La única respuesta a la pregunta es el "Hijo del Hombre", Jesús de Nazaret. Transfigurar a Dios en nosotros mismos y en el mundo

Transfigurar a Dios en nosotros mismos y en el mundo
Transfigurar a Dios en nosotros mismos y en el mundo

"Como escribía para el mundo de la cultura greco-romana, el evangelio quiere evitar que la confusión se dirija a la comprensión de la fe de forma espiritualizada".

"El centro del pasaje es la voz que viene de la noche, declarando a Jesús como Hijo amado del Padre".

" Jesús nos revela el rostro de Dios que no pide ofrendas, sino que se ofrece como don, y en el camino del don total de sí mismo nos muestra el camino para realizar plenamente nuestra humanidad".

El texto evangélico propuesto para este 2º Domingo de Cuaresma es conocido como el relato de la Transfiguración de Jesús. En este año C, leemos esta narración en Lucas 9, 28 a 36. Y la primera observación que hacemos es que, en ningún momento, Lucas utiliza la palabra transfiguración. Como escribía para el mundo de la cultura greco-romana, el evangelio quiere evitar que la confusión se dirija a la comprensión de la fe de forma espiritualizada. Por el contrario, Lucas quiere centrar la atención en la humanidad de Jesús. Y por ello, resalta que es el rostro de Jesús el que se transforma y, entonces, sus vestiduras se vuelven resplandecientes.

            En la simbología oriental, la montaña representa también la mayor conquista del ser humano sobre sí mismo:

            "Es la simbología del ser humano la que elevó la conciencia, la que elevó la fuerza vital a la cima de la cabeza, la "montaña" (chacra de mil pétalos, donde están las glándulas pineal y pituitaria en el centro del cráneo humano)”.

            Intimidad propia y con Dios. La cena en el monte recuerda la cena de manifestación divina que aparecen en el libro de Éxodo (Cf. Ex 13, 20- 22; 33, 9; 40, 34). Allí está presente en el brillo, la luz y el esplendor de Dios, revelando la presencia divina en la persona de Jesús, cuando éste asume su misión profética de cumplir su éxodo, su paz, es decir, su muerte, en Jerusalén. Este aparece cerrado por dos personajes de la primera alianza y conversando sobre el éxodo que debería realizar en Jerusalén. Los discípulos que estaban acostumbrados a ver siempre a Jesús en su cotidianidad, lo ven ahora bajo un nuevo ángulo, de un modo nuevo. Podemos contemplar la gloria del Padre presente en Jesús.

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            El centro del pasaje es la voz que viene de la noche, declarando a Jesús como Hijo amado del Padre. Es como si la pregunta que Jesús hizo a sus discípulos "¿Quién soy yo?", el propio Dios también quisiera responder: "Este es mi hijo bien amado". Escuchen lo que él les dice". Se asimila que Jesús es el Mesías de Dios.

Hay que decir que, a pesar de los títulos que aparecen en nuestras Biblias, Lucas evita cuidadosamente utilizar la palabra "transfiguración". Se dirige a un mundo pagano que ya conocía muchas "transfiguraciones". En griego se utiliza la palabra "metamorfosis", que se empleaba sobre todo para indicar la transformación de los dioses cuando querían aparecer en forma humana. En nuestro texto, Lucas quiere destacar exactamente lo contrario: es la humanidad de Jesús la que nos permite ver a Dios. En particular, Lucas, en lugar de centrarse en la "transfiguración", llama la atención del lector sobre el Rostro. Ese Rostro tan anhelado, ese Rostro que ni siquiera Moisés pudo ver sino de espaldas, ese Rostro tan anhelado y rogado por el salmista que invoca incesantemente: "Muéstrame tu rostro... tu rostro busco".

En el Evangelio según Lucas, este relato cierra, por así decirlo, la primera parte que gira en torno al tema de la revelación de la identidad de Jesús. El episodio constituye el cierre de una serie de cuestiones relativas a la identidad de Jesús que recorren todo el capítulo y se sitúa entre los dos primeros anuncios de la pasión, que también encontramos en el capítulo 9. No sé por qué mis hermanos litúrgicos han cortado el verso inicial que nos ayuda a entender mejor nuestro texto. Pues Lucas escribe: "Unos ocho días después de estos discursos...". ¿De qué discursos estamos hablando? Jesús, a los suyos, a nosotros por tanto, acaba de comunicar el primer anuncio de su pasión en el que él mismo se define como "Hijo del Hombre" (título con un antiguo sabor profético, en particular el de Daniel). En el acontecimiento de la montaña, en presencia de los tres discípulos, sale de la nube una voz, la del Padre, que reitera y confirma lo que Jesús acaba de decir: "Este es mi Hijo... ¡escúchenlo!": el "Hijo del Hombre" que anunció su pasión y muerte en la entrega total de sí mismo es el "Hijo de Dios", el único capaz de revelar el rostro del Padre. En la escena de la montaña, Jesús muestra a los suyos, a nosotros hoy, el destino que nos corresponde, llevando así a término el proceso de la creación. Recordemos cómo, al principio de la aventura de la humanidad, hubo "otra voz" que inició la perversión de la imagen del Creador, arruinando así la relación con las cosas, con las personas y con Dios mismo (cf. Primer domingo de Cuaresma). El resultado fue una imagen de Dios como el que es celoso de sus prerrogativas, tan celoso de sí mismo que nunca hubiera querido que fuéramos como él. En la "transfiguración" Jesús nos dice y muestra exactamente lo contrario porque nos hace ver la voluntad del Padre: nos quiere exactamente como él. Ahora, y volvemos de nuevo a la pregunta: ¿cómo y quién es Dios?

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La única respuesta a la pregunta es el "Hijo del Hombre", Jesús de Nazaret. Al aceptar ser "desnudado" y "desfigurado" en la cruz, nos muestra el rostro auténtico y no distorsionado de Dios. Al permitirnos entrar en su "transfiguración", que será total en la cruz, nos muestra el camino para alcanzar la auténtica semejanza con Dios. Jesús "transfigura" porque "desfigura" la imagen de Dios que nos hemos hecho, devolviéndonos así al jardín inicial, pero sin el miedo que nos llevaba a escondernos. Jesús nos revela el rostro de Dios que no pide ofrendas, sino que se ofrece como don, y en el camino del don total de sí mismo nos muestra el camino para realizar plenamente nuestra humanidad. La Transfiguración es, pues, una poderosa invitación a aprender a pensar y creer no sólo que Jesús es Dios, sino sobre todo que Dios es Jesús. Sólo así podremos ser verdaderamente cómo y con él portadores sanos de vida, de una vida cada día transfigurada en él.

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