No perder la memoria

No vale decir que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los fracasos palpables en tantas promesas utópicas de la modernidad, son argumentos serios para desconfiar de la herencia recibida. La ideología desarrollista que tomó fuerza con la revolución industrial, es una enfermedad de muerte ya en un mundo globalizado cuyo rostro humano se desfigura con la injusticia social, la escandalosa pobreza, la corrupción, y las estrategias de paz programadas una y otra vez según la ley del más fuerte. Dentro de la misma Iglesia, que recibió el aire oxigenante del Vaticano II, las nuevas generaciones, que no vivieron aquel impulso gratificante, han sufrido la confusión y divisiones del postconcilio, y su experiencia negativa justifica de algún modo su desconfianza y abandono del pasado.
Dicho esto, la pérdida de memoria puede ser enfermedad grave para el porvenir de la sociedad y de la Iglesia. Queramos o no, cada uno hemos recibido los genes, creencias y costumbres de quienes nos han precedido; ellos han configurado básicamente nuestra forma de pensar, creer y actuar. Es imprescindible un discernimiento del legado, pero será tan imposible como ingenuo rechazarlo y olvidarlo sin más. Ya dentro de la Iglesia ¿la fe cristiana no es hacer memoria de una Promesa ya realizada en Jesucristo, capaz de iluminar el presente y abrir futuro? En el complejo dinamismo de la Iglesia, es temible y nefasto el anquilosamiento en el pasado pervirtiendo el evangelio con un legalismo intolerable y confundiendo tradición con tradicionalismos insensibles a lo nuevo. Pero no son menos peligrosos y extravagantes los que diagnostican el presente y pretenden abrir nuevos caminos, olvidando y rompiendo con la tradición viva del pasado.