Juan Masiá, el quitacargas y el quitamiedos

"Este hombre es un quitacargas". Así me decía una mujer que, al final de la conferencia, se acercó a saludar a Juan Masiá y a un servidor. En la sala abarrotada del Club Faro de Vigo, el catedrático jesuita había pronunciado una sabrosa conferencia sobre su libro 'Cuidar la vida' (Herder-RD). Estaba previsto que su presentador fuese el teólogo gallego, Andrés Torres Queiruga, pero un imponderable de última hora hizo que no pudiese estar presente físicamente. Pero Andrés mandó una bella presentación en gallego de Juan y de su obra, que tuve el gusto de leer a mis paisanos.

En su presentación, Andrés comienza diciendo que "Juan Masiá, con su vida, con su talante y con su obra, es una de las personas que, en el mundo actual, está contribuyendo a la aproximación de Oriente y Occidente, a ese parto cultural que va a marcar profundamente el futuro de la humanidad".

Y, a continuación, pasa a glosar el talante de Masiá. Un talante "siempre elegante y mesurado. Como jesuita que es, no lo voy a comparar con una geisha, pero en él es perceptible ese equilibrio sutil, esa delicadeza en el gesto intelectual, esa serenidad en el movimiento de las razones y en el paso harmónico en el proceso de diálogo entre las distintas posturas. Un talante tan necesario hoy, un tiempo repleto de agresividades y continuamente roto por gritos extremistas".

Y de la persona, al libro: "Juan huye de los extremismos estériles, para situar la reflexión en el justo medio de la justa solución. Se niega a encerrar la complejidad de la vida entre las paredes opuestas del sí y del no sin matices ni atenciones a las heridas de la convivencia o a las querencias del corazón".

Con ese talante tan bellamente descrito por Queiruga, Juan pronunció una conferencia basada en casos concretos. Encadenados unos en otros. Sobre el aborto, la contracepción, la eutanasia o la fecundación in vitro. Temas delicados y de frontera que Juan trata con una finura exquisita.

Toda una lección de desmonte de pesadas cargas morales. Todo un ejercicio de pasar de la moral del semáforo a la de la brújula. Una tarea nada fácil. La gente sólo quiere saber si se puede o no se puede hacer tal o cual cosa. Y, en la mayoría de los casos, los curas, en vez de acompañar a la spersonas en la búsqueda de las respuestas, lo que hacen es dictarlas: la Iglesia dice...Y dejan solas a las personas. O lo que es peor les colocan encima fardos pesados, que ni ellos son capaces de llevar.

Ante tanta moralina, ante tanta respuesta moral prefabricada y desencarnada, alguna gente sufre y arrastra el peso de la culpa toda su vida. Un peso por culpas que, en muchos casos no son tales. Pero la mayoría de la gente, harta de tanta carga, huye, escapa de la Iglesia. Se va, tranquilamente, a la indiferencia religiosa. Y se encuentra en ella a gusto, porque, entre otras cosas, se ha liberado y no quiere volver a la casa de los pesos y de las cargas que oprimen.

Queda mucha labor en la Iglesia por hacer para liberar las conciencias de la gente de este fardo moral. Y eso es lo que hace Juan Masiá, entre otros. Y lo viene haciendo desde hace años. Y lo seguirá haciendo, con más ahínco si cabe, en los albores de esta nueva primavera eclesial anunciada.

Porque es evidente que comienza una nueva era en la Iglesia. Una nueva primavera. Una revolución tranquila, que, hace dos meses, ni nos atrevíamos a soñar. Pues bien, esa primavera es posible porque gente como Juan Masiá, Andrés T. Queiruga y otros muchos la hicieron posible. Porque no tiraron la toalla durante el largo invierno eclesial, porque siguieron luchando por una Iglesia samaritana, porque no cedieron a la desesperanza, porque no se quemaron en la militancia, porque no renunciaron a sus ideales eclesiales.

Juan Masiá encarna a la perfección algunos de los rasgos característicos de este nuevo ciclo eclesial, marcado por el estilo del Papa Francisco.

Es un hombre dialogante, que hizo del diálogo su forma de ser, de vivir y de actuar. Un diálogo asumido y experimentado con todo el respeto hacia el otro.

Juan es un jesuita en la frontera. Su vida ha sido un continuo "salir", como pide el Papa. En las fronteras de la ciencia, de la vida, de la miseria.

Juan es un jesuita pobre, austero (marca de la casa de los compañeros de Jesús), sencillo y humilde. Y, además, con una sonrisa permanente en su cara. Igual que el papa Francisco.

Pero Juan fue también un hombre que se arriesgó, que fue profeta en tiempos de miedos eclesiásticos, que supo mantenerse fiel a sus principios e ideas, a pesar de los anatemas, de las prohibiciones y de las condenas.
Juan fue profeta en la época (larga época) en la que algunos jerarcas trataron de imponer un clima de control y de miedo en la Iglesia española.

Gracias a él y a otro muchos "profetas" quizás estemos en vísperas de poder romper la dictadura eclesial del miedo y conseguir que la Iglesia vuelva a ser una institución intelectualmente habitable.

Porque, hace tiempo que en la Iglesia española necesitamos respirar y dejar de tener miedo. Lo necesitan los obispos frente a los obispazos; los provinciales ante los obispos; los laicos ante los curas; la Iglesia-pueblo de Dios frente a la Iglesia piramidal; los progresistas frente a los conservadores italianizados...

Y Juan es un quitamiedos. Lleva años rompiendo el techo de cristal del miedo, que cubre la Iglesia española. Ese miedo antievangélico que paraliza y asfixia y nos impide sentirnos a gusto en nuestra propia casa.

Juan, con su libro y, sobre todo, con su vida, nos hace el boca a boca eclesial que tanto necesitamos.

Abre una rendija en el muro de silencio, miedo y enroque de parte de la jerarquía española, para que entre el aire fresco del ya olvidado "aggiornamento" del Concilio y del Papa Bueno. El aggiornamento recién estrenado de Francisco, del Papa que quiere una Iglesia pobre y para los pobres. Una Iglesia samaritana que no sea un acarga, sino un alivio y una gran esperanza.

José Manuel Vidal
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