El sacerdote de Muimenta publica 'Sobre el deber de la gratuidad' (Apeiron) Víctor Márquez: "No somos buenos porque creamos o queramos serlo sino porque sentimos que debemos serlo"

Víctor Márquez
Víctor Márquez

"La experiencia nos enseña a todos que sólo las personas agradecidas son capaces de dar o pedir perdón. Y la proposición inversa es igualmente verdadera: sólo las personas dispuestas a dar o pedir perdón son personas agradecidas"

"La humildad no es seguramente otra cosa que el reconocimiento de lo previamente dado o recibido. Por eso hay un dar humilde y otro que humilla"

"A los fieles y demás vecinos entre los que vivo les debo mucho. Ellos me enseñan a ser lo que soy rodeandome de afecto y de respeto"

"Yo siento, sin embargo, que recibo de los demás mucho más de lo que les doy, que aprendo de ellos mucho más de lo que pueda yo enseñarles, que cuanto yo pueda aportar, en fin, no es sino el eco de la voz y la vida de las personas que me rodean"

Víctor Márquez Pailós es un cura de pueblo como los de antes, pero con muchas parroquias. Junto a su compañero Pepe, llevan más de 40 de la diócesis de Mondoñedo-Ferrol en la zona de Muimenta. Además de cura, Víctor es escritor y acaba de publicar 'Sobre el deber de la gratuidad' (Apeiron) un libro sobre la ética de la gratuidad. "Somos buenos porque somos agradecidos", explica  y añade que "la experiencia nos enseña a todos que sólo las personas agradecidas son capaces de dar o pedir perdón. Y la proposición inversa es igualmente verdadera: sólo las personas dispuestas a dar o pedir perdón son personas agradecidas".

Cree que "es en la letra pequeña de la vida diaria donde el bien sucede". Quizás por eso, está muy agradecido a los vecinos: "Recibo de los demás mucho más de lo que les doy, que aprendo de ellos mucho más de lo que pueda yo enseñarles". Y, también por eso, le duele el futuro del mundo rural: "La pregunta por el futuro del mundo rural es una pregunta hecha desde la ciudad. En las aldeas sabemos que no tenemos futuro. No tener futuro es el saber más hondo que podemos tener".

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Libro de Víctor

¿En qué consiste la afirmación central del libro sobre la imposibilidad de “hacer” el bien moral en sentido estricto?

Yo parto de una afirmación central en el pensamiento de San Agustín acerca de la libertad y la gracia: "en lo tocante al (hacer) bien, nadie puede ser libre"(De correptione et gratia, 2). Dando un rodeo que sirva para entender mejor el significado de la sentencia agustiniana, podríamos decir que “nadie posee la libertad necesaria para hacer el bien". Sin el auxilio de la gracia, nadie es capaz de hacer nada bueno: es imposible hacer el bien. Pues bien, donde San Agustín pone la gracia, yo he puesto la gratitud, que no es sino la respuesta a la gracia, a toda gracia, a toda entrega o dádiva. Los seres humanos no pensamos que estamos “haciendo el bien” mientras hacemos sencillamente lo que tenemos que hacer, esto es, mientras cumplimos con un deber de gratitud. Nadie hace el bien porque sí.

Todos hacemos lo que tenemos que hacer cada vez que nos mueve a ello un deber de gratitud. Somos buenos porque somos agradecidos, no por el bien que podamos o creamos haber hecho.  No somos buenos porque creamos o queramos serlo sino porque sentimos que debemos serlo. Así se comportan los padres con sus hijos o los hijos con sus padres, los amigos con sus amigos o los semejantes entre sí. Nadie hay a quien no podamos llegar a estarle agradecidos. Nadie de quien no podamos llegar a necesitar en un momento dado. 

¿Cómo se diferencia, según el autor, el camino hacia la felicidad del camino hacia el bien moral?

Todos los seres humanos compartimos dos aspiraciones esenciales. Aspiramos a ser felices y también a ser buenas personas. Son dos aspiraciones que podemos imaginar como dos caminos que se acaban cruzando.  Y en la encrucijada está el dilema: o ser felices o ser buenos. Porque, si queremos ser buenos siempre, buenos con todas las consecuencias, acabaremos teniendo algún problema o metidos en algún lío, pasaremos por tontos o por imprudentes. Por hacer lo que tenemos que hacer, que es lo que significa realmente “ser buenos” o “hacer el bien”, perderemos bienestar, felicidad sentida. Como esto es algo que no queremos, decidimos, acaso, mirar para otro lado y proseguir el camino de nuestra felicidad. Sólo un hombre, un samaritano, se detuvo en el camino a socorrer al malherido. Los demás pasaron de largo y siguieron adelante….

Vecinos y fligreses de Víctor
Vecinos y fligreses de Víctor

¿Qué papel juega la gratitud en la generación y transmisión del bien, según Víctor Márquez Pailos?

Yo he pensado en la gratitud como en un espacio definido por dos polos respectivos. En un polo está el perdón, en el opuesto la gratitud por el perdón recibido o por cualquier otra dádiva. La experiencia nos enseña a todos que sólo las personas agradecidas son capaces de dar o pedir perdón. Y la proposición inversa es igualmente verdadera: sólo las personas dispuestas a dar o pedir perdón son personas agradecidas. Fuera de este espacio definido por los polos respectivos de la gratitud y el perdón me parece que no cabe gesto alguno de bondad por una razón obvia: todos quedan incluidos dentro. Desde el detalle más insignificante de servicio o de atención al perdón de lo más difícil de perdonar, todo bien, toda gracia, encuentra su lugar entre los polos que definen el espacio de la responsabilidad. 

¿Por qué afirma el libro que el bien sucede principalmente “entre las personas que se unen con un gesto de gratitud o de perdón”?

Que el bien sucede, que es un acontecimiento, significa que no es, sin más, el efecto de nuestra voluntad. Sí lo es, en cambio, el producto de una acción realizada con la técnica adecuada. Como ha escrito Miguel García Baró, no hay “técnica del bien”: la hay de la relajación, del bienestar emocional y hasta de la oración contemplativa, que son grandes bienes, sin duda, pero, del bien en el sentido moral de la palabra, no la hay en absoluto. En una época como la nuestra, marcada por la nueva fe en la ciencia y en la técnica, en la era de la ingeniería genética y la inteligencia artificial, es oportuno recordar que nuestra inteligencia natural no funciona como la IA.

Si, para la nueva fe, es posible que la ciencia del futuro llegue a hacer buenos a los que tenemos por malas personas o malvados a los que teníamos por buenos, para el hombre que sigue creyendo en las posibilidades de la inteligencia natural –una de las cuales es, sin duda, la inteligencia artificial- el bien no está en manos de nadie. No es poiesis, producto, hechura de manos humanas. El bien sucede al bien como la gratitud a la dádiva o, al perdón esperado, el generosamente concedido. 

¿De qué manera la experiencia religiosa y la percepción de lo recibido de Dios o la vida fundamentan el deber de la gratitud?

No necesitamos de la experiencia religiosa para dar un fundamento al deber de gratitud. La gratitud es un deber al que son también sensibles aquellas personas que no se reconocen a sí mismas como personas especialmente religiosas, es decir, una gran masa de individuos en nuestra sociedad. Ahora bien, ¿cómo distinguir la gracia de la gratitud? El hombre occidental e ilustrado está tan acostumbrado a marginar y segregar la experiencia religiosa de las demás experiencias, lo divino de lo humano, que, fascinado por el poder del mal, se ha vuelto incapaz de asombrarse ante la maravilla de que algo bueno pueda suceder en el mundo, de que haya en el mundo tantas personas bondadosas, es decir, agradecidas y capaces de pedir perdón o perdonar hasta el extremo de lo imperdonable ¿No es, tal vez, este asombro el umbral de una experiencia religiosa? 

San Paio de Arcilla
San Paio de Arcilla

¿Cómo describe el autor la relación entre dar y recibir, y qué lugar ocupa la humildad en esa dinámica?

Dar y recibir son términos equivalentes. El dador lo es porque ha recibido de alguien la posibilidad de dar. El dador es, pues, un receptor activo. Y el receptor lo es, a su vez, porque ha dado a alguien la posibilidad de recibir algo suyo. Es un dador pasivo. La humildad no es seguramente otra cosa que el reconocimiento de lo previamente dado o recibido. Por eso hay un dar humilde y otro que humilla. A la inversa, hay un recibir humilde y otro humillante. Nada, pues, hay más opuesto a la humildad que el sentimiento de humillación, en fuerza del cual no es posible dar ni recibir nada: uno impone lo que el otro recibe como una imposición. 

¿Qué crítica hace el libro a la visión moral tradicional de ser “buenas personas” por acción propia, y cómo redefine la respuesta adecuada ante el bien recibido?

Yo tengo por buenas personas no tanto a quienes hacen cosas buenas por los demás -también pueden hacerlas los que buscan mejorar su propia imagen, por ejemplo- como a quienes no le dan la menor importancia a lo que hacen. El bien aparente, visible, el que figura en los programas y en las memorias de las instituciones benéficas o asistenciales, es como la punta de un iceberg. Debajo, permanece oculto un bien incalculable que nunca saldrá a la luz: no lo necesita, porque el bien sucede entre las personas con un rostro concreto que cumplen con el deber de los deberes, que es el deber de gratitud. El bien visibilizado por las instituciones que se ocupan de atender a las personas en sus necesidades es como el titular de una noticia. Es en la letra pequeña de la vida ordinaria donde el bien sucede ocultándose como la magnitud del iceberg, pasando desapercibido entre quienes no se dan a sí mismos la menor importancia: hacen lo que tienen que hacer. 

¿Qué implicaciones prácticas y existenciales tendría vivir desde la gratitud, más allá del simple deber o el deseo de ser buenos?

Yo creo que nadie hay capaz de vivir “desde la gratitud”, o “instalado” en ella. La gratitud es lo menos gratuito, lo menos espontáneo o natural del mundo. La gratitud requiere un esfuerzo constante por mantener unidos, en tensión dialéctica, la razón y el corazón. La gratitud es, tal vez, el diálogo de la razón con el corazón y viceversa. Por eso creo que la ética de la gratitud viene a representar una solución de compromiso entre las dos aspiraciones universales del ser humano: a la felicidad y a la bondad. Como ya he puesto de relieve, estas dos aspiraciones acaban entrando en conflicto entre sí: o prevalece la felicidad sobre la moralidad (éticas hedonistas o utilitaristas) o bien la moralidad sobre la felicidad (ética del deber por el deber o imperativo categórico).

A mí me parece que el único sentimiento capaz de constituirse en deber es el sentimiento de gratitud. La gratitud es el único deber aceptado por la razón y, al mismo tiempo, sentido por el corazón. Que razón y corazón comparezcan, que la razón y el deber no acaben acallando el corazón o éste alzando su voz apasionada sobre todos los que pretendan acallarla: he aquí la gran dificultad en que tropieza una ética de la gratitud. 

Casa rectoral de Muimenta
Casa rectoral de Muimenta

Se notan en el libro sus vivencias de cura de pueblo, que se encarna y comparte a fondo la vida de su gente, sin quedarse en el mero funcionario que administra ritos

A mí no me gusta hablar de lo que soy porque yo soy lo que soy a mi manera. Cada cual tiene su manera de ser aquello que es para los demás porque cada uno es quien antes que nada, alguien antes que algo. Por eso prefiero no ser yo mismo quien hable de mi propio servicio, de eso que la tradición católica define como “ministerio ordenado” y que se realiza en mí como miembro de un presbiterio. A los fieles y demás vecinos entre los que vivo les debo mucho. Ellos me enseñan a ser lo que soy rodeandome de afecto y de respeto. Por eso creo que puedo hacer mías, gracias a ellos, las palabras de Cristo, Buen Pastor: “yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen”. Las conozco como soy conocido. Es el mío un sacerdocio marcado por la gratitud, entendida como sentimiento y como deber hacia los demás, especialmente hacia los que más me necesitan. 

Todos los que nos sentimos investidos de una misión transcendental en medio de los demás tenemos la tentación de anteponer el dar al recibir. Pensamos que estamos en el mundo para dar al que no tiene o enseñar al que no sabe. Tomando distancia del mundo en que vivimos -de nuestro propio mundo-, solemos creer de él que poco puede aportarnos: somos nosotros quienes debemos aportarle todo aquello de lo que carece. Yo siento, sin embargo, que recibo de los demás mucho más de lo que les doy, que aprendo de ellos mucho más de lo que pueda yo enseñarles, que cuanto yo pueda aportar, en fin, no es sino el eco de la voz y la vida de las personas que me rodean. Son tantos los ejemplos de entrega y de sabiduría con los que me encuentro cada día entre las gentes sencillas de las aldeas que necesitaría mucho tiempo para referirlos uno a uno y, sobre todo, alabarlos como lo merecen: ¡loado sea Dios! 

¿Es negro el futuro del mundo rural, abandonado por todos o tiene posibilidad de resurgir? ¿Qué puede hacer la Iglesia para promover esa resurrección rural?

El futuro es siempre ambiguo para todos. Por un lado, es ilusionante. Todos necesitamos un futuro que nos ilusione. Necesitamos vivir ilusionados con algo o con alguien que pueda seguir estando en nuestra vida el día de mañana. Pero, por otro lado, el futuro es indisponible. No tenemos futuro, nadie lo tiene porque nadie puede disponer de él. Nadie sabe si mañana volverá a amanecer. Por eso hacemos proyectos. Ya que no lo tenemos, proyectamos el futuro, nuestro futuro. Proyectar parece algo muy serio pero no deja de ser algo muy ligero. Proyectar es lanzar(se) hacia adelante. Uno lanza hacia adelante sus pensamientos, o sea, algo que es muy poca cosa, en realidad, si bien es portador y mensajero de lo más íntimo, de lo que somos y queremos ser. 

¿Qué futuro tiene el mundo rural que me rodea? Yo creo que ninguno si lo miramos desde la ciudad. La vida social está en las ciudades. Allí está todo lo grande y numeroso: los servicios, las actividades culturales, los estímulos al consumo y las posibilidades de empleo y de enriquecimiento, incluso. Pero, si la vida está en las ciudades, lejos de ellas, en el rural, está la sabiduría de la vida. En las ciudades se vive con mucha ansiedad y soledad. La gente que vive en ellas necesita una identidad: ser de tal o cual urbe, disponer de los recursos necesarios para vivir en ella, pertenecer a algo más grande que uno mismo, tan insignificante como individuo anónimo…

Procesión
Procesión

En la aldea se vive, por el contrario, con menos ansiedad y soledad. La gente aquí no necesita tener una identidad, pertenecer a algo más grande que nosotros mismos. Todos están más cerca de la naturaleza que las gentes de la ciudad, de la naturaleza bronca y real, quiero decir, no de esa naturaleza idealizada que las gentes urbanas buscan para evadirse en ella. Por eso la religión no es la misma en el mundo rural y en el mundo urbano. En el mundo rural la religión está más apegada a la tierra, es más pagana, más ambigua en sus contenidos que la religión urbana. 

El mundo rural en el que vivo es un mundo vivo. Hay mucha gente mayor pero activa en los afanes por su huerto y sus gallinas. Hay también ganaderos jóvenes y familias inmigrantes que vienen a trabajar y a vivir aquí. El sacerdote es una figura respetada por todos. Es la figura de una tradición que ha sostenido la vida de las generaciones. Sin tradición, vertebrada en tradiciones, el mundo rural dejaría de existir como tal porque habría perdido su tesoro: su saber vivir con menos ansiedad ni soledad. 

La pregunta por el futuro del mundo rural es una pregunta hecha desde la ciudad. En las aldeas sabemos que no tenemos futuro. No tener futuro es el saber más hondo que podemos tener. Sabiendo lo que no tenemos es como podemos valorar lo que tenemos: una sabiduría que la ciudad necesita para ser un poco más lenta, verde y amigable. 

Víctor Márquez
Víctor Márquez

¿Qué es lo que más le plenifica como cura de pueblo? ¿Y lo que menos le gusta?

Lo que más me gusta de la vida entre las gentes que me rodean es que puedo “salir en pijama” a la calle. Quiero decir que no tengo que hacer ningún esfuerzo para ser lo que soy: un vecino más con una misión particular entre los demás. En el mundo rural no existen “alejados de la Iglesia o de la fe”. Los asiduos de la misa dominical y los menos asiduos son, todos ellos, vecinos. Todos nos sentimos miembros de una misma colectividad. En la vida social de las ciudades, las personas se entienden a sí mismas como individuos. Son desconocidos los unos para los otros. En el mundo rural, por el contrario, no hay extraños. No hay individuos aislados. Todos nos conocemos y nos saludamos al cruzarnos. Al acabar la misa, nos juntamos a conversar en el atrio del templo un buen rato. Esto representa una riqueza incalculable para el futuro de la sociedad. 

Lo que menos me gustaría es que esta riqueza pudiera llegar a perderse. De hecho, se ha venido perdiendo en la medida que la vida rural se ha vuelto más urbana y confortable. Al humanizarse el trabajo en las tareas agrícolas y ganaderas, ha ido abriéndose paso un estilo de vida más individualista, menos comunitario. Se ha ganado calidad de vida pero se ha perdido, tal vez, sabiduría de vida. Aquí está mi tarea: recordar a todos la sabiduría y la fe de nuestros mayores. 

Víctor Márquez
Víctor Márquez

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