Ante el miedo humano por excelencia

Si el miedo a la incertidumbre y el fracaso es una de nuestras pesadillas recurrentes, ¿cómo no vamos a sentir miedo sabiendo que un día dejaremos de existir? El miedo a la muerte es el que más nos angustia y estremece, y sobre todo nos pone cara a cara con la dimensión definitiva e incuestionable de nuestra existencia: la finitud.

Para Edgar Morin, ya no es un simple acontecimiento, como lo pensaban nuestros antepasados neandertales, ahora es algo que se encuentra inserto en la misma consciencia y constitución ontológica del ser humano, consciente de estar abocado a ella.

Este temor se acrecienta cuando nos aferramos a la vida de manera equivocada, huyendo hacia adelante, tantas veces, sin aceptar constructivamente la finitud ineludible. Ya desde niños nos enseñaron a evadir e incluso a rechazar la muerte, que es la manera mejor de convertirla en una patología, sobre todo en la cultura occidental. Pero lo cierto es que existen maneras más sanas de hacerlo que desde el fatalismo y la soberbia.

Qué bueno sería incluir en las escuelas la formación cómo gestionar la vida, los afectos, el amor verdadero y la experiencia de la pérdida, con el fin de superar este miedo existencial y entender la muerte como parte de mi vida. Cuando el ser humano acepta mejor la muerte, aprecia y respeta mejor la vida. Pero esta experiencia vital es poco frecuente en nuestra cultura superficial que elude las grandes preguntas sobre el sentido de la existencia.

En la cultura utilitarista, el moribundo “no sirve para nada” y la muerte es una mera experiencia de aniquilación. Pero cuando asumimos conscientemente nuestra mortalidad, aun estando llenos de incertidumbres, comenzamos realmente a vivir aprovechando cada instante y transformando los momentos que lo cotidiano nos ofrece en algo más que en una existencia vegetativa. ¡Cuánta creación artística y científica está marcada ser conscientes de nuestro ser finito! Solo hay que recordar las experiencias luminosas que nos brindan muchísimas biografías.

Frente a la fragilidad de la finitud cercana, Cicely Saunders (1918-2005) dio un gran paso en su labor transformadora de los cuidados a los moribundos desde el respeto profundo a la dignidad de cada persona haciendo de la vocación un ejercicio de entrega por amor al Evangelio. Todo pasa por comprender que los moribundos necesitan hablar de su vida, darle sentido, perdonarse a sí mismo y a los demás, reconciliarse con el final.

La persona que se enfrenta a la muerte no es la única que experimenta muchos temores; están los familiares y allegados que pueden sufrir incluso con mayor intensidad que la personas con los días contados. En definitiva, podemos decir que el miedo a la muerte se conjuga en plural.

Saunders nos recuerda que cuando Jesús dijo “velad conmigo” no pretendía decir “entended lo que está pasando”. “Velad conmigo” significa sencillamente, y sobre todo, “estad ahí”. No podría entonces haber significado “apartad”, “explicad” o incluso “comprended” (mi sufrimiento). Es necesario hablar de la muerte como una parte positiva de la vida, como hizo la pionera Saunders: “Si ponemos en juego no sólo nuestra capacidad profesional sino también nuestra común y vulnerable humanidad, no necesitaremos palabras, sino solo una escucha atenta”.

El fundamento más importante de ese velar, “estar”, es la esperanza de que mientras velamos, seamos capaces de aprender no solo cómo librar a los pacientes del dolor y la angustia, sino cómo entenderles y nunca abandonarlos, y también cómo estar en silencio, cómo escucharles y cómo sencillamente estar ahí. En este proceso de aprendizaje, también descubriremos los cristianos que el trabajo real no es únicamente nuestro.

Por tanto, la respuesta cristiana al misterio del sufrimiento y de la muerte no es una explicación sino una Presencia. No hay respuestas fáciles, hay muchos momentos en los que tan solo un crucifijo puede sostenerte, cuando la única oración es “Jesús-Salvador” y “Tú sabes, Señor”; cuando la única respuesta no son palabras, sino una presencia. Todo esto va más allá de la ciencia y de los paliativistas, cuya labor no va de bien morir sino de bien vivir hasta el final.

Saunders tenía muy claro que la pregunta ¿cómo? sobrepasa a la de ¿por qué? Para la primera cuestión sí que hay respuesta, pero el problema exigente del por qué, encuentra en el amor, es decir, la clave para dar respuesta a todas las preguntas, pues es en el amor donde aprendemos a esperar las respuestas completas.  

Su misión es sencilla y radical: “Tú me importas por ser tú, importas hasta el último momento de tu vida y haremos todo lo que esté a nuestro alcance, no solo para ayudarte a morir en paz, sino también a vivir hasta el día en que mueras”. La esencia del cuidado paliativo nace del amor... algo que nos sirve también en todo tiempo con los prójimos en los que Cristo se hace el encontradizo cada día.

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