"Cuando ya no les quedan falacias, ni lemas, ni montajes emocionales, a los  ultras solo les queda el insulto" Cuando la piedra vale más que el prójimo:  cacería ultra contra el arzobispo Cobo

Cardenal Cobo
Cardenal Cobo

“Se rasgan las vestiduras por el signo, pero no por la carne herida que hay tras  este. Y eso es lo que más incomoda del mensaje de Cobo: que nos devuelve a  lo esencial” 

“Una cruz que no abraza al pobre, que no remueve al cómodo, que no se vive  con las manos sucias de misericordia, no es cruz: es atrezzo” 

“Lo que cae es ese cristianismo de escaparate, que juzga, pero no calienta; que  señala, pero no acompaña; que alza cruces, pero olvida a los crucificados” 

Una frase. A veces basta con eso para encender la mecha de los fanatismos que  duermen agazapados, esperando su presa. Y bastó. Bastó con que alguien se  atreviera a recordar una verdad que muchos preferían enterrada. Monseñor José Cobo Cano, cardenal y arzobispo de Madrid, solo recordó en una de sus recientes  homilías que demasiados han olvidado: que la cruz no es un tótem para exhibir,  sino una entrega radical al otro; una locura para quienes no comprenden el amor  que salva (1 Corintios 1,18). Y por ello, lo han tachado de traidor. Así funcionan los  ultras: cuando no pueden refutar la realidad, responden con gritos, rabia y falacias. 

Primera falacia, la del hombre de paja: le acusan de querer “derribar la cruz del  Valle de los Caídos”, cuando Cobo jamás pidió demoler nada. Ni levantar una  piqueta ni asaltar ningún monumento. Habló de algo mucho más escandaloso:  recordar que una cruz no es un símbolo para admirar, sino un peso para cargar  hasta desgarrarse. ¿Cómo puede molestar tanto una idea tan cristiana? Quizá  porque, para muchos, el madero de Jesús ya no es signo de redención, sino de  poder. De foso. De ideología. “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón  está lejos de mí.” (Marcos 7,6). 

Especial Papa Francisco y Cónclave

Cobo con jóvenes
Cobo con jóvenes

Pero siguen. Su segunda falacia es la de apelación emocional: “¡esto es un ataque  al cristianismo!” mientras pisan a los necesitados y callan ante los crucificados de  hoy. Se rasgan las vestiduras por la cruz, pero no por la carne herida que hay tras  ella. Y eso es lo que más incomoda del mensaje del arzobispo: que nos devuelve a  lo esencial. Que recuerda que el leño redentor no se venera con discursos, sino con  acciones concretas. Y esas acciones tienen rostro. Cristo nunca apartó la mirada  del diferente. Se acercó a la mujer marginada, al ciego despreciado, al recaudador  odiado, al criminal arrepentido. Y sí, igualmente acogería hoy a los que algunos  desprecian a las puertas de las iglesias: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque  me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres… para liberar a los  oprimidos.” (Lucas 4,18). 

Y como la mentira requiere más gasolina, sacan la falacia de la falsa dicotomía: “o  defiendes la cruz del Valle o estás contra la fe”. Más manipulación. Cobo no negó  su valor. Denunció su vaciamiento. Dijo lo que una mayoría no se atreve: que la  fidelidad a Dios no se mide por toneladas, sino por gestos de compasión. Y que  defender el Evangelio no es adorar ornamentos, sino lavar pies. Así que, Cobo no  atacó ninguna cruz: atacó el cinismo de quienes la utilizan como barricada: “¡Ay de  vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato,  mientras por dentro están llenos de robo y desenfreno!” (Mateo 23,25). 

Aun así, siguen luego, incansables, con la falacia del símbolo vacío: “no se puede  tocar la cruz del Valle, porque es nuestro legado”. ¿Legado? Una cruz que no abraza  al pobre, que no remueve al cómodo, que no se vive con las manos sucias de  misericordia, no es cruz: es atrezzo. Así, el arzobispo tocó conciencias  adormecidas. Y eso, en una Iglesia donde tantos guardan silencio para no  importunar, es dinamita pura. Pero Cobo no está solo. Aprendió de Francisco, ese  Papa que también fue apedreado por tener el coraje de recordarnos que la Iglesia  no es fortaleza de puros, sino refugio de rotos, descartados, sangrantes: “Prefiero  una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia  enferma por encierro y comodidad.” (Evangelii Gaudium, 49). 

Y como todas sus mentiras se les derrumban, como ninguna logra silenciar lo que  Cobo ha dicho, la furia ultra recurre a la falacia de la autoridad acrítica. “La Iglesia de toda la vida jamás hubiera defendido la caída”. Como si el cristianismo fuera una vitrina de fósiles y no una historia viva escrita con sangre, barro y lágrimas. Pero  el Evangelio no se hereda: se encarna. No se memoriza: se vive. Ahí es donde el  arzobispo irrita, al desnudar el confort de aquellos que detestan que les arrebaten  su excusa para no mirar al sangrante. Está recordando que el juicio comienza por  la casa de Dios (1 Pedro 4,17). Que “No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará  en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mateo 7,21). 

Fachada y Cruz de la abadía en el Valle de Cuelgamuros
Fachada y Cruz de la abadía en el Valle de Cuelgamuros EFE

Y claro, cuando ya no les quedan falacias, ni lemas, ni montajes emocionales, a los  ultras solo les queda el insulto. "Rojo", "infiltrado progre", "activista". No  desmontan el sermón. No rebaten sus palabras. No discuten el mensaje. Solo  ladran contra el mensajero. Y cumplen, sin saberlo, aquella vieja advertencia: “Si  me han perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros.” (Juan 15,20). Así se  comportan eternamente los que odian la verdad: crucificándola. 

Así que, no. La cruz del Valle no se cae. Lo que cae es la fe de quienes la levantan  como estandarte, pero no la viven como sacrificio. Lo que cae es ese cristianismo  de escaparate, que juzga, pero no calienta; que señala, pero no acompaña; que  alza cruces, pero olvida a los crucificados. Que olvida que el signo no es de piedra,  sino de carne. Que no fue tallado para decorar, sino para consolar al que sangra.  Para incomodar al que se acomoda. Para ser cargado. Y para quien aún necesite  entender qué significa cargar con ella, que mire a esos pocos que lo hacen  silenciosamente: a Cobo, en cada una de sus palabras; y, por supuesto, a tantos  servidores de Dios que, como Sor Geneviève Jeanningros, sin disertaciones ni  aplausos, se tienden a los excluidos que otros prefieren no ver.

Así como Cristo se despojó de sí mismo tomando condición de siervo (Filipenses 2,7), ellos también  bajan de los altares para arrodillarse ante el dolor sin etiquetas. Porque mientras  algunos erigen barricadas ideológicas, ellos tienden puentes de bondad. Mientras  unos defienden la trinchera, ellos defienden la fe. Mientras unos aman el pedestal,  ellos aman el tronco de la salvación. Mientras unos vocean sus miedos y cobardías,  ellos -sin ruido, sin aspavientos, sin espectáculo- siguen cargando la cruz donde  siempre estuvo: en el dolor del prójimo. En ese camino polvoriento, donde la  entrega se mide en heridas. En ese camino que Francisco quiso recorrer hasta el  final con sus zapatos, gastados de tanto caminar entre los pobres. En ese camino donde el Evangelio dejó su firma. Y donde, al final, seremos juzgados no por  nuestras palabras, sino por nuestras manos: si estuvieron limpias... o heridas de  amar.

*Doctorando Educación (UNED) e Historia y Arqueología (UCM). Colaborador-profesor  externo del Máster “Catedrales: Didáctica del Arte, Comunicación y Teología” UNED 

Cardenal Cobo en San Pedro
Cardenal Cobo en San Pedro

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