Muerte apasionada en-favor-de y no a-causa-de: sobre el relato de la "pasión" en Mateo


El texto de Mt 26,14–27 es denominado tradicionalmente “Pasión de Nuestro Señor Jesucristo”. Tal vez la indicación primera de su naturaleza pasional pueda decirnos que el amor –y no el sufrimiento– es el inicio y el final de esta historia.

No nos enfrentamos acá a una narración común sino, según los exégetas, a uno de los relatos más antiguos conservados por las comunidades cristianas tanto por su fuerza como por la vivacidad de las escenas que tiene. Y precisamente está dividida en escenas porque no es una prosa, sino una obra de teatro que culmina los relatos de los evangelios y los orienta hacia sí.

Nuestra historia comienza en la cena, la última cena que Jesús tiene con los suyos. Precisamente lo que haría esa noche será lo que, materialmente, haría la mañana siguiente. En una cena que los evangelistas asocian a la fiesta de la pascua, de la liberación del pueblo, Jesús les invita a partir el pan y a beber el vino, les invita a darse por los demás como él siempre lo ha hecho y lo representa con elementos básicos en la dieta mediterránea. Comer el pan y el vino representa, más que “comer y beber la carne y la sangre de un dios”, en los códigos de los evangelios, implicar la vida en ese proyecto que Jesús llamó “Reino de Dios”. Las imágenes cruentas y sacrificiales están lejos de este imaginario.

Al salir de esa cena, se desata el drama y los personajes cercanos le dan la espalda: los discípulos se duermen mientras él reza, Pedro le niega y Judas lo entrega a cambio de dinero. No es el momento de discutir sobre la culpabilidad de Judas, pero su desesperación y posterior suicidio sugieren que las cosas no salieron como él pensaba. Al ser entregado, Jesús es llevado a un “juicio” ante los poderes religiosos de su tiempo. Un juicio hipócrita porque como muchos de los crucificados de la historia ya estaba condenado sin siquiera poder defenderse. Jesús se compara al “hijo de hombre” de Daniel y el Sumo Sacerdote ha hallado su “blasfemia” que justifica las humillaciones y escupitajos posteriores.

Jesús, el laico, el hombre libre, se enfrenta delante de la sociedad religiosa y política de su época: Caifás y Pilato. Lo mata la institucionalidad que piensa en sí misma y no en la felicidad de las personas. Caifás lo interroga en códigos religiosos sobre su condición de “hijo de Dios”, Pilato lo hace en códigos políticos sobre su condición de “rey de los judíos”, pero lo que hacen los dos es afirmar una misma cosa: Eres una amenaza para nuestros intereses, tu proyecto del “reino” destruye nuestro estatus y nos desnuda. El desnudo no era Jesús en la cruz, sino los poderosos que reaccionan con agresividad cuando no tienen respuesta.

Es realmente interesante que sea el “todo el pueblo” (panta ho laos) quien, ante la opción que Pilato les coloca para escoger, seleccione a Jesús. El evangelista Mateo limpia un poco las manos de Pilato, de hecho es el único texto que tiene la imagen de “lavarse las manos como Pilatos”, pero le arroja la responsabilidad a lo que él llama “el pueblo judío”. En realidad, en esa época es engañoso hablar de “judaísmo”, de un judaísmo inclusive, así como también de la ficción del juicio de Jesús que nadie vio porque estos procedimientos se realizaban a puerta cerrada y duraban pocos minutos (Brown). Todo responde a la teología del evangelista: Jesús inaugura un “nuevo Israel” y sus promesas van a la iglesia ahora. Desgraciadamente, este texto sirvió como justificación para los odios antisemitas, mejor aún antijudíos, de toda la historia que se fundamentaban en un “deicidio”. Nada de esto está en el Evangelio.

Jesús asume su cruz. No se baja de ella. No porque sea un masoquista, no porque esté pensando en que es “el sacrificio” a cambio de la vida de la humanidad, como si su Padre fuera un sádico que pide sangre para dar su amor. No. Las ideas de sacrificio están exentas de su proyecto y le pertenecen más a Pablo y al autor de la carta a los Hebreos. El “por” (hyper) de “murió por nosotros” no significa que murió “a causa de nosotros”, sino “en favor de nosotros”. La gracia del Dios de Jesús va más allá de intercambios. La gracia del Dios es eso: ¡gracia gratuita! Las humillaciones, las burlas, la sangre derramada son consecuencia de su entero compromiso de ir hasta el final con lo que había predicado: pudo haber huido, pudo haberse callado, pero no echó para atrás para no traicionar su conciencia y no serle infiel a su proyecto.

Jesús no fue un suicida. No buscó el martirio, que nunca se busca si es verdadero. Nunca quiso el sufrimiento ni para él ni para nadie. Dedicó su vida a combatirlo en la enfermedad, las injusticias, la marginación o la desesperanza. Vivió entregado a “buscar el reino de Dios y su justicia”: ese mundo más digno y dichoso para todos y todas. Nada lo detuvo (Pagola). Y si morirá en el suplicio de la cruz es como consecuencia de su compromiso firme y apasionado con el proyecto de su Padre. Su poder, tal como logró identificarlo el centurión al verlo morir, no está en lo vistoso y extraordinario, sino en la entrega plena y vital. Dios está con todos los que, como Jesús, mueren inocentemente hoy, está al lado de todos los que sufren y viven marginación, pero también está en quienes podemos reconfigurar esta situación y transformar la muerte en vida con nuestra vida. La muerte de Jesús es vida-para, vida-por, vida-en-favor de todos y todas.
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