Leer los Evangelios con sentido crítico produce cierto escozor.

Hoy día y respecto al corpus doctrinal de la Iglesia católica no existe preocupación, discusión o digresión alguna respecto a la doctrina asentada fuera de reducidos círculos teológicos preocupados más por “publicar” que por “enseñar”.

En otros ámbitos, en los que por cultura, educación y posibilidad de reflexión podría caber la disidencia, no hay la más mínima preocupación: “Yo creo lo que diga la Iglesia”, “tengo por vademécum el Catecismo de la Iglesia Católica”, precisamente un documento dogmático donde mayor concentración de barbaridades racionales se acumulan. ¡Pero el vencedor es el vencedor y, ante él, sólo procede el amén!

Hablábamos días atrás de la poda necesaria en doctrina y tradiciones acopiadas, en concreto de evangelios canónicos frente a apócrifos, además del género literario al uso.

Hubo en los primeros siglos una profusión relativamente elevada de escritos sobre los hechos de Jesús que dejan constancia de la más variopinta acumulación de despropósitos que se puedan decir de un personaje destinado a ser idolatrado. Escritos que, puestos en sincronía, se dan de bofetadas unos a otros.

El propio Constantino, preocupado por la unidad del Imperio, se dio perfecta cuenta del sesgo que tomaba “su” nueva religión oficial y urgió una depuración doctrinal. Religión y Estado DEBÍAN ir de la mano. El Estado que se fundaba en la razón no podía soportar tanta sinrazón.

Y a ello se entregaron los Padres conciliares, expurgando ficciones... ¡pero conservando otras! ¿Con qué criterio? No se entiende por qué unos hechos son fábulas o mitos y otros relatos fehacientes. Cualitativamente un milagro a la altura de la mente de un niño, el Niño Jesús, es de igual entidad que el realizado por el mismo personaje ya adulto.

A guisa de ejemplo, traemos a colación hechos considerados “apócrifos” y hechos admitidos como “canónicos”. Escarbando en los textos de los evangelios apócrifos encontramos relatos del cariz que sigue (Selección de textos. Ed. BAC) La mayor parte aparecen en el Evangelio del Pseudo Mateo:


• dragones amenazantes que salen de una gruta, caen a sus pies y lo adoran
• leones y leopardos van abriendo camino a la sagrada familia en su ida a Egipto
• a su orden, una palmera se inclina para dar de comer a la virgen
• resucita a un pollo asado para celebrar un banquete
• de niño estrangula pajaritos para lucirse luego resucitándolos
• fabrica gorriones de barro a los que da vida
• si se enfada con algún compañero de juego, éste muere, lo mismo que su padre
• a su voz el curso de un arroyo cambia
• cura picaduras de víbora soplando en la herida
• José, su padre, muere a los 111 años.
• Jesús aparece riendo a carcajadas

Lógicamente, “niñerías” de este estilo hacen dudar a los censores y determinan su remoción por ausencia de inspiración divina. ¡Pero en los canónicos mantienen incongruencias y contradicciones entre sí cualitativamente iguales a las anteriores! Incongruencias en la unidad de los relatos y absurdos que hieren al sentido común. Unos pequeños ejemplos, sólo respecto al relato de la Pasión:


• ¿Por qué la ayuda de Simón de Cirene aparece en unos, en otros no?
• Las apariciones posteriores a su muerte, tanto respecto a personas como a lugares ¿por qué son distintas según uno u otro evangelio?
• Es de todo punto inverosímil que Pilato hablara con Jesús: ¿con traductor?; los asuntos religiosos de que le acusaban no eran de su incumbencia; se trataba de un delincuente menor, sin trascendencia alguna (a no ser que hubiera algo más que los Evangelios ocultan); y, de añadido, era judío, no ciudadano romano.
• La figura de Pilato, bonachón, indulgente, que trata de exculpar a Jesús, sólo tiene una finalidad, adular a los romanos: no es concebible en un personaje cínico, necesariamente cruel y feroz para mantener el orden...
• A Jesús, por ser judío, no se le podía crucificar, por los delitos que le imputaron los propios judíos debía ser lapidado si, como dice Pilato, se lo entregó “para que lo crucificaran”. Extraño, cuando los judíos nunca crucificaban.
• Aun así, a los crucificados se les abandonaba en la cruz y su agonía duraba días hasta que, comidos por aves y perros, eran echados en la fosa común.
• La tumba es algo también inverosímil: jamás un judío podía ser enterrado sin el necesario rito. Además, los 30 kg de ungüentos, las vendas, etc. remiten a prácticas egipcias, no judías.
• El nombre de José de Arimatea también es “performativo” (José, “después de la Muerte”), no es real, es un personaje inventado.
• Respecto a los discípulos es inconcebible que después de convivir con él, de ser aleccionados, de recibir premoniciones... ¡se fueran a sus pueblos y continuaran con su trabajo!
• Y respecto a “muertes”, mención siquiera merecen algunas excesivamente raras como la del matrimonio que se queda con parte de la donación a la Iglesia, suceso relatado en los Hechos.

Pero si todo esto es un saco de gritos contra el sentido común, tampoco se entiende una de las mayores incongruencias internas de los Evangelios: la labor realizada por los ONCE Apóstoles y con la elección de Matías, DOCE. Recibieron una fuerza especial, el Espíritu, podían hablar distintas lenguas, curar... todo para “ir por todo el mundo” a evangelizar (¡cómo se advierte la mano de Pablo en ese “todo el mundo” frente al judeocentrismo de los otros apóstoles!).

Pues bien, ¿se sabe de alguno que le llegara a la suela del zapato a Pablo en cuanto a realizaciones perdurables? Desaparecen del mapa para reaparecer en leyendas del siglo X. Algunos aparecen citados, sólo citados, en un libro escrito “ad majorem gloriam Pauli”, los Hechos de los Apóstoles.

Nada queda de la labor de los Doce. Pedro fundó la comunidad de Roma ¡sólo porque lo dice Pablo! ¿Y dicen que Jesús fundó una Iglesia contra la cual no prevalecerían las puertas del infierno? ¿Y hablan del "símbolo de los apóstoles"? ¿Y los obispos y demás jerarcas descienden y forman el Colegio Apostólico? Tal Colegio se evaporó con la Diáspora y nunca más se supo de él. 

Hay otro elemento histórico curioso y digno de mayores comentarios: por qué la Iglesia ha prohibido a sus fieles durante siglos la lectura directa de la Biblia. Su lectura, difusión e interpretación quedaba en manos de “quien sabía”. No había otras ediciones que no fueran en latín. No, no son historias de ayer: pregunten a seminaristas de entonces o a fieles ilustrados anteriores al Concilio Vaticano II.

Y no sólo porque podían encontrarse con temas “escabrosos”, como el Cantar de los Cantares o con visualizaciones de Dios poco dignas: podrían haber sacado conclusiones excesivamente heterodoxas leyendo de manera simultánea los Evangelios.

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