un autor que lucha en pro del amor, pero no del todo, porque “buscar así el amor (en discotecas) me decepciona: yo quiero una pasión de cielo abierto”.
En el texto nuestro autor baja a los ínferos e infiernos del amor, pero para buscar una querencia verdadera aunque libre, proyectando un querer auténtico siquiera improbable, “atando mi futuro a un imperdible”. Nuestro poeta parece buscar una amada que, como en el caso de J.Cortázar, le obligue a gritar su verdadero nombre, no de superhombre armado, sino de hombre amado y almado o con alma, desarmado pero no desalmado. El amor, a pesar de sus apariencias sexuales, se convierte aquí en algo sagrado, a la vez inefable y falible, revelación del otro y de uno mismo, así como velación y velatorio del uno por el otro: “yo rezo ante tu altar siempre que puedo: la única persona que supo ver en mí lo que nadie ha visto”.
El amor es así la paz en medio de la guerra de los sexos, una búsqueda del interior o alma femenina (ánima) a través del vibrante cuerpo exterior. Pero el amor no tiene remedio y, por lo tanto, no tiene medio, oscilando entre los extremos de la felicidad y la infelicidad. Su diferencia, según Tolstoi, estriba en que la felicidad es igual para todos (y acaba aburriendo), mientras que la infelicidad es desigual para todos (y acaba aturdiendo). Curiosamente ante la crudeza o crueldad del amor así oscilante, nuestro poeta asume de repente un sentimiento filial ante la mujer, a la que llama madre o mamá. Tras confesar que ligar es demasiada acrobacia, el poeta experimenta cierta paz: “después de la tormenta toca calma, hacer ya ves las paces con tu alma”. Esta paz abre la puerta a una especie de fratria, ya que el otro/otra es descubierto finalmente como un “gemelo”, es decir, como un alter ego u otro yo, fundando así un nosotros fratriarcal.
Contigo tengo el alma de gaviota, dice el poeta, sutilizando o sublimando su pasión sexual in extremis: “y dile a la gente que este poema no habla de sexo, que este poema es solo un grito de socorro”, es decir, de solicitud de amor. Es cierto, los desengaños son unos “doscientos”, pero anida algún amor eterno entre los huesos. El balance es pues victoria y daño, el querer y su pérdida, pues el amante no intenta ya ser un salvador puesto que naufraga, aunque busque la salvación en la amada que también naufraga. Pero se trata de un naufragio compartido y, por tanto, partido por dos, pues el amor incluye desamor y el desamor amor.
Según el autor, el amor es cruzar la frontera del otro, aunque hay fronteras que no se deben cruzar, como la del amor imposible entre la tierra y el mar. A pesar de ello, cuando nuestro poeta se pregunta si cree en Dios, recuerda la mirada fulminante de la amada, dispuesta a salvar al náufrago naufragando juntos, lo cual es un naufragio salvador. El amor sería el duende o daimon de nuestra existencia, lo demónico de la vida, un amor que según nuestro autor no tiene remedio. Pero porque es precisamente el remedio.
mi verdadero nombre
(J.Cortázar)
Aparece el libro del cantautor y poeta Luis Ramiro “Poemas para infancias mal curadas”, celebrado por Carlos Salem por sus versos rebeldes e insurrectos, que concelebran el encuentro y el desencuentro amoroso, el amor descarnado y el desamor abrupto, lo urbano noctámbulo exento de la vieja urbanidad y un romanticismo seco, continuando el estilo popular de su colega J.Sabina. El poeta vive por nosotros experiencias urbanas y suburbanas, de un cierto realismo sucio y de un incierto anhelo límpido – a veces sin saberlo. El gozo y el dolor, el placer y la miseria del mundo se dan cita en un lenguaje con gracia y rima, con ritmo y tino. Es un poemario propio de un autor que lucha en pro del amor, pero no del todo, porque “buscar así el amor (en discotecas) me decepciona: yo quiero una pasión de cielo abierto”.
En el texto nuestro autor baja a los ínferos e infiernos del amor, pero para buscar una querencia verdadera aunque libre, proyectando un querer auténtico siquiera improbable, “atando mi futuro a un imperdible”. Nuestro poeta parece buscar una amada que, como en el caso de J.Cortázar, le obligue a gritar su verdadero nombre, no de superhombre armado, sino de hombre amado y almado o con alma, desarmado pero no desalmado. El amor, a pesar de sus apariencias sexuales, se convierte aquí en algo sagrado, a la vez inefable y falible, revelación del otro y de uno mismo, así como velación y velatorio del uno por el otro: “yo rezo ante tu altar siempre que puedo: la única persona que supo ver en mí lo que nadie ha visto”.
El amor es así la paz en medio de la guerra de los sexos, una búsqueda del interior o alma femenina (ánima) a través del vibrante cuerpo exterior. Pero el amor no tiene remedio y, por lo tanto, no tiene medio, oscilando entre los extremos de la felicidad y la infelicidad. Su diferencia, según Tolstoi, estriba en que la felicidad es igual para todos (y acaba aburriendo), mientras que la infelicidad es desigual para todos (y acaba aturdiendo). Curiosamente ante la crudeza o crueldad del amor así oscilante, nuestro poeta asume de repente un sentimiento filial ante la mujer, a la que llama madre o mamá. Tras confesar que ligar es demasiada acrobacia, el poeta experimenta cierta paz: “después de la tormenta toca calma, hacer ya ves las paces con tu alma”. Esta paz abre la puerta a una especie de fratria, ya que el otro/otra es descubierto finalmente como un “gemelo”, es decir, como un alter ego u otro yo, fundando así un nosotros fratriarcal.
Contigo tengo el alma de gaviota, dice el poeta, sutilizando o sublimando su pasión sexual in extremis: “y dile a la gente que este poema no habla de sexo, que este poema es solo un grito de socorro”, es decir, de solicitud de amor. Es cierto, los desengaños son unos “doscientos”, pero anida algún amor eterno entre los huesos. El balance es pues victoria y daño, el querer y su pérdida, pues el amante no intenta ya ser un salvador puesto que naufraga, aunque busque la salvación en la amada que también naufraga. Pero se trata de un naufragio compartido y, por tanto, partido por dos, pues el amor incluye desamor y el desamor amor.
Según el autor, el amor es cruzar la frontera del otro, aunque hay fronteras que no se deben cruzar, como la del amor imposible entre la tierra y el mar. A pesar de ello, cuando nuestro poeta se pregunta si cree en Dios, recuerda la mirada fulminante de la amada, dispuesta a salvar al náufrago naufragando juntos, lo cual es un naufragio salvador. El amor sería el duende o daimon de nuestra existencia, lo demónico de la vida, un amor que según nuestro autor no tiene remedio. Pero porque es precisamente el remedio.