Reflexión sobre la liturgia

Cuando el Concilio Vaticano II aprobó la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, se inició la más importante reforma litúrgica de la historia de la Iglesia, que incorporaba un modelo de comunión y participación muy diferente a lo que estaba en vigor. Desde entonces ha llovido mucho, lo suficiente para observar cuánto nos queda para vivir intensamente la celebración cristiana con el objetivo de que la vida litúrgica enganche con la vida misma.

¿Hasta cuando los fieles vamos a participar como espectadores pasivos? La sacramentalidad de la celebración se nutre de signos: gestos, elementos, movimientos, cantos lenguaje y silencios; cosas como el pan, el vino, el agua, el fuego son los símbolos que hablan de una experiencia de fe concreta en Cristo. Son expresiones y medios que pretenden un lenguaje común que llegue al hombre y a la mujer de nuestro tiempo.

Recuerdo que el obispo Pere Tena (estuvo de obispo auxiliar de Barcelona) como experto en liturgia, afirmaba que la liturgia debe ser desinteresada, gratuita, contemplativa e inculturizada para que “se respire la comunión de la asamblea como Iglesia reunida alrededor de su Señor”. Es una celebración, por tanto, esperanzada, solidaria y participativa que favorezca el signo principal cristiano: la alegría Es que si estas bases, no es una celebración de Buena Noticia que transparente la gloria de Dios en la dureza del día a día, que confiesa su fe y se deja guiar por el Espíritu expresando su presencia de forma compartida en la fraternidad de los cantos, las palabras y los silencios.

Primero la participación, y del sentimiento compartido nacen las plegarias y los cantos aunque algunos se creen que cantando y cantando ya estamos participando íntimamente en una excelsa comunidad. Y eso, a nada que reflexionemos, eso no es verdad.

No hay más que recordar las reglas establecidas por Roma en la Instrucción Redemptionis Sacramentum (2004), donde se aprecia la poca relevancia que tiene la vivencia en el sentido que acabamos de comentar en favor de un formalismo y una normas obligatorias muy rígidas, como si el cumplimiento de las mismas fuesen la garantía de una celebración comunitaria y participada con gozo.

Dicha directriz indica que los fieles “tienen derecho” a que la autoridad eclesiástica regule la sagrada Liturgia “de forma plena y eficaz” ¿A qué se refiere? ¿Por qué se permite el latín en la misa y con el cura de espaldas a los fieles? ¿Alguien se imagina celebrar un ágape de unas bodas de plata de espaldas a la familia y los amigos? ¿Nos imaginamos a Jesús de Nazareth compartiendo con sus amigos y seguidores la Última Cena de espaldas, con rigidez, distante y sin utilizar su lengua aramea?

Es una gran pena que haya que esperar a celebraciones “especiales” para degustar eucaristías más compartidas, en clave de “la cena del Señor” donde el celebrante no acapara los rezos y no cabe espacio para la espontaneidad, tan importante en cualquier manifestación sentida y vivida de fe y buena noticia. Somos una comunidad y no se puede hacer comunidad de vida desde los silencios reverenciales. El respeto no está en el miedo ni en las formas envaradas y contenidos de todo sentimiento no reglado, impropio ante un Dios Padre y Madre que quiere que se manifieste y se reproduzca su amor desbordante para compartirlo con los demás.


Jesús no se comportó así en una sociedad totalmente jerarquizada y estricta, mucho más que la nuestra, sino que “transgredió” las formas establecidas con el objetivo de acercarse e inocular su amor gozoso a sus coetáneos. Pero estamos donde estamos, veintiún siglos después, a lo peor porque no encontramos espacio litúrgico para la celebración gozosa en torno a Cristo.
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