La cosa religiosa

Que Dios me ayude en mi búsqueda de la verdad:
y me proteja de quienes creen haberla encontrado.
(Vieja oración inglesa)



La cosa religiosa se remonta al proceso de hominización de la humanidad, de modo que cabe decir que el hombre se diferencia de los animales por su religiosidad, entre otras cosas adyacentes. En efecto, el hombre es un animal religioso o religado a cierta trascendencia, llámese Dios o Diosa, Numen o Demon, Sagrado o Ser. La apertura radical al Otro (Otredad) define al hombre, frente a la cerrazón animal y a la inmanencia animalesca. Por eso es tan importante la religión y las religiones, porque pueden propiciar la emancipación del hombre y su liberación humana o bien encerrarlo animalescamente en una red dogmática que lo atrapa inmisericordemente.

Nuestra religión occidental es la cristiana, aunque en medio de otras religiones que la circundan, y a las que debe tener en cuenta ecuménicamente, es decir, dialogalmente. Un tal diálogo se basa en el criterio fundamental de si son positivas o negativas, biófilas o necrófilas, abiertas o cerradas, vitales o antivitales, humanas o inhumanas: un criterio que sirve de baremo crítico o diacrítico para todas las religiones y, por lo tanto, también para la nuestra cristiana. Y aquí comienzan ya los devaneos y las disputas, las cuales deben zanjarse democráticamente de acuerdo a dicho criterio fundamental, criterio fundamental que trata de evitar precisamente todo otro criterio fundamentalista, dogmático o fanático.

Y bien, en el caso de nuestra religión cristiana hay que concelebrar su capacidad emancipatoria y liberadora, arquetipificada por Jesús de Nazaret, aunque también su capacidad dogmática y autoritaria, archisimbolizada por la Inquisición. Por lo que concierne al cristianismo católico, este segundo elemento negativo obtiene tintes propios, ya que se trata de una Iglesia aún no reformada, como las Iglesias protestantes, siendo por consiguiente una Iglesia pre-reformada de signo pre-moderno. De ahí sus dificultades con la modernidad y con la democracia, con la Ilustración y la Posmodernidad, con el pensamiento libre y el espíritu abierto. El peligro de quedar desplazada a ámbitos retardatarios o tercermundistas resulta muy real en nuestros días, sobre todo entre nosotros.

Sobre todo entre nosotros: en la Iglesia española cuyo catolicismo arrastra una historia tradicionalista unida a una visión imperial o imperiosa del mundo, una visión eclesiástica de carácter integrista pero no integrador de los disidentes o simplemente diferentes, reprimiendo u oprimiendo el pluralismo ecuménico abierto y conciliar o conciliador. Parece como si en nuestra Iglesia nacional hubiera un equívoco, ya que el Evangelio afirma que Cristo fundó su Iglesia sobre una Roca, pero no exactamente sobre este Rouco nuestro. Se trata de una Iglesia roqueña y berroqueña, enrocada y enroscada en sí misma, ensimismada y al margen del río/ría del devenir humano-mundano.

La genialidad de la Iglesia es habernos trasmitido la historia de Jesús de Nazaret, el gran liberador. Pero a menudo el Jesús de nuestra Iglesia no parece el Jesús evangélico emancipador sino un Jesús canónico o canónigo, un chantre o cantor de un Dios pontificio de rasgos pontificales ya que, siendo omnipotente y todopoderoso, no parece poder salvaguardarnos de los males extrahumanos que nos afligen, al tiempo que su Iglesia tampoco nos salvaguarda de los males humanos que nos circundan. Pero entonces resulta arrogante el dicterio de la Iglesia, según el cual fuera de la Iglesia no hay salvación: pues si fuera de la Iglesia no hay salvación, dentro de la Iglesia no hay solución. A no ser por la disolución natural de sus actuales representantes tan anticuarios.

He aquí que el Dios-amor de la Biblia cristiana se ha reconvertido en un Dios que prohíbe, fustiga y castiga casi todos los amores por pecaminosos. Con lo interesante que sería una auténtica postura cristiana que, en estos tiempos de dispersión y disipación, predicara/practicara una actitud evangélica respetuosa con las fuentes sexuales de la vida, pero sin posturas rígidas ni farisaicas, ventilando los problemas del hombre en este mundo y aún no en el otro. Y es que el problema de la moral católica desmoraliza a tantos: los usos eclesiásticos son rehusados y sus modos, maneras o mores resultan rémores, o sea, rémoras en el contexto de nuestra peregrinación por este extraño mundo.

Quizás podría reconvertirse esta situación de cerrazón volviendo al comienzo tanto del Nuevo Testamento como del Antiguo Testamento. Al comienzo del Antiguo Testamento se lee en hebreo que “en el principio Dios creó” (bereshit bará Elohim); por su parte, al comienzo del Evangelio de San Juan se lee en griego que “al principio era el Logos” (en arjé ên o Logos). Si realizamos la concordancia de estos dos comienzos significativos de la Biblia obtenemos la síntesis de que en el principio fue el Dios como Logos creador.

Pero el Dios como Logos no mienta una idea abstracta sino el sentido concreto que concreta, un Logos voluntativo basado en la querencia de amor. En efecto, el Logos, Verbo o Palabra divinos no son mera dicción sino condicción de lo real como su condición axiológica: pues el lenguaje no consiste meramente en decir sino en querer decir, de modo que el Logos dice voluntad de amor (algo radicalmente cristiano).

Pero esto quiere decir que tras el Logos está el eros, porque como dice la teología mística “la naturaleza de Dios le obliga a ser amor, a amar” (Eckhart). Esto nos obliga a nosotros a cambiar de chip o mentalidad religiosa. En efecto, la mentalidad religiosa tradicional consiste en repetir en la línea racionalista de signo aristotélico-tomista-hegeliano que la voluntad está precedida y presidida por el conocimiento, de modo que la mente y lo mental es el fundamento del corazón y lo cordial (nihil volitum nisi pracognitum).

Frente a ello deberíamos recuperar la gran tradición romántica de signo platónico-agustiniano- franciscano-pascaliano-nietzscheano, según la cual el conocimiento está precedido y fundado en la voluntad y el amor (nihil cognitum nisi praevolitum). Pues Dios es amor o no es Dios: mas la Iglesia no puede ni debe ser resquemor, sino caridad (que no juzga como los hombres sino que perdona como Jesús).
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