Música celestial, verdaderamente. ©


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¡Qué excelsa es la música! Eso, ex-celsa, "salida del cielo".
Hay teólogos que aseguran que en la vida futura serán la Música y las Matemáticas las únicas ciencias de aquí abajo que continuaremos usando allá. Con justicia se considera a la Música la primera de las Bellas Artes. Y así parece merecerlo pues que nada habla tan directa e íntimamente a nuestro entero yo. Pocas artes hay, yo juraría que ninguna, que nos inunden el alma y muevan nuestra voluntad como lo hace la música.

Y no es más que una mera vibración física que recibe nuestro oído y el cerebro convierte en emoción apasionada o sentimiento espiritual. Éste, a veces profundo e invasivo como imaginamos de los santos en sus éxtasis; que nos detiene los latidos o nos los acelera; que nos enajena y nos sube la adrenalina hasta llevarnos a la muerte, si cabe, a eco de trompetas y ritmo de tambor.

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Ya el poeta supo decir:

"Y la música sublime
que a inmensos raudales brota
parece que en cada nota
canta y reza, llora y gime."

(Núñez de Arce: "Miserere")


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Sí, cosa sublime y gloriosa es la música, pero... ¿Qué es?
Pues, fíjense que no es tan fácil definirlo.

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Empecemos por subrayar la paradoja de que la música, en el instrumento -de cuerda, viento, percusión...-, no es más que una trepidación o estremecimiento del aire. Prácticamente 'un ruido', como diría Napoleón. Es así de tal modo que fuera de nosotros mismos la música no existe. Mejor debería decirse que no puede existir. No es otra cosa que vibraciones del aire de cuyas tonalidades y combinaciones armónicas nada sabríamos sin nuestros oídos, capaces de percibirlas; ni sin nuestro cerebro, bien dotado para descodificarlas.
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De manera que ese ruido, en tanto que música -he aquí el regalo- sólo lo es a partir de nosotros. Lo cual nos hace exclamar agradecidos: ¡Qué divino don!

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Es para meditarlo, y mucho, que sólo por nuestros oídos y cerebro pueda "existir", quiero decir conocerse, la música en todo su esplendor. Lo que para algunos animales es un ronroneo, en nosotros se convierte en un universo de tonalidades, dándonos el goce único, o su despertar, de emociones y sentimientos inesperados. Emociones físicas, intelectuales, desde el terror al lirismo; de estados de ánimo, combinaciones de silencios y adagios con espera de fugas y estallidos triunfantes, que se adueñan de lo más hondo del alma o nos encienden las pasiones más terrenas.

¡La Música! ¡Qué portento! ¡Qué maravilla!

Cuando oímos un concierto no nos figuramos su intríngulis. Sólo escuchamos disfrutamos de que miles y miles de armónicos están sonando en la atmósfera, con distintos ritmos y velocidades en carrera hacia nuestros oidos, y de estos a nuestro cerebro que los procesa. Sin esta facultad que Dios nos dio, quizás tras millones de años de evolución, sería imposible sentir una sola nota de nuestra diferencia con el resto de las criaturas. Sobre qué será la vida después de soltar nuestra crisálida pudiera explicarse en este goce de un sólo sentido, como es el que nos filtra la música. Un sólo sentido y cuánta felicidad.

Palestrina, Vivaldi, Bach, Mozart, Beethoven, Haendel, Puccini, Grieg...; junto a nuestros Victoria, Vives, Albeniz, Tárrega, Bretón, Falla, Granados, Chapí, Rodrigo... Y tantos más, incontables, de los que nos preguntamos ¿Y cómo pueden sentir lo que escriben para producir lo que producen? ¿Las Matemáticas? Déjenme dudarlo.

Nunca agradeceremos en su justa correspondencia la inspiración de sus autores; en especial de aquellos que sintieron y escribieron para transportarnos del barro al cielo. Y también de los que no destacaron como compositores pero sirvieron a la música hasta el final de sus vidas. Los grandes intépretes como Von Karajan, Callas, Kraus, Richter, Segovia...
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Ayer mismo unos amigos hablábamos de la música y de la lenta pero eficaz diseminación de bandas y orquestas municipales o regionales. Me enteré de que en España e Hispanoamérica crece su número y esta realidad me basta para confiar en el progreso educativo de las nuevas generaciones. Porque fundirse en un coro, o en una banda, cuidar el instrumento -también la garganta lo es-, obedeciendo al director en su fidelidad a la partitura es una educación social excelente, además de amigable y unificadora.


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Precisamente en esto se destacó la Iglesia Católica hasta el Concilio Vaticano II. Antes de este craso error de Juan XXIII la gran liturgia nos había educado con muestras aún insuperadas de polifonia coral y conventual. Sin la menor duda afirmo que la decadencia de la Iglesia, su pavorosa desidentidad y consecuente ruina económica, se inició al llevar a los altares la disipación de lo excelso y hermoso, a cambio de entronizar lo vulgar y chabacano. Blasfemia ladinamente disimulada como humanitarismo... Pero éste es otro cantar.

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