La paz no viene sola
| Gabriel Mª Otalora
Entre todo lo que tenemos que agradecer a Dios, quiero destacar que se manifiesta como el garante de la verdadera paz. Sin embargo, nos parece algo cada vez más lejano de sentir por dentro y de vivir por fuera. Qué pronto la vida nos planta en el dolor y el sufrimiento intolerables, propios o ajenos -sobre todo en tantos inocentes, como ocurre hoy en Gaza- que impiden la ansiada paz interior, la que no está supeditada a los acontecimientos externos.
En el diario espiritual de Etty Hillesum escrito poco antes de partir a un campo de concentración nazi, reflexiona así: “Si algún día se instala la paz, ésta solo podrá ser auténtica si cada individuo hace la paz primero en sí mismo, si arranca de sí todo sufrimiento de odio hacia cualquier raza o pueblo, o bien si domina ese odio y lo transforma en otra cosa, quizás incluso, a la alarga en amor". Y en otro lugar: "Ya no creo en absoluto que podamos corregir nada en el mundo exterior que no hayamos corregido primero en nosotros".
La persona subsiste superándose, no violentando las conciencias de los demás. Nada de grandes Cruzadas ni fastos, nada de imposiciones con nuestra verdad. Hacen falta hechos, comenzando por domeñar nuestros demonios interiores. A través de la paz interior se puede conseguir la paz mundial, decía el Dalai Lama. Parece, pues, evidente que la responsabilidad individual: la atmósfera de paz debe ser creada dentro de uno mismo como requisito para que pueda germinar en la familia y luego en la sociedad… hasta que llegue a los dirigentes del mundo. No es algo utópico, ocurre sobre todo tras una gran conmoción, de una guerra, cuando los horrores todavía están en carne viva, y el corazón de las personas rezuma humanidad consternado. Tras la II Guerra Mundial se firmo la Carta de Derechos ONU por una gran mayoría de países, por primera vez en la historia.
¿Por qué no vivir la paz como un objetivo diario y comprometido, haciendo Reino en el círculo de influencia personal? Cuando algunos se preguntan para qué sirven los monasterios en pleno siglo XXI, es porque desconocen que sus moradores viven trabajando sus debilidades para alcanzar la paz -personal y en comunidad- que Cristo prometió. No hay más que hablar con una monja o un monje retirados a orar en sus cenobios para darse cuenta de lo transformador que resulta encontrarte a una persona que irradia paz. Todas las personas que la alcanzan, sean monjes o no, tienen una mirada especial y da gusto estar con ellos. Se les nota. En realidad, es un premio al esfuerzo que realizan para transformar la vida aceptando sus limitaciones y grandezas. No son en absoluto pánfilos. Sus miradas reflejan dulzura y sabiduría gracias a su actitud; han logrado un estadio seductor que a todos nos gustaría llegar.
La falta de paz interior tiene mucho que ver con la incapacidad de aceptarnos como somos en nuestros perfeccionismos estériles. Y todavía peor, con no confiar en la capacidad de Dios para transformarnos poniendo la confianza en Él. No la experimentamos porque eso requiere del salto confiado por encima de nuestros fallos; y por el miedo a sufrir. Pero la medida de la providencia divina para nosotros, afirma san Juan de la Cruz, es la confianza que tenemos en ella. Y la medida de nuestra paz interior será la de nuestro abandono en Dios porque es infinitamente más capaz de hacernos felices de lo que intentamos con nuestros afanes. Dicho abandono es un fruto del Espíritu que recibimos por la oración. Si queremos y confiamos, lo lograremos. Invito al lector a orar con el salmo 23 degustando la ternura pacificadora del Padre.
La paz interior es lo más cercano a la felicidad. Etty Hellisum tenía razón en que debe trabajarse por y en cada persona. Así lo hacemos en otros estadios del bienestar, como la forma física, las aptitudes profesionales o las habilidades sociales. Una paz cuyo fruto inmediato es querer el bien de los demás lo que nos hace más tolerantes y comprensivos. En resumen, quererme mejor para amar al prójimo.