Pobre España carente de proyecto.

España ha sido un gran país que rigió un imperio mundial y conformó gran parte de la política del mundo durante cinco siglos (1492 a 1898), algo de lo que algunos de nuestros compatriotas se avergüenzan, los más aviesos denigran  y otros no tienen ni idea. 

Parece que nos gusta regodearnos en derrotas sonoras. Por poner un ejemplo, Trafalgar en 1805, donde España perdió una batalla naval en la que sucumbieron 10 de sus 15 navíos, de los cuales Inglaterra pocos pudo recuperar debido a la gran tormenta del día siguiente (Francia perdió 13 de 18). Todos lo saben, Galdós lo relató, Londres lo recuerda en su plaza, Horacio Nelson, que allí murió, sigue siendo un gran héroe. 

Sin embargo, nadie sabe nada del gran marino Luis de Córdova que, en las Azores, el 9 de agosto de 1780 capturó toda la flota inglesa que llevaba armas, provisiones, soldados y dinero para sofocar la rebelión de las 13 Colonias: se hizo con 55 buques más otros 4 en día sucesivos. Y tampoco sabe nada de los 24 navíos ingleses capturados en el Canal de la Mancha un año antes.  

Ni tampoco sabemos que fue España la que influyó decisivamente en la independencia de EE.UU. con dinero, armas, soldados y buques. ¿Nombres? Diego María de Gardoqui con las ingentes sumas de dinero y víveres aportados; Luis de Córdova, uno de los grandes marinos españoles citado antes (remito a una exposición en el Museo Naval de Madrid,  Del Caribe al Canal de la Mancha); o Bernardo de Gálvez, cuya conquista de Pensacola fue decisiva para la victoria final americana.  

Y sin embargo es Francia, que en esos años estaba en bancarrota y a cuyos soldados pagaba España, a la que EE.UU. agradece su “decisiva aportación”, con el faro de la estatua de la Libertad, mísero regalo, que enseñorea la entrada al puerto de Manhattan. 

Los imperios nacen, prosperan, se imponen, decaen y fenecen. Eso ha sucedido siempre. El imperio egipcio, el medo-persa, el griego de Alejandro, Roma y sus augustos, España y sus Felipes y Carlos, Inglaterra con su final en “brexit”. Y ahora EE.UU. y China, cuya suerte será la misma. Han tenido su pasado y siguen como si no tuvieran un mañana… que lo tendrán.

Pero las naciones que fueron el vientre donde germinó todo eso y hoy son nada en el concierto de las naciones, ¿por qué en su momento enseñorearon el mundo? ¿Y por qué su decadencia? ¡Cuántos pensadores han escrito sobre ello! [Sugiero leer al dúo Darron Acemoglu y James Robinson o a Oswald Spengler]

España, en la revuelta época que siguió a la Guerra de la Independencia y más dividida que nunca con Fernando VII, conoció la cuesta abajo de su historia. Y ahora, con inicio en el atentado del 11 de marzo de 2004, si no fue ésa la raíz, sigue caminando hacia el fondo de la nada por las resbaladizas laderas del descontrol, el desgobierno, la desunión que más que desunión es ya enfrentamiento y la carencia de "élan vital".

¿Qué le falta a España para que pueda decirse de ella que es una gran nación dentro del conglomerado mundial? ¿Cómo podría regenerar la savia vital como si de un equipo potente de fútbol se tratara?

En este mundo donde ni las conquistas ni los descubrimientos geográficos pueden tener lugar, esa nueva savia que aliente progreso tiene que ser intrínseca, debe generarse dentro de sí misma, empujada por el viento de instituciones y dirigentes que sean verdaderos estadistas. Sí, lo primero políticos que tengan la preparación suficiente, la clarividencia y el arrojo necesarios para tomar las mejores decisiones tanto con vientos bonancibles como en las peores galernas.  Todos han fallado.

En segundo lugar, el país se ha de dotar de instituciones, tanto en el campo político como en el económico,  fuertes, estables, independientes en la labor de cada una de ellas; instituciones que consigan aglutinar por su solvencia la pluralidad de ideas y criterios de los distintos estamentos sociales y de los individuos; instituciones que no  se auto fagociten ni vivan para sustentarse a sí mismas, que no consuman su presupuesto en su propia supervivencia; instituciones que promuevan el bienestar de los individuos, que fomenten la innovación, el ahorro y la inversión.

¡Cuánto de esto falta todavía en España! ¡Habría tanto que raer, que demoler, que sustituir! Ejemplo lo tenemos en los 22 Ministerios, algunos de los cuales todavía están pensando cómo y qué hacer,  y en las 17 Autonomías que desangran lo producido por la nación o administraciones desmesuradas u organismos que nacen para un problema coyuntural y se tornan estructurales.

Por último, es mi parecer, España camina a la disgregación. Hay demasiadas fuerzas centrífugas que consumen sus energías en el enfrentamiento, en la rivalidad o, cuando no hay tal, en el endorreísmo que no quiere ni oír hablar de  solidaridad o subsidiaridad.  Se habla mucho de los lejanos reinos taifas, autónomos y divididos.  Hoy sucede lo mismo. No hemos visto a nadie que haya sabido conjugar autoridadcentralizada con autonomía de regiones. Y así nos ha ido, dejando crecer al gigante autonómico sin control.

Se llenan la boca con la palabra “democracia”, como si todo debiera pasar por las horcas caudinas de las decisiones del pueblo. La mayor parte de la actividad productiva no puede regirse por criterios democráticos, sin que esto quiera significar dictadura: las grandes empresas nacieron y crecen de manos de líderes “dictatoriales”, una orquesta no se dirige de modo democrático. Et sic alia.

Lo más grave es que la organización política de España no responde a un verdadero sistema democrático,  no tenemos verdadera democracia, no hay democracia. Ni tampoco la democracia es la panacea universal por la que han de regirse los pueblos. ¿Cómo, pues? Que lo digan los verdaderos “estadistas”.

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