Voluntarios: "No tienen uniforme reglamentario, pero sí un corazón vestido de entrega" Fuegos que arden y fuegos que salvan

Voluntarios contribuyen a apagar el fuego
Voluntarios contribuyen a apagar el fuego Efe

"No es solo el calor que baja de un cielo inmisericorde; también ahoga la palabrería inútil, reiterada, invasiva, que brota desde ciertos despachos. Palabras que no apagan ni un rescoldo, que no aligeran el peso de la tragedia, sino que, a veces, lo agrandan con su descoordinación y su olvido"

"Son los fuegos de los voluntarios anónimos, mujeres y hombres que dejan sus casas para sumarse, sin pedir nada, a la cadena de manos que cargan cubos de agua, que cortan matorral, que reparten bocadillos a quienes llevan horas luchando contra las llamas"

"Porque muchos de estos incendios pudieron evitarse. Porque la prevención y la vigilancia, tantas veces prometida, sigue siendo la cenicienta de las políticas forestales. Porque la burocracia a veces llega tarde, y mientras se firman papeles en una oficina, el viento cambia y el fuego avanza"

Cuando arden los montes, también arde la entrega de quienes no se rinden.

Me resguardo como puedo. Como todos cuando el sol de estos días aprieta y el aire huele a tierra quemada. No es solo el calor que baja de un cielo inmisericorde; también ahoga la palabrería inútil, reiterada, invasiva, que brota desde ciertos despachos. Palabras que no apagan ni un rescoldo, que no aligeran el peso de la tragedia, sino que, a veces, lo agrandan con su descoordinación y su olvido.

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Galicia arde. León arde. Mi querida Zamora arde. No es una metáfora. Quizás los fuegos que tocan de cerca  mi conocida y amada tierra de la Cabrera los siento más de cerca . Son las encinas, los pinares, los prados, las colinas, la memoria de nuestros abuelos. Es la fauna que huye o se calcina. Son las aldeas que tiemblan al escuchar, de noche, el rugir de un fuego que se mueve como animal vivo, imprevisible, hambriento.

Y sin embargo, entre el humo y las brasas, hay otros fuegos. No los que destruyen, sino los que salvan. Los que, como escribió Eduardo Galeano, arden “con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende”. Son los fuegos de los voluntarios anónimos, mujeres y hombres que dejan sus casas para sumarse, sin pedir nada, a la cadena de manos que cargan cubos de agua, que cortan matorral, que reparten bocadillos a quienes llevan horas luchando contra las llamas.

No tienen uniforme reglamentario, pero sí un corazón vestido de entrega. No hay nómina que les pague, pero sí un salario invisible de gratitud y dignidad. Y junto a ellos, bomberos, brigadistas, agentes forestales que se dejan la piel —y a veces la vida— en jornadas extenuantes, aun cuando la coordinación administrativa no siempre esté a la altura de su heroísmo.

Y estos hombres y mujeres, aparentemente pequeños frente a la magnitud de un incendio, se agigantan. Se plantan ante las llamas como quien defiende la puerta de su casa, aunque la casa sea el monte de todos. 

La gente pequeña no se rinde. En lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo. Lo dijo Galeano y hoy lo vemos en cada aldea donde el agua escasea, en cada cortafuegos improvisado con palas y sudor, en cada niño que corre a avisar que el fuego ha saltado la carretera.

Lo pequeño se hace grande. Y lo grande —la catástrofe, la pérdida, la devastación— se condensa en lo pequeño: un árbol centenario caído, un nido de cigüeña reducido a ceniza, la mirada de un anciano que ve desaparecer el bosque donde jugó de niño.

Estos días, al traer al corazón  los campos negros de Zamora o al  empaparme de la visión de  sierras calcinadas de Leon y de Galicia, uno siente que la vida camina sobre un desierto de carbón. El suelo cruje bajo las botas, como si se quejara. Y sin embargo, aquí y allá, un rebaño que regresa, un huerto salvado, una fuente intacta, son como islas de esperanza en medio de la nada.

El suelo cruje bajo las botas, como si se quejara. Y sin embargo, aquí y allá, un rebaño que regresa, un huerto salvado, una fuente intacta, son como islas de esperanza en medio de la nada

Es imposible no sentir rabia. Sobre todo cuando se habla de intencionalidad. Porque muchos de estos incendios pudieron evitarse. Porque la prevención y la vigilancia, tantas veces prometida, sigue siendo la cenicienta de las políticas forestales. Porque la burocracia a veces llega tarde, y mientras se firman papeles en una oficina, el viento cambia y el fuego avanza. Porque hay quien se inhibe, hay quien no se acerca , hay quien polariza o se chotea , a quien mira para otro lado… hasta que las llamas estén a las puertas de su casa.

Pero la rabia no basta. Hace falta también memoria. Y memoria es recordar los nombres de quienes, sin ser noticia, lucharon hombro con hombro para que el desastre no fuera mayor. Esos son los que iluminan este tiempo sombrío. Los que confirman que, como en la historia que contaba Galeano, el mundo es “un mar de fueguitos” y que no hay dos fuegos iguales.

Hay fuegos grandes y devastadores, que arrasan todo a su paso. Y hay fuegos pequeños, pero serenos, que alumbran y calientan, que se multiplican en forma de ayuda, de solidaridad, de manos tendidas. Estos últimos no destruyen: crean comunidad, fortalecen vínculos, devuelven la fe en que no todo está perdido.

Quizás ese sea el reto: aprender a ser fueguitos que salvan y no que destruyen. Porque, como advertía Benedetti, “los débiles de veras nunca se rinden” y lo que hoy parece una chispa puede encender un futuro diferente, más responsable, más respetuoso con la tierra que nos alimenta.

El calor de estos días no es solo meteorológico. Es el calor de la entrega, del riesgo compartido, del llanto por lo perdido y de la sonrisa al saber que aún queda algo que salvar. Es la llama de una zarza ardiente que no se consume: la zarza viva que alimenta el compromiso humano, la que atrae a quienes entienden que defender el monte es defender la vida misma.

Hoy, al mirar los mapas teñidos de rojo, pienso en cada uno de esos fuegos buenos que arden lejos de los focos mediáticos. Y siento que, si conseguimos que esos fuegos crezcan, si aprendemos de quienes se encienden para proteger lo que es de todos, tal vez podamos algún día mirar un verano sin miedo al humo.

Que así sea. Porque se nos va todo, se nos va todo… o bien, si lo miramos con la emoción de quien sabe reconocer la belleza de lo salvado, puede encenderse, como decía Galeano, un fueguito en nuestro corazón

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