Sólo es posible un Dios sin atributos (3)



Si bien el probar la inexistencia de Dios, en términos generales, es un asunto que para la lógica no tiene sentido, sí es cierto que se pueden refutar las contradicciones en que incurren los creyentes cuando tratan de presentar la figura del mismo. Son estas contradicciones, precisamente, las que, ante el mínimo análisis racional de la figura de Dios, llevan a concluir que su existencia es quimérica o fruto del voluntarismo imaginativo del hombre.

No vamos a decir nada nuevo, pero ante la insistencia de sus adictos y fanáticos en asegurar la realidad de Dios y, además, por el modo como defienden sus posturas atacando, preciso es referirnos una y otra vez a los mismos argumentos.

Como dijimos ayer, la existencia de Dios se da como un hecho cierto y la mayoría de los creyentes jamás se ponen a pensar en ello, menos, por supuesto, a dudar. Parece como si su propia consistencia personal dependiera del concepto Dios. Y no es así: la mayor parte del tiempo los creyentes viven como si tal Ser no existiera. Únicamente recurren a él en ritos, con tópicos que llaman jaculatorias o en expresiones coloquiales. No es, tampoco, un pensamiento globalizador, que llene su existencia. Es una idea a defender.

1. El problema del mal.
Siempre el problema del mal ha sido el escollo mayor que ha presentado la razón para admitir la existencia de un Dios al que asignan los atributos de omnipotente, sabio, benevolente, providente, etc. Recordemos: “Credo in unum Deum Patrem omnipotentem…”.

Ya Epicuro (c 341 – 270 a.C.), antes de que el cristianismo difundiera por la tierra el Dios trino con sus atributos, esgrimió un argumento que, a simple vista, es impactante y rotundo respecto a la idea de Dios: ¿Es que Dios quiere prevenir la maldad, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces la maldad? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?

Pero, como afirman otros filósofos, este argumento en modo alguno demuestra la imposibilidad de Dios. Y a la fuerza tenemos que estar de acuerdo con los argumentos que alzaron en su contra los filósofos medievales: este argumento no prueba la inexistencia de Dios; lo que prueba es la inexistencia o mala adjudicación de determinados atributos a Dios, en este caso la omnipotencia y la omnibenevolencia. No se puede deducir que Dios no exista, simplemente habría que negar su omnipotencia.

Afirmar demasiado de Dios sin posibilidad de saber nada de él es, efectivamente, negarlo. Y es lo que ha sucedido con la teología cristiana-católica. Dios puede ser bondadoso o puede ser malvado: esto son aplicaciones de atributos humanos. Igualmente Dios podría ser limitado en sus acciones u omnipotente: no lo sabemos ni podemos saberlo. Es más, Dios podría ser indiferente al sufrimiento humano: está en otra “órbita”.

Pero en esto sí se puede hincar el diente. ¿Indiferente Dios? No lo parece. Dios vive presente en sus fieles y Dios, al decir de sus prosélitos, interviene continuamente en la historia humana. Uno de los actos más repetidos en la relación del hombre con Dios es la oración. Y afirman que Dios responde a las plegarias de sus fieles. A veces de forma extraordinaria, con los milagros. Y aquí es donde la pregunta de Epicuro cobra toda su virtualidad: “¿Es capaz y desea hacerlo? ¿Entonces por qué existe la maldad?”.

Y los creyentes arguyen. En primer lugar volvemos a lo mismo, no sabemos nada de los actos de Dios, en concreto en relación al mal. Filosóficamente se podría negar el mal afirmando que no existe, sólo es ausencia de bien. Esto tampoco es argumento a favor de este dios concreto. Si, como dicen, es cierto que Dios creó el mundo, se hizo reo del mismo.

Afirman los creyentes que no es Dios el responsable del mal en el mundo sino el mismo hombre. Resulta difícil sustentar esta tesis ante desastres naturales, epidemias propagadas por insectos, maremotos, etc.

Santo Tomás contestaba que había pensar de otra manera: no comenzar por el mal en el mundo para concluir que no hay Dios, sino comenzar por Dios y, a partir de ahí razonar. Llegaba a afirmar que si hay mal, Dios existe. Ya que si hay mal, que es la ausencia de bien, es porque hay bien y Dios es la causa del bien, el hecho de que exista mal es una prueba de que Dios existe. Otra falacia: ¿y por qué el bien no tiene su origen exclusivo en el hombre? ¿Y afirmar esto niega el hecho absoluto de que existe el mal?

Retornamos al hecho de que Dios no es indiferente a sus criaturas y que Dios actúa en el mundo, con lo que la tercera pregunta de Epicuro cobra todo su valor. En su vida cotidiana la secuencia racional del creyente respecto a la ayuda de Dios es bien simple: primero me sucedía esto; luego sucedió lo otro; por lo tanto lo segundo es consecuencia de lo primero (mi hijo se presentó a oposiciones – yo recé a Dios – mi hijo aprobó las oposiciones - Dios me lo concedió). Es el famoso “post hoc, ergo propter hoc”, sofisma clásico en Lógica filosófica. Que una cosa suceda después de otra no permite deducir que ésta sea su causa. Algo tan elemental lo pasa por alto la credulidad cuando de plegarias y milagros se trata.

La inmensa mayoría de tales resultados se podrían explicar por causas menos artificiosas. “Tenía un tremendo dolor de cabeza – recé a Dios – el dolor de cabeza desapareció”. De estos ejemplos está llena la vida diaria de los creyentes. ¿No tomaste un Antalgín? ¿No te echaste a dormir? ¿No cambiaron las circunstancias o el ambiente? ¿No es algo que te sucede con frecuencia? Frente a deducciones de este tipo, los mismos escolásticos decían: “Non sunt multiplicanda entia sine necesítate” (principio de Ockam) o hablaban del famoso “deus ex máchina”.

Lo mismo se puede decir de los milagros. Por hoy no nos alargamos más, pero ambas cosas, las oraciones y los milagros, que hacen a Dios presente en el devenir de los hombres, no sólo no demuestran absolutamente nada respecto a Dios, por la gratuidad de su adscripción, sino que demuestran la imposibilidad de sostener la existencia de tal Dios.
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