"¿Cuántos genocidios, cuantas matanzas ignoramos, cuántas persecuciones obviamos y no escribimos sobre ellas?" El camino de la Iglesia: de Lázaro a Auschwitz

Iniciaba con mi colegio, Sagrada Familia. Patronato de la Juventud Obrera (PJO) de Valencia, el viaje de la memoria con veintiún alumnos de 2ºBachillerato a Cracovia para visitar, entre otras cosas, el campo de exterminio de Auschwitz
La humanidad espera sentada a qué demonios tiene que pasar para que se respete la dignidad sagrada de todo ser humano y que no sea violada de forma sistemática
| José Miguel Martínez Castelló
Les voy a contar una pequeña historia. El pasado domingo 29 de septiembre acudía a la misa que suelo ir en el Convento de los Dominicos de Torrent. A la 1, como siempre, el templo a rebosar. Fíjense que a esas horas en Valencia miles de familias se reúnen alrededor de una paella por lo que denota que ahí siempre pasan cosas importantes a nivel de fe porque es una tradición muy arraigada. La gente, el pueblo de Dios ahí reunido, busca respuestas para seguir la vida cotidiana desde la Fe en Cristo. De alguna manera nunca se sale de la misma forma en la que se entra. Ese debería ser el núcleo de toda eucaristía: la búsqueda del alimento esencial proveniente del Dios resucitado para transformar nuestras vidas.
Pero ese día era para mí algo más especial que otros domingos. Al día siguiente iniciaba con mi colegio, Sagrada Familia. Patronato de la Juventud Obrera (PJO) de Valencia, el viaje de la memoria con veintiún alumnos de 2ºBachillerato a Cracovia para visitar, entre otras cosas, el campo de exterminio de Auschwitz. No era una escapada de vacaciones, un paseo turístico por esas tierras eslavas que un tal Karol Wojtyla puso en el centro del mundo, sino el producto de un proyecto que en 1ºBachillerato se desarrolla en las materias de filosofía, historia y religión, leyendo a Víctor Frankl y reflexionando por qué el ser humano necesita del exterminio del otro para vivir.
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Mientras en Valencia y en las zonas afectadas por la dana estábamos expectantes ante el primer episodio de lluvias después de la tragedia y en medio de esos voceros que marcan la batuta de las noticias y que oscurecen cualquier destello de luz y esperanza, el Padre Martín Alexis iniciaba su homilía de la siguiente forma: “Yo tengo un amigo que está muy lejos. Yo tengo un amigo que se llama Lázaro y lo echo de menos. Yo tengo un amigo que me enseñó la otra Valencia, la Valencia no turística, la Valencia que no está de fiesta. Mi amigo Lázaro me enseñó el subterráneo del río Turia, me enseñó las trasteras del Botánico, portales que no podemos llegar a imaginar. Yo tengo un amigo llamado Lázaro que me enseñó a mirar con otros ojos; tal vez con los ojos de Dios”.

Ahí, en ese mismo momento comprendí que Lázaro me iba a acompañar en ese viaje al que, en un principio, no estaba invitado, pero se colocó, sin hacer ruido, en mi maleta camino a Polonia. Y lo hizo porque el Padre Martín nos enseñó que tenemos muchos lázaros en nuestras vidas, aquellos que nos reclaman con sus miradas un poco de nuestra atención, una mano amiga que no se contagie de las apatías y de las distancias sociales que tanto nos imponemos para no salirnos del redil. Me vino a la mente esa frase, ese grito de Francisco de la necesidad de oler a ovejas, de estar con los que sufren en nuestras periferias existenciales.
¿No es eso mismo lo que pasó en el siglo XX y sigue pasando en la actualidad? La primera visita en Cracovia fue el museo de La fábrica de Schindler. Si alguien quiere ver cómo fue la ocupación alemana en Polonia y el proceso que llevó al holocausto, tan repetido hoy para hablar de si estamos o no ante un genocidio en Gaza, invito a que se observen las imágenes, las prácticas y las tácticas que intentaron borrar del mapa todos los lázaros de esos tiempos que se presentaban como judíos, especialmente, y todo el resto de minorías y nacionalidades de Europa. Es curioso cómo todo el camino, las diferentes fases que llevaron al exterminio del pueblo judío se dio en un detalle, entre otros muchos, faltaría más, que en el evangelio de Lázaro encontramos. Parece rebuscado, pero no lo es y esto denota la actualidad constante y perpetua del evangelio.

Fíjese cómo Lázaro comparte protagonismo con el hombre rico. Pero éste no tiene nombre. El hombre rico, epulón, personifica el uso injusto de las riquezas, sin reparar en el mendigo que está en su puerta, en nuestras puertas. Los totalitarismos del siglo XX y los de hoy parece que pueden exterminar sin reparos, como si no tuviesen rostro, sabiendo que están amparados por las leyes. Son intocables con el poder de decidir hasta aquí o hasta allí, con propuestas de paz y altos al fuego pensados al milímetro. Ello demuestra que con voluntad política sí que se puede estar en condiciones de poder trabajar por el horizonte donde la paz brille en el teatro de la historia humana. No es algo utópico, sino real. La humanidad espera sentada a qué demonios tiene que pasar para que se respete la dignidad sagrada de todo ser humano y que no sea violada de forma sistemática.
Esta situación se ve reflejada en esa plaza de Cracovia llena de sillas vacías en las que miles de judíos esperaron su destino que ya estaba escrito. A esta plaza se le llama La embajada del mundo libre y es donde el farmacéutico católico polaco, Tadeusz Pankiewicz, pasó a la historia por ayudar a miles de católicos judíos en el gueto de Cracovia. Por todo ello fue reconocido como «Justo entre las Naciones» por el Yad Vashem el 10 de febrero de 1983 siendo un símbolo del Holocausto. Ahí, bajo la lluvia observábamos e intentábamos imaginar el truncamiento de miles de vidas con rostros, con una historia detrás que se esfumaba por la locura humana e irracional de una ideología que los consideró inhumanos. Sirva como advertencia.

El punto álgido del viaje fue la visita a Auschwitz. Desde que se entró al campo sólo se escuchaba el silencio, roto por lágrimas amargas que no daban crédito a lo que se observaba. Si hubo algo que llamó la atención, a parte de las maletas, de los cabellos humanos que se exponen y de todos los objetos que se les robó a los judíos, hasta los empastes, fue las imágenes de los rostros de los niños y las niñas que pasaron por Auschwitz. Ahí están representados todos los niños del mundo de ayer, hoy y mañana que son utilizados como armas arrojadizas para el cumplimiento de los planes de los monomaniacos de la historia. Esas miradas penetraron hasta lo más profundo de estos jóvenes que van a tener la responsabilidad de configurar nuestro mundo.
Ahí están representados todos los niños del mundo de ayer, hoy y mañana que son utilizados como armas arrojadizas para el cumplimiento de los planes de los monomaniacos de la historia. Esas miradas penetraron hasta lo más profundo de estos jóvenes que van a tener la responsabilidad de configurar nuestro mundo
Ya en Birkenau, al final de la visita, ante la inmensidad desangelada más importante de la historia, ante el mayor cementerio del mundo, leímos un texto de Víctor Frankl. Cuando Gala, una joven estudiante comenzó a leer, ante una de las cámaras de gas que fueron destruidas, y en las que fueron asesinadas más de un millón de personas, tuvimos la sensación de escuchar los gritos de desesperación, de muerte de esas personas que, según el Dios de Jesús crucificado, no son meras personas, sino nuestros hermanos y hermanas. Las palabras de Frankl retumbaron en nuestras conciencias: “Mientras aguardábamos la ducha, se hizo patente nuestra total desnudez, en su sentido más literal: el cuerpo, sin pelo, y nada más. Nada. Tan sólo poseíamos la existencia desnuda. ¿Quedaba algún vínculo material con nuestra existencia anterior? Yo conservaba las gafas y el cinturón, que poco después cambié por un pedazo de pan”.
La lección más importante que mi compañero de historia Txema Gil repite una y otra vez es que no caigamos en la lógica numérica, de las cantidades de muertos. Esa lógica es la de los perpetuadores, porque la matemática aplicada a la historia nos sirve para conocer la magnitud de la tragedia humana, pero no para caer en la cuenta que quienes cayeron fueron personas con rostro concreto, con una biografía detrás, con maletas de ilusiones y de esperanzas que fueron violadas. Lázaros que pasaron desapercibidos, que fueron abandonados. Por desgracia hoy esos olvidos también se dan.
¿Cuántos genocidios, cuantas matanzas ignoramos, cuántas persecuciones obviamos y no escribimos sobre ellas? El camino de la Iglesia, entre otros, está en visibilizar esos rostros que no cuentan. No hace falta acudir únicamente a las barbaridades que sabemos sino a todos los procesos de deshumanización que vivimos en la sociedad actual. Aquí la Iglesia tiene un camino, un espejo en el que mirarse. ¿Es posible? Recordemos que en las celdas del hambre del bloque 11 de Auschwitz, bajo tierra, se halla la luz pascual que salvaguarda y recuerda la acción de Maximiliano Kolbe.
Por muy oscuras que sean las acciones de la humanidad, dentro de ella misma emergen otras lógicas que vencen a las tinieblas a través del amor y la misericordia. El amor, como dirá el Salmo, es más fuerte que la muerte. La Iglesia tiene que ser la institución humana que tiene que encarnar y aplicar de forma incansable este principio en forma de proyecto y propósito, porque no lo olvidemos, como apunta Frankl, somos el único que ser que decide lo que tiene que ser, lo que será, por lo que la historia no está escrita de antemano, depende de nosotros bajo la inspiración del Dios del amor. En medio de la barbarie, aparece esa luz de Belén y de la Pascua que cambia la historia de la humanidad, ya que somos aquel “ser que inventó las cámaras de gas, pero también es el ser que entró en ellas con pasa firme y musitando una oración” (V. Frankl, El hombre en busca del sentido).
José Miguel Martínez Castelló
Doctor en Filosofía y profesor de bachillerato de filosofía, psicología y religión en el Patronato de la Juventud Obrera de Valencia (PJO)
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