Lumen fidei, voluntarismo verbal (3)

“La característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre”. “Una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos… …tiene que venir en definitiva de Dios”. ¡Soberbia deducción a partir de una primera premisa falsa! ¡Iluminar toda la existencia, luz tan potente!

Podríamos decir que es ésta una afirmación sin sentido o cuando menos gratuita. O pretenciosa. O maximalista. Lo es sin sentido porque la existencia del hombre se justifica por sí misma. De ahí el valor que el humanismo da a la vida como supremo valor. Es pretenciosa porque reclama arrogarse cualquier interpretación sobre el supuesto sentido de la existencia, que no es otro que el de vivir… Vivir con todas sus consecuencias, como llevar a su máxima plenitud las facultades del hombre para que dicha plenitud redunde en beneficio de la sociedad. ¿Hay mayor sentido, mayor luz que ésta?


A partir de una afirmación primera que según ellos no admite discusión –Cristo es la luz del mundo—cualquier deducción es posible, cual ésa dela potencia inherente a tal luz. Pero lo que gratis se afirma, gratis se niega (mejor como decían los latinos: “Quod gratis afirmatur, gratis negatur”). Esa luz, que es sinónimo de conocimiento y adhesión, tiene la fuerza que se le quiera dar: el fanático la defenderá con la vida; el creyente normal la aceptará sin más; y los otros, bien los que no la conocen o bien los que, conocida, la han rechazado por inoperante o falsa, la denegarán.

A lo largo de la Encíclica se dice que la fe es a la vez don, encuentro y confianza, con el añadido aquél de creo a… y creo en… Hay afirmaciones que se entienden mal, como ésa de que “la fe nace del encuentro con el Dios vivo… un amor que nos precede…”. Ya ese origen de la fe, como otras veces hemos dicho aquí, resulta un tanto sospechoso. ¿Es un don de Dios? Parece que es así: “La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural…”. Entonces está de más el propósito y la voluntad del hombre y que el hombre se esfuerce para conseguirla: ya llegará el fogonazo divino que haga caer del caballo. ¿Es aceptación? En ese caso, entrarán en juego las facultades del hombre, entre ellas la propia razón. Y aquí está el escollo: difícil aceptación aquella que tiene que prescindir de la propia razón para aceptar algo irracional (métanse aquí todos los artículos del “credo”). ¿Confianza? Uno confía en las personas, no en entes o ideas implantadas por otros. Y confía en las personas en tanto en cuanto no engañen y en tanto en cuanto convenzan. Y las religiones, más todavía la cristiana, llevan engañando desde sus primeros vagidos en la cuna de su existencia.

Despojada la fe de toda ese pretencioso anhelo, el de iluminar y dar solidez a la existencia, todo queda en palabras, todo es, eso, palabrería. Quizá como pura elucubración mental para deleite gozoso del pensamiento literario se pudiera salvar la monstruosa elaboración retórica en torno a la fe. No se entiende, si no, para qué necesita el hombre ese mundo que la fe sustenta.

Pero descendamos a la realidad, aterricemos en la misma pista a la que Francisco nos pretende llevar, pongamos los pies en el suelo, recapitulemos sobre un proyecto concreto, el “Año de la fe”. He aquí un cúmulo de palabras fruto del voluntarismo con que se instauró tal “año”: este “año” “…nos está ayudando a sentir la gran alegría de creer”. ¿Sí? “…a reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos desvela…” ¿Sí? “…para confesarla en su unidad e integridad…” ¿Sí?

Puro voluntarismo verbal. Este año de la fe no ha servido para nada, para nada distinto al asistir a los mortecinos sermones sobre tal fe y seguir “sintiendo dentro de mí” la gracia que me inunda. Palabras que traducen supuestos sentimientos. Pregunten dentro de unos meses a cualquier fiel piadoso que supuso en su vida diaria y para él ese “año de la fe” y quizá encuentren respuestas reveladoras.

Pues así el resto de la epístola.
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