"Cuando ya no les quedan falacias, ni lemas, ni montajes emocionales, a los ultras solo les queda el insulto" Cuando la piedra vale más que el prójimo: cacería ultra contra el arzobispo Cobo

“Se rasgan las vestiduras por el signo, pero no por la carne herida que hay tras este. Y eso es lo que más incomoda del mensaje de Cobo: que nos devuelve a lo esencial”
“Una cruz que no abraza al pobre, que no remueve al cómodo, que no se vive con las manos sucias de misericordia, no es cruz: es atrezzo”
“Lo que cae es ese cristianismo de escaparate, que juzga, pero no calienta; que señala, pero no acompaña; que alza cruces, pero olvida a los crucificados”
“Lo que cae es ese cristianismo de escaparate, que juzga, pero no calienta; que señala, pero no acompaña; que alza cruces, pero olvida a los crucificados”
| Luis Miguel Romo Castañeda*
Una frase. A veces basta con eso para encender la mecha de los fanatismos que duermen agazapados, esperando su presa. Y bastó. Bastó con que alguien se atreviera a recordar una verdad que muchos preferían enterrada. Monseñor José Cobo Cano, cardenal y arzobispo de Madrid, solo recordó en una de sus recientes homilías que demasiados han olvidado: que la cruz no es un tótem para exhibir, sino una entrega radical al otro; una locura para quienes no comprenden el amor que salva (1 Corintios 1,18). Y por ello, lo han tachado de traidor. Así funcionan los ultras: cuando no pueden refutar la realidad, responden con gritos, rabia y falacias.
Primera falacia, la del hombre de paja: le acusan de querer “derribar la cruz del Valle de los Caídos”, cuando Cobo jamás pidió demoler nada. Ni levantar una piqueta ni asaltar ningún monumento. Habló de algo mucho más escandaloso: recordar que una cruz no es un símbolo para admirar, sino un peso para cargar hasta desgarrarse. ¿Cómo puede molestar tanto una idea tan cristiana? Quizá porque, para muchos, el madero de Jesús ya no es signo de redención, sino de poder. De foso. De ideología. “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.” (Marcos 7,6).

Pero siguen. Su segunda falacia es la de apelación emocional: “¡esto es un ataque al cristianismo!” mientras pisan a los necesitados y callan ante los crucificados de hoy. Se rasgan las vestiduras por la cruz, pero no por la carne herida que hay tras ella. Y eso es lo que más incomoda del mensaje del arzobispo: que nos devuelve a lo esencial. Que recuerda que el leño redentor no se venera con discursos, sino con acciones concretas. Y esas acciones tienen rostro. Cristo nunca apartó la mirada del diferente. Se acercó a la mujer marginada, al ciego despreciado, al recaudador odiado, al criminal arrepentido. Y sí, igualmente acogería hoy a los que algunos desprecian a las puertas de las iglesias: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres… para liberar a los oprimidos.” (Lucas 4,18).
Y como la mentira requiere más gasolina, sacan la falacia de la falsa dicotomía: “o defiendes la cruz del Valle o estás contra la fe”. Más manipulación. Cobo no negó su valor. Denunció su vaciamiento. Dijo lo que una mayoría no se atreve: que la fidelidad a Dios no se mide por toneladas, sino por gestos de compasión. Y que defender el Evangelio no es adorar ornamentos, sino lavar pies. Así que, Cobo no atacó ninguna cruz: atacó el cinismo de quienes la utilizan como barricada: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están llenos de robo y desenfreno!” (Mateo 23,25).
Aun así, siguen luego, incansables, con la falacia del símbolo vacío: “no se puede tocar la cruz del Valle, porque es nuestro legado”. ¿Legado? Una cruz que no abraza al pobre, que no remueve al cómodo, que no se vive con las manos sucias de misericordia, no es cruz: es atrezzo. Así, el arzobispo tocó conciencias adormecidas. Y eso, en una Iglesia donde tantos guardan silencio para no importunar, es dinamita pura. Pero Cobo no está solo. Aprendió de Francisco, ese Papa que también fue apedreado por tener el coraje de recordarnos que la Iglesia no es fortaleza de puros, sino refugio de rotos, descartados, sangrantes: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por encierro y comodidad.” (Evangelii Gaudium, 49).
Y como todas sus mentiras se les derrumban, como ninguna logra silenciar lo que Cobo ha dicho, la furia ultra recurre a la falacia de la autoridad acrítica. “La Iglesia de toda la vida jamás hubiera defendido la caída”. Como si el cristianismo fuera una vitrina de fósiles y no una historia viva escrita con sangre, barro y lágrimas. Pero el Evangelio no se hereda: se encarna. No se memoriza: se vive. Ahí es donde el arzobispo irrita, al desnudar el confort de aquellos que detestan que les arrebaten su excusa para no mirar al sangrante. Está recordando que el juicio comienza por la casa de Dios (1 Pedro 4,17). Que “No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mateo 7,21).

Y claro, cuando ya no les quedan falacias, ni lemas, ni montajes emocionales, a los ultras solo les queda el insulto. "Rojo", "infiltrado progre", "activista". No desmontan el sermón. No rebaten sus palabras. No discuten el mensaje. Solo ladran contra el mensajero. Y cumplen, sin saberlo, aquella vieja advertencia: “Si me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros.” (Juan 15,20). Así se comportan eternamente los que odian la verdad: crucificándola.
Así que, no. La cruz del Valle no se cae. Lo que cae es la fe de quienes la levantan como estandarte, pero no la viven como sacrificio. Lo que cae es ese cristianismo de escaparate, que juzga, pero no calienta; que señala, pero no acompaña; que alza cruces, pero olvida a los crucificados. Que olvida que el signo no es de piedra, sino de carne. Que no fue tallado para decorar, sino para consolar al que sangra. Para incomodar al que se acomoda. Para ser cargado. Y para quien aún necesite entender qué significa cargar con ella, que mire a esos pocos que lo hacen silenciosamente: a Cobo, en cada una de sus palabras; y, por supuesto, a tantos servidores de Dios que, como Sor Geneviève Jeanningros, sin disertaciones ni aplausos, se tienden a los excluidos que otros prefieren no ver.
Así como Cristo se despojó de sí mismo tomando condición de siervo (Filipenses 2,7), ellos también bajan de los altares para arrodillarse ante el dolor sin etiquetas. Porque mientras algunos erigen barricadas ideológicas, ellos tienden puentes de bondad. Mientras unos defienden la trinchera, ellos defienden la fe. Mientras unos aman el pedestal, ellos aman el tronco de la salvación. Mientras unos vocean sus miedos y cobardías, ellos -sin ruido, sin aspavientos, sin espectáculo- siguen cargando la cruz donde siempre estuvo: en el dolor del prójimo. En ese camino polvoriento, donde la entrega se mide en heridas. En ese camino que Francisco quiso recorrer hasta el final con sus zapatos, gastados de tanto caminar entre los pobres. En ese camino donde el Evangelio dejó su firma. Y donde, al final, seremos juzgados no por nuestras palabras, sino por nuestras manos: si estuvieron limpias... o heridas de amar.
*Doctorando Educación (UNED) e Historia y Arqueología (UCM). Colaborador-profesor externo del Máster “Catedrales: Didáctica del Arte, Comunicación y Teología” UNED

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