En la cumbre de mis alegrías

Exiliados en Babilonia, los judíos se sentaban al borde de los canales a llorar de añoranza pensando en su ciudad santa, Jerusalén (Sl 136, 1). Nadie duda de la riqueza que encierran las ruinas de esta ciudad levantada entre los ríos Tigris y Éufrates. Nadie duda del valor histórico de estas ruinas, excepto el ejército de USA que en 2003 no tuvo otra idea que instalar un campamento militar en su recinto con lo que la mayor parte de la “avenida de las procesiones” quedó destruida al paso de los vehículos pesados. Me pregunto que debe quedar en pie de aquellas maravillosas ruinas milenarias. Una quedaba absorta al contemplar el buen estado en que se encontraba citada avenida de las procesiones. Total que entre el espolio de los arqueólogos que allí trabajaron y se llevaron a sus países muchas piezas y la ignorancia de otros, poco debe quedar de este conjunto arqueológico.

Los que deportaron a los judíos les pedían que cantaran un cantico de Sión (Cfr. v 3). ¡Qué valor! Esto es poner el dedo en la llaga. ¿Qué pretendían, burlarse? Todo es posible cuando el odio o el desprecio habitan el corazón del hombre. De todos modos, los judíos tampoco andaban con contemplaciones hacia sus opresores y las maldiciones que proferían solamente pueden nacer de una aversión profunda y claro está de alguien que no profesa la fe en Jesús: “Capital de Babilonia, ¡criminal! ¡Quien pudiera pagarte los males que nos has hecho!” (v 8).Hay que esperar el Nuevo Testamento donde el Hijo de Dios proclama amar al otro como a uno mismo. El perdón es la acción que hace caer todo resentimiento. Pero perdonar no es fácil hay que pedir mucho al Señor que cambie nuestro corazón para perdonar. Ahora más que nunca.Texto: Hna. María Nuria Gaza.
Volver arriba