Ética sin religión.

Ética y moral, sustrato y fundamento de la conducta. El orden en nuestros actos. Amalgama de la sociedad. Sin que importen demasiado ahora los distingos, podríamos entender moral como un subproducto de reglas a cumplir surgidas de la ética o que la moral afecta más a las conductas particulares con normas concretas mientras que la ética afecta de manera más universal al conjunto de la sociedad, como el escenario en que se han de mover las conductas.

Por más que la religión intente acaparar y colonizar todos los aspectos de la vida y de la persona, sería bueno tener presente que, fundamentalmente, la religión es creencia en un Dios al cual nos debemos sentir “religados”.

Pero de tal modo han extendido sus tentáculos todas las religiones que la moral y la ética son componente indispensable para la supuesta relación con Dios. No hay religión sin moral. ¿Pero también al revés? La afirmación recíproca --no hay moral sin religión-- no está tan clara. Es más, la mayor parte de la gente vive su propia moral acorde con su pensamiento y con los valores sociales, independientemente de sus creencias o ausencia de creencias.

Es lo que se pregunta Paul Kurtz y responde en su libro "El fruto prohibido. La ética del humanismo". ¿Se puede ser buena persona sin tener adscripción religiosa? La respuesta para P.Kurtz y para la inmensa mayoría de la gente es que sí.

Entonces... podríamos preguntarnos para qué sirve la religión si no aporta nada que sea significativamente estimulante para ser buenas personas, es más, si sólo añade nuevas normas a aquellas que rigen la conducta de todos, creyentes o no.
La religión, sugiere P.Kurtz, restringe la moralidad a un nivel doméstico, encierra en un marco constrictivo lo que norma la vida del ser humano. De ahí la necesidad de superar ese marco estrecho y trascender sus límites. No es sano para el ser humano ceñirse a tales lealtades domésticas. Hay un nivel superior.
Se defienden las religiones tachando estas ideas de perniciosas, calificándolas de laicismo maléfico o secularismo que agosta el espíritu cuando la visión de cualquier persona honrada es todo lo contrario.
Podemos apelar a la experiencia humana, es decir, a la historia del hombre. ¿Se puede decir honradamente que la creencia en Dios es sinónimo, fundamento o garantía de virtud moral? No lo parece. Tan "santos" o pecadores son los que creen en Dios como los que no creen pero llevan una vida honrada y virtuosa.

Y si de santos hablamos, resulta incluso cómico que propongan como modelos sociales a cientos, miles de personas que nada han aportado al progreso moral de la humanidad, santos que hoy podríamos tildar de escoria humana, cuya única virtud estriba en haber seguido a rajatabla y superado con creces normas internas contrarias a la naturaleza y al funcionamiento de la sociedad. Otros, desde luego, no, modelos de amor al prójimo, de solidaridad... aunque éstos también han recibido el reconocimiento y veneración de la sociedad sin necesidad de acudir a los templos a loar sus hazañas.

Pero sí, dentro del círculo crédulo son santos --modelos de vida y de conducta-- "sus" santos; y son pecadores aquellos que se han auto excluido del reino de la verdad y la gracia, su reino de credulidad.

Pues a despecho de tales pensamientos y más allá de esa "ilusión teísta", la humanidad avanza con valentía y sabiduría regida por una ética que podríamos llamar natural. Sometido a sus dictados, el hombre camina por la vida regido por normas comunes, ensalza las conductas generosas, respeta la naturaleza, se siente ciudadano universal...

Según P. Kurtz es éste "un nivel superior de desarrollo creativo". Merced a la racionalización de las conducta, el conocimiento del bien y del mal es el árbol que nos nutre con su "fruto prohibido".

Es en esa racionalidad donde el hombre encuentra el fundamento de la conducta, no en prescripciones que surgen, en la noche de los tiempos, de visiones proféticas, de apariciones divinas o de preceptos que bajan de lo alto de la montaña. Con la salvedad de que primero han subido a ella: los Mandamientos, sean cuatro o diez, primero ascendieron al Sinaí dentro de la conciencia moral del líder y luego bajaron, impregnados de arcana sacralidad para imponerse a los hombres con el prurito de tener el sello divino.

Lógicamente Dios debía ser lo primero, ese Dios en el que creían por encima del hombre. El precepto "Amarás a Dios sobre todas las cosas" será luego la fuente y origen de donde surgirán luego la mayor cantidad de prescripciones que al hombre han impuesto las castas que subieron al monte.

Sin necesidad de tal viaje de ascensión y descenso, bastaban la razón autónoma, el descubrimiento de verdades éticas significativas y la consideración del derecho de los demás como guías de la conducta.

No hace falta ningún Evangelio para hacer sentir al hombre ese principio universal de "obra con los demás como quisieras que obraran contigo". Ni tampoco Decálogo alguno o Sermón de la Montaña para hacer una relación de preceptos comunes a todo hombre.

La moral natural no necesita de prolijas normas, pero sí hace explícitos principios que se imponen. En el libro de referencia Kurtz esboza los principios morales comunes y la bondad que les asiste; asimismo habla de la responsabilidad personal; de la ética de la excelencia... En el capítulo III se explaya en conceptos que secularmente han sido sustraídos por las religiones: la integridad que presupone amor a la verdad, cumplir las promesas, sinceridad, honestidad; la confiabilidad; la fidelidad y seriedad; benevolencia que implica buena voluntad, ausencia de malicia aplicada a las personas, ausencia de malicia aplicada a la propiedad privada y pública, consentimiento sexual, beneficencia); la justicia, asociada a la gratitud, la responsabilidad, la tolerancia, la cooperación...

En cuanto a la excelencia, primero en relación a uno mismo, engloba autonomía, inteligencia, autodisciplina, amor propio, creatividad, motivación, afirmación, salud, "joie de vivre" y apreciación estética; luego, excelencia en relación con otros, con valores como integridad, confiabilidad, benevolencia y justicia.

Cualquiera que examine con honestidad intelectual estos enunciados deducirá que las religiones poco tienen que aportar. De ahí la necesidad de superar barreras para que el hombre se siente verdaderamente ciudadano del mundo, con los deberes que ello conlleva. Hablarán, quizá, del impulso --o gracia-- que la religión aporta para el cumplimiento de tales principios. Concedamos este seguno pretexto para el cumplimiento
Éste es, como dice Kurtz el fruto del "segundo árbol del Jardín del Edén: el de la vida". Comer de este fruto es "descubrir por nosotros mismos las múltiples potencialidades de una vida abundante".
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