Otro dinosaurio que se va.
Acaba de dejarnos Enrique Aguiló Bonnin. Parece que era simpático y amigo de sus amigos. Como mucha gente. Fue hermano de las Escuelas Cristianas y hace tiempo que abandonó esa familia, hoy en vías de extinción, por otra más personal.
Nunca destacó mucho pero se apuntaba a todo. Y por supuesto a la Juan XXIII. Yo le recuerdo, con otros, reclamando que la Iglesia española pidiera perdón por sus tremendas culpas y manifestándose contra la Ad tuendam fidem y la Dominus Iesus. Pues es evidente que no era de los míos.
Así que yo, ni una lágrima. Es que ni he sentido un leve aletear de tristeza. Nada. Mentiría si dijera lo contrario. Le he encomendado a Dios deseando que sea misericordioso con él. Y creo que con ello he cumplido sobradamente mis obligaciones de hermano separado. Y tan separado.
El cardenal Amigo le tenía entre el profesorado de Sevilla. Pero ese es problema del cardenal y no mío. Y ya lo está pagando. Aguiló es parte alícuota del coadjutor.
Y concluyo recordando a mis queridos amigos de siempre que yo no he matado a Enrique Aguiló. No tengo nada que ver con su marcha de este mundo. Ni la he deseado ni se la pedí a Dios. La verdad es que he vivido toda mi vida como si tal señor no existiera. Y afortunadamente no existía. Por muchos esfuerzos que hacía, y los hacía, para que nos enteráramos de que estaba ahí, no lo sabía nadie. Lo siento, chiquitos, pero es así. Ni los suyos le han llorado hasta el momento.