Un santo jesuita.

Un lector benévolo me pide vuelva a publicar las reseñas de libros que escribo para la revista Verbo. A quien no les interesen lo tiene muy fácil. Se las salta.

Manuel Suárez y Máximo Pérez: “¡Clama! ¡No calles!” P. Eduardo Rodríguez, SJ Misionero Popular. BAC, Madrid, 2006, 227 pp.

No tenía ni idea de la existencia de este jesuita. No recuerdo haber oído hablar nunca de él. Y eso que cuando él fue superior de la Casa Profesa de la calle Serrano de Madrid yo frecuentaba iglesia y casa. Allí vivían jesuitas con quienes tuve muchísima relación: los PP. Caballero, Rafael Ceñal, Gómez Hellín, Sánchez de León... Y acostumbraba confesarme con el P. Jiménez.

Pues notabilísimo jesuita, seguramente el último gran misionero popular, ministerio en el que tanto sobresalieron los hijos de Loyola. Una vida, y larga, que se agotó en la predicación. Nada más que en eso. Pero también tanto en eso. Innumerables misiones populares, ejercicios espirituales, novenas, sermones...

Es inevitable no recordar al gran padre Tarín, el apóstol de Andalucía, Extremadura y la Mancha. Y curiosamente el P. Rodríguez llevaba sobre su pecho el mismo crucifijo de aquel otro gran apóstol que le habían confiado en generoso depósito.

La historia de este jesuita es menos espectacular que la de su predecesor. O por lo menos sus biógrafos no la han hecho tan pasmosa. Pero refleja muy bien a un santo jesuita, de austeridad más que notable, piedad excelsa y obediencia suma. Un jesuita ejemplar. Devorado por el celo por la salvación de las almas y devotísimo del Sagrado Corazón.

Ya he dicho que sus biógrafos son contenidos en el relato y casi se podría contener el libro en una página. Fue un gran misionero que agotó su vida en ello. Miles y miles de personas encontraron a Dios o se acercaron más a Él gracias al padre Rodríguez. Pero naturalmente hay más en el libro. Aunque a veces no salte a primera vista.

El padre Rodríguez nació en Moratalla (Murcia) en 1901 y murió en Alcalá en 1985. Y estuvo activo hasta 1982. Predicando misiones y ejercicios. Ingresó en el clero secular, ordenándose en 1926. En 1935 es admitido como novicio en la Compañía de Jesús.

Y me quiero detener en ello porque tiene su importancia. Era, hasta la segunda mitad del siglo XX, bastante frecuente que excelentes sacerdotes en un momento de su vida, buscando mayor perfección, dejaran prometedoras carreras diocesanas para ingresar en la vida religiosa y, en no pocos casos, en la Compañía de Jesús. Quizá la figura más paradigmática sea la del santo padre Rubio. Pero hubo bastantes más. Hoy ya no se da ese caso o es rarísimo. Alguna razón habrá.

Don Eduardo Rodríguez destacaba entre el clero de la diócesis de Cartagena. Todos los que le conocían aseguraban que llegaría muy lejos. Pues un día lo dejó todo. Y vistió la sotana jesuítica, en su caso una pobre y raída sotana, que ya no abandonaría nunca. Y no estamos hablando del siglo XIX sino de los últimos años del siglo XX.

Ingresó en la Compañía en días azarosos que enseguida se convirtieron en el gran holocausto de la Iglesia hispana. Y prácticamente salido del noviciado se encontró de misionero. No lo dejaría hasta que las fuerzas le faltaron.

Le tocó misionar una España en la que la sangre que había corrido a raudales todavía estaba fresca. Los biógrafos no eluden lo que ocurrió. Pues aquel misionero, que en ocasiones tenía que predicar en las plazas porque la iglesia aún no había sido reconstruida, predicaba al mismo tiempo el martirio y la reconciliación. Con resultados emocionantes.

Como no podía ser de otro modo en un misionero fue un “esclavo del confesonario”. Pienso que al abandono de ese sacramento se debe no poco la triste situación actual.

En dos ocasiones dio ejercicios espirituales a Franco y a su mujer. Que parece ser era práctica habitual en ellos y que realizaban con devoción y recogimiento. Pues como para agradecer a los biógrafos no hayan callado tal hecho.

Le nombraron prepósito de la Casa Profesa de Madrid (1961-1964) y aquello no era lo suyo. No estaba a gusto él ni tampoco sus súbditos. Y pidió le relevaran de esa cruz no manteniéndole en el cargo otro trienio. Con lo que volvió a sus añoradas misiones. Luego volvería a ser superior de la casa de Toledo algún tiempo pero aquel era cargo de mucha menos complicación.

Fue uno de los poquísimos jesuitas que hicieron el mes de ejercicios nada menos que cinco veces. Dos son las obligatorias. En el noviciado y en la tercera probación. Algunos, por devoción, los repiten más tarde una vez más. Rarísimos deben ser los que los han hecho cuatro veces. Pues el padre Rodríguez, cinco. Creo que dice no poco de su permanente relación con Dios.

Me hubiera gustado conocer su opinión respecto a los nuevos rumbos de la Iglesia y la Compañía pero el libro calla sobre eso. Tal vez porque un jesuita de obediencia ejemplar toda su vida ni se hubiera manifestado al respecto. Aunque presenciara como las misiones populares a las que había entregado su vida estuvieran ya en trance de desaparición.

Estamos, pues, ante una buena biografía de un sacerdote santo. Recomiendo a todos su lectura.
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