El culto sacramental: evolución y constitución del dogma /1

Los dogmas no son verdades caídas del cielo  (Alfred Loisy)

El bautismo helenizado procedente de Pablo no es mera continuidad del bautismo judío. El bautismo de arrepentimiento judío, practicado por el Bautista, era un rito de purificación simbólica mediante la inmersión total en el agua del río Jordán. Este rito de inmersión era un medio de preparación para poder entrar en el reino de Dios que Juan, como Jesús, creía muy próximo, de acuerdo con las ideas apocalípticas de ambos profetas. Pero las primeras comunidades cristianas transformaron el significado del rito judío.

El bautismo cristiano se convirtió en un rito de iniciación e incorporación a la comunidad de los fieles creyentes.  Se hacía en nombre de Jesús, el Cristo glorioso, con una fórmula cristológica que confesaba la fe en su muerte redentora y en su resurrección por Dios Padre. Así aparece en la carta paulina a los Romanos (10, 9). En épocas mucho más tardías, el bautismo se administrará con una fórmula triádica, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que aún no es fórmula “trinitaria” ortodoxa  hasta la definición del dogma de la Trinidad en el concilio de Nicea, como resultado de la profunda helenización del cristianismo. La fórmula del Símbolo de Nicea contenía lagunas y hubo de completarse en el concilio de Constantinopla I, estableciendo el estatus ontológico del Espíritu Santo, contra los “pneumatómacos” que negaban su plena divinidad.

La eucaristía paulina, con la ingestión simbólica del cuerpo y la sangre de Cristo, está inspirada en la familia de los misterios paganos, no en la tradición judía que sostenía la prohibición de ingerir la sangre, un tabú que provenía del Levítico (17, 13-14), pues se creía que “en la sangre está la vida”. Desde el punto de vista histórico, es imposible que Jesús instituyera esta eucaristía de carácter mistérico, que ya presupone la fe en su muerte expiatoria y resurrección.

El Cuarto Evangelio,  a diferencia de los tres sinópticos, no menciona la institución de la eucaristía por Jesús en la última cena, como tampoco narra el bautismo de Jesús, al que denomina “el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29), lo que pasó a la posterior liturgia de la misa.

El evangelista Juan, con su estilo alegórico típico, en el capítulo 6 interpreta el cuerpo y la sangre de Cristo como alimento místico que da al creyente la vida eterna de forma incoada: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 51) y, en sentido simbólico, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día (Jn 6, 54).

Siguiendo la teología paulina, la ortodoxia católica convertirá la eucaristía en el sacramento central de la nueva religión, interpretando la misa como un sacrificio incruento que es memorial de la muerte cruenta de Jesús en la cruz, celebrado hasta que venga al final de los tiempos, una esperanza fundada en la fe.

Pasados varios siglos, la eucaristía fue elevada al rango doctrinal de dogma de fe, definido con las categorías de la metafísica griega. La definición ortodoxa, así como de los seis restantes sacramentos, se hizo en el concilio de Trento (s. XVI), en el contexto de la condena de la doctrina luterana, declarada herética. En el decreto sobre la eucaristía, los padres conciliares definen la verdad del dogma y condenan los errores heréticos en los cánones respectivos, donde se repite el anathema sit contra todos los heterodoxos que no admitan la ortodoxia católica, centrada en el concepto escolástico de transustanciación, mutación ontológica de una sustancia en otra diferente.

Para la teología católica la verdad se define y se establece por decreto frente a los errores y se funda en la autoridad de la Iglesia, considerada única intérprete legítima de la Escritura y de la tradición, a diferencia de los protestantes, quienes  solo admiten la autoridad de la Escritura (sola Scriptura en Lutero). En cambio, para el espíritu científico del historiador la verdad se indaga mediante el estudio y la crítica, por lo que no se puede decretar ni tampoco aceptarse por un acto de fe.

El concilio tridentino declaró como dogma de fe que Cristo está todo entero y realmente presente en el misterio de la eucaristía, frente a los que defendían solo una presencia meramente simbólica. En el sacramento de la eucaristía, afirma, “están contenidos verdadera (vere), real (realiter) y sustancialmente (substantialiter) el cuerpo y la sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y, por consiguiente, Cristo entero (totum Christum)” (1).  Si Jesús hubiera podido leer esto, no podría dar crédito a tan extraña doctrina.

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  • (1) Denzinger, H. & Schönmetzer, A. (1963), Enchiridion Symbolorum,  Herder, Barcelona, 883.
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