EUCARISTÍA CÓSMICA
La Eucaristía se vive y se extiende más allá del templo. Se proyecta en el espacio hasta abarcar todo el cosmos y se prolonga en el tiempo hasta alcanzar las generaciones pasadas, presentes y futuras de creyentes y no creyentes.
| Fernando Bermúdez López
Esta reflexión es fruto de ocho días de silencio, meditación y contemplación en torno a "La Misa sobre el mundo" de Teilhard de Chardin, jesuita, doctor en Ciencias Naturales, filósofo, místico y poeta, científico y pensador. Teilhard había vivido de lleno los horrores de la primera guerra mundial, trabajando de camillero, recogiendo heridos, prestándoles los primeros auxilios físicos y espirituales y conduciéndolos al hospital de campaña.
En 1923 se encontraba en el desierto de Gobi entre China y Mongolia. En medio de su trabajo como paleontólogo, en un arrebato místico, redacta el texto “La Misa sobre el Mundo”. Deseaba celebrar la Eucaristía. No tiene ni pan ni vino. No tiene altar ni mesa. Sentado en una roca celebra la eucaristía sobre el mundo. Ofrece como víctima, en el altar de la tierra entera, el trabajo y el dolor de toda la humanidad.
Contempla en su imaginación la hostia consagrada como una presencia que se extiende y se adentra en toda la creación. El mundo se convierte en una gran hostia. Teilhard sentía que todo se transforma en el cuerpo y sangre de Cristo.
La Misa sobre el mundo es una Eucaristía cósmica. Es la celebración que se extiende más allá del templo. Se proyecta en el espacio hasta abarcar todo el cosmos y se prolonga en el tiempo hasta alcanzar las generaciones pasadas, presentes y futuras de creyentes y no creyentes, como señala mi amigo Juan Fernández de la Gala. Toda la Naturaleza, todo el universo es templo de Dios, un templo inmensamente más bello que las artísticas catedrales y basílicas que los hombres puedan construir. El corazón de la naturaleza es el templo de Dios.
“Y vio Dios que todo los que había hecho era bueno” (Gn 1,31). Todo fue creado por él con sabiduría infinita. De ahí, el canto y el encanto y el agradecimiento de todo cuanto existe. Seres humanos y animales del campo, aves y peces, plantas, árboles y flores, montañas y nubes, ríos, lagos y mares. Toda la creación canta a su Creador. “Laudato si”, entonaba el papa Francisco.
Canta de día el hermano sol y de noche la hermana luna. Y todas las estrellas, galaxias y planetas del universo lanzan sin fin cánticos de alabanza al Creador, Espíritu eterno que todo lo recrea. La belleza de infinidad de estrellas flotando en el universo refleja la presencia de Dios. El cosmos no es polvo de elementos inconscientes sino algo profundamente vivo y dinámico. Tiene alma. En él late la eternidad de Dios, la plenitud del Amor, reflejado en el Cristo cósmico. “En el principio era el Verbo… Todo se hizo por él” (Jn1,1-2) y es la plenitud de todo lo creado. En su muerte en la cruz da sentido al sufrimiento y muerte de todos los seres de la creación y en su resurrección los resucita a una nueva vida (Rm 8, 20-23).
Cuando Jesús dice: “Tomad, amigos míos, esta es mi carne, esta es mi sangre. Comed y bebed”. Este pedazo de pan es el cuerpo de todo el universo. “Si Cristo es el cuerpo de Dios, el pan que ofrece es también el cuerpo del cosmos. Mira profundamente y descubrirás en la luz del sol el pan. Verás en el pan el cielo azul, en las nubes, en los árboles, en las montañas verás el pan. En el acto eucarístico hay una divinización del universo entero. El universo se hace carne y sangre de Cristo”.
“El Universo, inmensa Hostia, se ha convertido misteriosa y realmente en el cuerpo de Cristo. Todo lo que existe se ha encarnado en Dios”. Teilhard de Chardin consideraba a Dios como el infinito inabarcable, pero al mismo tiempo tan cercano como un Padre y Madre. Los seres humanos y toda la creación vivimos en el medio divino sostenido por el Amor, que es el Alfa y Omega del universo, el Cristo cósmico, encarnado en la creación entera. Cristo está enraizado en el mundo hasta el corazón del átomo más pequeño.
La Eucaristía trasciende el rito y la liturgia. “La Eucaristía es, sobre todo, la existencia en comunión con el cosmos, celebrada sobre el altar del mundo, porque la Hostia es semejante a un hogar encendido desde donde se irradia y propaga la llama divina”. Participamos de una gran Eucaristía cósmica, que culminará en cada uno de nosotros cuando, en el Punto Omega de nuestra historia individual, nos acerquemos a la comunión definitiva. Una comunión cósmica que atraviesa la evolución de la humanidad y el sentido del tiempo y se abre a la esperanza escatológica.
La Eucaristía contiene una dimensión profundamente comunitaria. Es comunión con los hermanos y hermanas. En toda celebración eucarística sobre el mundo nunca estamos solos aunque físicamente lo estemos. Porque al faltar la presencia física de la comunidad, nos abrimos a toda la humanidad y a todo lo creado. Es una comunión cósmica.
“En el contexto de un mundo en guerra contra la vida, necesitamos más que nunca la sabiduría y la mística de comunión que abraza la materia en su más profunda hondura y se compromete con ella para poner en el centro la Vida, con toda su plenitud y su misterio”, señala la teóloga Pepa Torres.
La custodia que contiene el cuerpo de Cristo es el Universo y dentro de éste, la humanidad sufriente. Cristo está enraizado en el mundo hasta el corazón del átomo más pequeño y, sobre todo, en el ser humano más excluido y olvidado. Es por eso que cuando contemplamos la sagrada Hostia en una resplandeciente custodia de oro, podemos sentir que Cristo nos dice: Sacadme de aquí. Este no es mi lugar. Yo estoy en los pobres, en los niños hambrientos, en los migrantes y refugiados, en las víctimas de las guerras y en los que luchan por una nueva humanidad de justicia, paz y fraternidad. Ahí es donde yo estoy.
Hoy, en la Eucaristía sobre el mundo, contemplamos el cuerpo y sangre de Cristo, no en una custodia dorada como un sol radiante, sino entre escombros y llantos en la asolada Gaza. Es ahí donde encontramos el cuerpo del Cristo, mutilado, ensangrentado, hambriento y asesinado. Yo me pregunto si los cristianos logramos descubrir la presencia real de Cristo en esta realidad.
La “Misa sobre el mundo” de Teilhard de Chardin me enseña que la celebración de la Eucaristía no es un acto cultual sino una realidad permanente que se vive interiormente en la vida. La Eucaristía no se oye. “Oír misa”, dicen algunos. La Eucaristía se vive. Abarca toda la actividad del día y hasta el descanso. Aquel gesto histórico-teológico de Jesús de Nazaret en la noche de jueves santo, hoy es una realidad vivencial mística y cósmica. En esa Cena se concentra y revela el contenido salvador de toda su existencia: su amor y fidelidad al proyecto de Dios Padre y su compasión y amor hacia todos los seres humanos, abriéndose a toda la Creación.
Sentado a la sombra de la higuera o de la morera del huerto percibo en silencio, en profundo silencio, que no hay palabras para describir la presencia eterna de Cristo dándonos el pan y el vino para compartirlo en comunión con los pobres de este mundo. Y nos dice: "Haced esto en memoria mía". Hacer memoria de Cristo Jesús consiste en adentrarse en sus sentimientos más profundos, en una memoria permanente, no como recuerdo sino como presencia y compromiso.
No necesitamos cálices ni copones, ni incienso, ni agua bendita, ni velas, ni ropajes romanos. Es una predisposición del alma que abraza el pasado, el presente y el futuro con todas nuestras debilidades y nuestras luchas por un mundo nuevo, en el seguimiento de Jesús. La Eucaristía es una presencia existencial que abarca toda la vida y traspasa la inmensidad del universo. Todo cuanto existe evoluciona hacia el Punto Omega, plenitud del reino eterno de Dios.
Esta es la Eucaristía sobre el mundo. La única. No hay muchas misas. Es una sola, la de Cristo. Todo bautizado, esté donde esté, puede adentrarse y vivir la Eucaristía sobre el mundo. El cuerpo y sangre de Cristo están encarnados en la humanidad. Toda nuestra vida es una Eucaristía en la medida que somos uno con Cristo, glorificando a Dios.
Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre y Madre creador del Universo, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria.
Pablo, en un éxtasis de acción de gracias y de adoración, exclama: “De Cristo, por Él y para Él existe todo. A Él la gloria eterna” (Rm 11,36).
En la Eucaristía percibo que Dios todo lo hace nuevo y encuentra sentido el sufrimiento humano. La sangre de Cristo es la sangre de las víctimas inocentes y de los mártires. La muerte de todos aquellos hombres y mujeres que, a lo largo de la historia cayeron víctimas de la injusticia o soñando en un mundo más justo y fraterno, encuentra sentido en la muerte de Cristo Jesús. Su resurrección es la resurrección de la humanidad, la resurrección de la verdad, de la vida y del amor.
En medio de los ruidos de este mundo neocapitalista que ahogan el espíritu, en medio de las ambiciones de poder y de riqueza, en medio de las guerras y genocidios y de la deshumanización en la que vivimos, escuchamos en el silencio del alma el himno de la creación. Entrar en la naturaleza y sentirse parte del universo es entrar en el templo de Dios y en este templo percibimos que la última palabra sobre este mundo no la tiene la muerte sino el Dios de la vida. Esta vivencia es el sostén de nuestra esperanza. Y desde esta experiencia esperanzadora percibimos a cada criatura cantando el himno de su existencia.
Todo canta al Espíritu Creador. Canta a Dios la vida de la naturaleza, el silencio del desierto y la música del viento. Descubrimos su presencia en el canto de la fuente que brota al pie de la montaña y en el río que discurre por la vega buscando el mar. Descubrimos su presencia en los pájaros que saltan entre las ramas de los árboles, mirlos, gorriones y ruiseñores. Y en todos los animales de la tierra. También en las culebras que salen de entre los cañaverales del río. Todos los seres viven y quieren vivir y viviendo cantan al Creador.
Y sobre todo, descubrimos a Dios en la humanidad sufriente, en los niños y niñas bombardeados en Gaza y en las madres palestinas abrazando a sus hijos muertos, ametrallados y en todos los hambrientos de la tierra. Descubrimos a Dios en los migrantes y refugiados que abandonan su tierra en busca de una vida digna, arriesgando sus vidas atravesando desiertos y metidos en cayucos donde muchos mueren ahogados en el mar. ”Fui forastero y me acogisteis”, dice Dios. Proclamamos con el arzobispo emérito de Tánger, Santiago Agrelo, que los que llaman a nuestras puertas no son extraños, son hermanos, son Cristo Jesús, quien dijo que lo que se haga con uno de ellos con él se hace (Mt 25, 31 y ss). Por eso nos duele y no nos deja indiferentes los discursos de odio de aquellos políticos de la ultraderecha criminalizando a los llaman a nuestras puertas.
Descubrimos al Dios Padre y Madre de misericordia, ofreciendo perdón a los que reconocen sus pecados y debilidades y se comprometen por un cambio personal y estructural.
Dios se nos hace presente en todo. En el silencio, lejos de los ruidos, escuchamos y saboreamos los cánticos del universo y la presencia resucitada del Cristo cósmico, sentido de la historia humana y plenitud de la creación.
Toda la creación, con todos los seres humanos, estamos en el corazón de Dios. En él vivimos, nos movemos y existimos. Su presencia nos envuelve, encendiendo en nosotros un estado permanente y profundo de adoración y acción de gracias. Así vivimos la Eucaristía cósmica.
¡Laudate omnes gentes, laudate Deum!
Julio 2025[U1]