Precursores y aliados del nazismo en los Estados Unidos (traducción)



Publicado hace un año, la novela de Philip Roth “El complot contra América” imaginaba la llegada a la presidencia de los Estados Unidos, en 1940, de Charles Lindbergh. Si la victoria del célebre aviador, antisemita notorio y simpatizante del régimen nazi, sobre Franklin Delano Roosevelt fuera una ficción, la influencia del nazismo al otro lado del Atlántico sería una realidad. La prueba son los escritos de Henry Ford. Más aún: los proponentes americanos de la eugenesia y del racismo inspiraron a Adolf Hitler.

por Michael Löwy y Eleni Varikas

Algunos, como Daniel Goldhagen, intentaron explicar el nazismo como una perversidad antisemita exclusivamente alemana; otros, como Ernst Nolte, en un espíritu visiblemente apologético, hablan de comportamiento “asiático” o de imitación de los bolcheviques. Y si, como tan pronto lo percibió Hannah Arendt, ¿el racismo y el antisemitismo nazi tuvieran fuentes occidentales (1) y sobretodo filiación norteamericana? En efecto, entre los lectores favoritos de los fundadores del III Reich se encuentra el libro de un personaje americano altamente representativo: Henry Ford. Por otra parte, las doctrinas científicas y las practicas racistas políticas y jurídicas de los Estados Unidos tuvieron un impacto nada despreciable sobre las corrientes equivalentes en Alemania.

Esta conexión americana demuestra de seguido la larga tradición de la fabricación jurídica de la raza –una tradición que ejerce una gran fascinación sobre el movimiento nazi desde sus orígenes. En efecto, para las razones históricas, ligadas entre otras a la práctica ininterrumpida durante siglos de la esclavitud de los negros, los Estados Unidos ofrecen el caso posiblemente único de una metrópolis que ejerció en su propio suelo, una clasificación racista oficial como fundamento de la ciudadanía.

Ya sean las definiciones de “blancura” y “negritud” que, no obstante su inestabilidad, se suceden desde hace tres siglos y medio como categorías jurídicas, ya sean las políticas de inmigración envidiadas por Adolf Hitler desde los años 1920 o las prácticas de esterilización obligatoria en ciertos estados muchos decenios antes del ascenso del nazismo en Alemania, la conexión americana ofrece un terreno privilegiado, aunque no único, para repensar las fuentes propiamente modernas del nazismo y las continuidades no declaradas con ciertas prácticas políticas de las sociedades occidentales (comprendidas también en la democracia).

La esterilización obligatoria institucionalizada

Denunciar el antisemitismo y el judeicidio es uno de los componentes más importantes de la política dominante de los Estados Unidos hoy. Tanto mejor. Sin embargo, reina un silencio avergonzado sobre los ligámenes, las afinidades, las conexiones entre personajes importantes de la élite económica y científica del país y la Alemania nazi. No es sino en el curso de los últimos años que han aparecido libros que abordan de frente estas preguntas embarazosas. Dos de estas obras nos parecen merecedoras de una atención particular: The Nazi Connection (2), de Stefan Kühl, y The American Axis (3), de Max Wallace. Kühl es un universitario alemán que hizo investigaciones en Estados Unidos y Wallace un periodista americano radicado desde hace mucho en Canadá.

“Hay hoy un país donde se pueden ver los orígenes de una mejor concepción de la ciudadanía” escribía Hitler en 1924. Se refería al esfuerzo de los Estados Unidos por mantener la “preponderancia de la raíz nórdica” para su política relativa a la inmigración y a la naturalización. El proyecto de “higiene racial” desarrollado en Mein Kampf tomaba como modelo la Immigration Restriction Act (1924) que prohibía la entrada en los Estados Unidos a los individuos que sufrían de enfermedades hereditarias como a los inmigrantes provenientes de la Europa del Sur y del Este. Cuando, en 1933, los nazis desarrollaron su programa por el “mejoramiento” de la población, la esterilización forzada y la reglamentación de los matrimonios, se inspiraron abiertamente en los Estados Unidos donde muchos estados aplicaron ya desde decenios la esterilización de los “deficientes”, una práctica sancionada por la corte suprema en 1927.

El estudio remarcable de Kühl rastrea esta siniestra filiación estudiando los estrechos vínculos que se tejen entre eugenistas americanos y alemanes en el período entre guerras, la transferencia de ideas científicas y de prácticas jurídicas y médicas. Bien documentada y defendida con rigor, la tesis principal del autor es que el apoyo continuo y sistemático de los eugenistas americanos a sus colegas alemanes hasta la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y su adhesión a la mayor parte de las medidas de la política racial nazi constituyeron una fuente importante de legitimación científica del estado racista de Hitler.

Confrontando una parte considerable de la historiografía dominante, Kühl muestra cómo los eugenistas americanos que se dejaron seducir por la retórica nazi de la higiene racial no eran un puñado de extremistas o marginados, sino un grupo considerable de científicos que no vieron atenuado su entusiasmo cuando esta retórica se convirtió en realidad. El estudio de los cambios de relación entre las dos comunidades científicas permite al sociólogo e historiador alemán sacar a la luz los aspectos múltiples de la influencia que ejerció, sobre los adeptos de la higiene racial, los “progresos” de la eugenesia americana –notablemente la eficacia de una política de inmigración que “combinaba la selección étnica y eugenésica”– y el éxito que conoció el movimiento eugenésico americano haciendo adoptar las leyes en favor de la esterilización obligatoria.

Mientras que, en la república de Weimar, trabajadores sociales y responsables de la salud pública se preocupaban por reducir los costos de la protección social, los especialistas de la higiene racial volvían la mirada hacia las medidas de esterilización obligatoria practicada en múltiples estados de América del Norte para reducir el costo producido por las personas “deficientes”. La referencia a los Estados Unidos, primer país en institucionalizar la esterilización obligatoria, abunda en todas las tesis médicas de la época. Una de las explicaciones, considerada avanzadas, para explicar este estatus de vanguardia con que jugaba la eugenesia americana era la presencia de los negros, que habían “obligado muy temprano a la población blanca a recorrer un programa sistemático de mejoramiento de la raza”. Esta misma explicación será profundizada más tarde por los apologetas americanos del régimen nazi como el genetista T. U. H. Ellinger que comparaba la persecución de los judíos con el tratamiento brutal de los negros en los Estados Unidos.

Con el ascenso del nazismo, los eugenistas americanos, siguiendo el ejemplo de Joseph DeJarnette, miembro de un movimiento de promoción de la esterilización en Virginia, descubrieron con sorpresa y fascinación que “los alemanes nos vencen en nuestro propio juego…”. Esto no impide, al menos hasta la entrada de los Estados Unidos en la guerra (diciembre de 1941), su apoyo activo a las políticas racistas de los nazis, no más que el silencio de la gran mayoría de los eugenistas frente a la persecución de judíos y gitanos, de negros del III Reich. Es cierto que la comunidad eugenista no era homogénea como lo muestran las denuncias virulentas de científicos como los eugenistas sociales Herman Muller y Walter Landauer, así como del genetista progresista L.C. Dunn y del célebre antropólogo Franz Boas. Pero, contrariamente a los dos últimos que fueron críticos hacia la eugenesia, Muller y Landauer condujeron una crítica “científica” del nazismo que, al tiempo que negaba la jerarquía de razas, reconocía la necesidad de mejorar la especie humana por la promoción de la reproducción de individuos “capaces” y la prohibición de aquellos individuos “inferiores”.

Un vocabulario biológico, médico e higienista

El capítulo 6 del libro de Kühl, “Ciencia y racismo. La influencia de conceptos diversos de raza sobre las actitudes hacia las políticas racistas nazis”, desmiente la tesis canónica según la cual las tendencias “pseudo-científicas” de la eugenesia americana –responsable de la ley racista de 1924 sobre la inmigración– habían cedido lugar, desde los años 1930, a una eugenesia progresista más “científica” en ruptura total con la higiene racial.

La compleja tipología que construye el autor demuestra que las diferenciaciones en el seno del movimiento eugenista americano no tenían nada que ver con su transformación más “científica”. Subraya que la lucha al interior de la comunidad científica internacional sobre el tema de la política racial nazi era sobre todo una lucha entre posiciones científicas divergentes relativas al mejoramiento de la raza y a los medios científicos, económicos y políticos para llegar a ello.

Es la razón por la cual el autor propone dos nociones –“racismo étnico” y “racismo genético”– que estima necesarios para la comprensión del fenómeno estudiado. El primero fue condenado abiertamente por el tribunal de Núremberg en 1946; para el segundo, fue más difícil. Por una parte, la mayoría de los higienistas raciales no fueron juzgados por la esterilización obligatoria de cuatrocientos mil personas. Por otra parte, la investigación reciente mostró que una parte de la acusación intentó presentar las masacres en masa y las experiencias en los campos como prácticas apartadas de la “eugenesia auténtica”.

En 1939, Ellinger escribía en el Journal of Heredity que la persecución de los judíos no era una persecución religiosa sino “un proyecto de selección a gran escala en vista de eliminar de la nación los atributos hereditarios de la raza semita”. Y agrega: “pero cuándo se trata de saber cómo el proyecto de selección puede ser realizado con la mayor eficacia, una vez que los políticos decidieron a su conveniencia, en ese momento la ciencia puede asistir a los nazis”. Algunos años más tarde Karl Brandt, el jefe del programa de eliminación de personas discapacitadas declaraba frente a sus jueces que esto había sido fundado en las experiencias americanas datadas por algunos en 1907. Citó en su defensa a Alexis Carrel, el cual una de nuestras universidades llevaba aún ese nombre (4).

La obra de Wallace analiza las relaciones con los nazis de dos íconos americanos del siglo XX: el constructor del automóvil Ford y el aviador Charles Lindbergh. Este último, consagrado héroe de la aviación luego de haber atravesado por primera vez el Atlántico (1927), jugará un rol político significativo en los años 1930 como simpatizante americano del III Reich y, a partir de 1939, como uno de sus organizadores (junto con Ford) de la campaña contra Roosevelt, acusado de querer intervenir en Europa contra las potencias del Eje.

Menos conocido, el caso de Ford es el más importante. Como lo muestra muy bien Wallace –es uno de los puntos fuertes de su libro–, The International Jew (1920-1922) de Ford, inspirado por el antisemitismo más brutal, tuvo un impacto considerable en Alemania. Traducido desde 1921 en Alemania, fue una de las principales fuentes del antisemitismo nacional-socialista y de las ideas de Hitler. En diciembre de 1922, un periodista del New York Times de visita por Alemania, relata que “la pared situada tras el escritorio de Hitler, en su oficina privada, está decorada por un gran cuadro representando a Henry Ford”. En la antecámara, una esa estaba cubierta de ejemplares de Der Internationale Jude. Otro artículo del mismo periódico americano publica, en febrero de 1923, las declaraciones de Erhard Auer, vice-presidente de la Dieta de Baviera, acusando a Ford de financiar a Hitler porque le era favorable a su programa previsto para la “exterminación de los judíos en Alemania”.

Wallace observa que este artículo es una de las primeras referencias conocidas de los proyectos exterminadores de la dirigencia nazi. Finalmente, el 8 de marzo de 1923, en una entrevista del Chicago Tribune, Hitler declaraba: “Consideramos a Heinrich Ford como el líder del movimiento fascisti creciente en América […] Admiramos particularmente su política antijudía que es la misma plataforma de los fascisti bávaros” (5). En Mein Kampf, que aparecerá dos años más tarde, el autor rinde homenaje a Ford, el único individuo que se resiste a los judíos en América, pero su deuda con la industria es mucho más importante. Las ideas de The International Jew están omnipresentes en el libro. Algunos pasajes son extractos casi literales, notablemente en lo que concierne al rol de los conspiradores judíos en las revoluciones en Alemania y Rusia.

Algunos años más tarde, en 1933, una vez que el partido nazi está en el poder, Edmund Heine, gerente de la filial alemana de Ford, escribió al secretario de la industria americana, Ernest Liebold para decirle que The International Jew era utilizado por el nuevo gobierno para educar a la nación alemana en la compresión de la “cuestión judía” (6). Mediante la recopilación de esta documentación, Wallace estableció, de manera incontestable, que el constructor de automóviles americano estaba presente entre las fuentes más significativas del antisemitismo del nacional-socialismo.

Como lo recuerda Wallace, Hitler hizo atribuir en 1938 a Ford, por mediación del cónsul alemán en Estados Unidos, la gran cruz de la orden suprema del águila alemana, una distinción creada en 1937 para honrar a grandes personalidades extranjeras. Previamente, la medalla, una cruz de Malta rodeada de esvásticas, había sido atribuida a Benito Mussolini.

No obstante, Wallace no nos explica por qué, considerando la abundancia de trabajos antisemitas europeos, notablemente alemanes, el autor de Mein Kampf llegó al punto de fascinarse por la obra americana. ¿Por qué adornó su oficina con el retrato de Ford y no del de Paul Lagarde, Moeller Van der Bruck y de tantos otros ideólogos antisemitas alemanes? Además del prestigio asociado al nombre de la industria, parece que tres razones pueden explicar este interés por The International Jew: la modernidad del argumento; su vocabulario “biológico”, “médico” e “higienista”; su carácter de síntesis sistemática, articulando en un discurso grandioso, coherente y global, el conjunto de diatribas antisemitas de la post-guerra; en fin, su perspectiva internacional, planetaria, mundial.

« Lo leí y me hice antisemita »

Wallace muestra, apoyado en documentos, que Hitler no fue el único de los dirigentes nazis en poner a prueba la influencia del libro fabricado en Dearborn. Baldur von Schirach, líder de la Hitlerjugend y, más tarde, gauleiter [líder de zona, n. del traductor] de Viena, declara durante el proceso de Núremberg: “El libro antisemita decisivo que leí en esta época y el libro que influenció a mis camaradas es el del Henry Ford, The International Jew. Lo leí y me hice antisemita”. Joseph Goebbels y Alfred Rosenberg figuran igualmente entre los dirigentes que mencionaron esta obra en el número de referencias importantes de la ideología del Partido Nacional Socialista Alemán (NSDAP) (7).

En Julio de 1927, amenazado por un proceso de difamación e inquieto por la caída de ventas de sus vehículos, Ford se había retractado formalmente. En un comunicado de prensa, él afirmaba sin dudarlo “no haber sido informado” del contenido de los artículos antisemitas aparecidos en The Dearborn Independent y le pedía a los judíos “perdón por el mal involuntariamente infringido” por la sátira The International Jew (8). Juzgado poco sincero por una buena parte de la prensa americana, esta declaración, sin embargo, permitirá a Ford librarse de su responsabilidad penal. Ello no hizo que dejara de apoyar, de manera solapada, una serie de actividades y de publicaciones de carácter antisemita (9).

“Ford precursor del nazismo” ha sido una idea velada por mucho tiempo en los Estados Unidos para mantener la gran industria moderna productora de automóviles fabricados en serie con precios realmente económicos. Se trata del hombre que el escritor inglés Aldous Huxley presentaba irónicamente, en Un mundo feliz (1932), como una divinidad moderna: la plegaria dirigida a “Our Ford” remplazaba la antigua oración dirigida a “Our Lord” (“Nuestro Señor”).

Este largo silencio incómodo es comprensible. El “caso” Ford saca a la luz temas sensibles del lugar del racismo norteamericano y sobre las relaciones de nuestra “civilización occidental” con el III Reich, entre la modernidad y el antisemitismo más delirante, entre progreso económico y regresión humana. El término “regresión" no es, de forma alguna, pertinente: un libro como The International Jew no habría podido ser escrito antes del siglo XX así como el antisemitismo nazi fue también un fenómeno radicalmente nuevo. El "expediente" Ford arroja una luz fuerte sobre las antinomias de lo que Norbert Elias llamaba “proceso de civilización”.

Michael Löwy es director de investigación emérito en el Centre National de la Recherche Scientifique(CNRS).

Eleni Varikas es profesora en la Universidad Paris-VIII (Saint-Denis).

Referencias

(1) Cf. La demostración que hizo Hannah Arendt, en lo que concierne al colonialismo, el imperialismo y el antisemitismo europeo, en el primero y segundo volumen de Los orígenes del totalitarismo. Para una actualización y profundización de esta tesis, cf. Enzo Traverso, La Violence nazie, Paris, La Fabrique, 2002.
(2) Stefan Kühl, The Nazi Connection. Eugenics, American Racism, and German National Socialism, Oxford University Press, New York, 1994.
(3) Max Wallace, The American Axis. Henry Ford, Charles Lindbergh, and the Rise of the Third Reich, St. Martin’s Press, New York, 2004.
(4) La facultad de medicina Lyon-I, hasta 1996.
(5) Max Wallace, The American Axis, p. 45-46.
(6) Ibid., p. 130.
(7) Ibid., p. 42, 57.
(8) Ibid., p. 31-33.
(9) Sobre las conexiones antisemitas y filonazis de Ford en los años 1930, y sobre su alianza con Lindbergh, leer las páginas 124-145 y 239-266.

Traducción: Hanzel José Zúñiga Valerio.
Texto original de marzo 2007: https://www.monde-diplomatique.fr/2007/04/LOWY/14602
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